¿Se impondrá un retorno al cristianismo?
Cabe la duda acerca de si la Iglesia Católica y los fieles que forman parte de ella van a perseverar en planteamientos del tipo de los de Bergoglio o si se incorporarán ahora al giro conservador de la presente década

Poco o nada atento a lo que acontece en el Vaticano –a la vez una iglesia y un Estado– reconozco no haber seguido muy de cerca el pontificado de Jorge Mario Bergoglio, salvo comprobar a menudo, gracias a imágenes de la televisión, su cara casi siempre abierta a la simpatía y su lejanía con el boato de sus predecesores. Su reciente muerte y las abundantes informaciones sobre lo que fue su pensamiento y conducta, permiten ahora conocerlo mejor, como también lo hizo el reciente libro de Javier Cercas. Sobre este último compartí con los lectores de EL PAÍS un breve comentario al texto del autor hispano, que incluía una alusión a un tipo de escritura cada vez más habitual y logrado: no ficción que, además de su calidad, llega a parecerse mucho a la ficción.
Tan lejos de religiones e iglesias, mi primera educación transcurrió en un colegio católico, en el que, ya desde entonces, prestaba mayor atención a la religión cristiana y a su fundador que a una iglesia en particular. No es necesario aclarar que un cosa son las religiones y otra las iglesias, como es el caso de la religión recién mencionada y la variedad de iglesias cristianas que existen, además de la Católica. Las iglesias y sus equivalentes son instituciones; en cambio, las religiones son bastante más que instituciones.
Una primera impresión que, según creo, Bergoglio reforzó en tiempos en que soplaron malos vientos para la Iglesia Católica, por sucios manejos económicos de la Santa Sede y delitos sexuales perpetrados por sacerdotes de ese credo. Malos vientos que al parecer no podrían amainar tan solo con una mejor conducta del clero y sus superiores jerárquicos, sino con un retorno consciente, tanto de palabra como de obra, a las raíces del cristianismo. Algo que el difunto Papa advirtió también en su desempeño eclesial, criticando sin tapujos al clericalismo, o sea, a la superposición del clero católico por encima de los laicos de esa misma fe.
Más precisamente aún, Jorge Bergoglio hizo esfuerzos por lograr la reforma de la Iglesia, si bien en no pocos casos dándose de narices con una curia conservadora y aferrada a algunos dogmas y a veces a simples convenciones, como ha sido el caso del celibato sacerdotal. Por tanto, cabe la duda acerca de si la Iglesia Católica y los fieles que forman parte de ella van a perseverar en planteamientos del tipo de los de Bergoglio o si se incorporarán ahora al giro conservador de la presente década, que ha tomado ya dimensiones globales, y no solo en materias morales y religiosas. Eso es lo que ahora está por verse y que, desde luego, no puedo conjeturar.
¿O –tercera alternativa– va a preferirse a un nuevo Papa de perfil inocuo, es decir, a uno que se reconozca conciliador, o quizás paralizado, entre sectores cardenalicios más abiertos y otros de talante conservador?
Laicos católicos, e incluso no creyentes, podrán cuando menos expresar una esperanza, o tal vez un simple deseo, de que estos dos grupos puedan llegar a tener una cierta influencia, más allá de la muy evidente que ejercerá un poco más de un centenar de cardenales bajo llave. No obstante, se presume que estos auscultarán las distintas sensibilidades y esperanzas de los católicos laicos dispersos por el mundo.
¿Se impondrán antes la caridad o los dogmas, convenciones e inercias de la jerarquía?
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