El museo después del museo
Tras dejar el Reina Sofía, Manuel Borja-Villel regresa en Barcelona con una exposición ambiciosa y exigente. El resultado desmantela las jerarquías del canon y desafía el papel del arte y sus instituciones en las ruinas del saber ilustrado


La pregunta es vertiginosa: ¿para qué sirve hoy un museo y qué papel puede desempeñar si no quiere limitarse a ser un santuario de lo que, en otro siglo, solía considerarse bello? Si la institución aspira a generar pensamiento crítico e intervenir en los debates contemporáneos, tal vez deba ser derribada y reinventada desde la raíz. Esa es la misión, explosiva y seguramente necesaria, que se ha adjudicado Manuel Borja-Villel en su regreso a España tras su controvertida salida del Reina Sofía, envuelta en críticas por parte de la derecha más o menos extrema. Lo hace como comisario, junto a Lluís Alexandre Casanovas y Beatriz Martínez Hijazo, de Fabular paisatges, exposición inaugural del programa Museu Habitat, que coordina como asesor de la Generalitat para repensar el ecosistema museístico catalán.
Como es habitual en todo lo que toca, el recorrido no responde a una tesis cerrada. Se despliega como un ensayo expositivo de gran ambición teórica, pero también inestable, provisional y tentativo. A diferencia del viejo modelo ilustrado, su propuesta no busca ordenar el mundo, sino interrogar los relatos que lo gobiernan. Con aire de bienal de bolsillo, la muestra impugna la lógica del museo enciclopédico, fundado sobre jerarquías excluyentes, y propone en su lugar un espacio de fricciones y pensamiento no alineado. Como en la poesía, la música o el cine más elusivo, no todo se entiende con palabras, pero sí con ráfagas de sentido o destellos de emoción. Para desazón de gran parte del público, el recorrido no conduce a una conclusión: se limita a abrir un campo de posibilidades. No es un espacio de catalogación, sino de encuentros intempestivos entre obras dispares e ideas irreconciliables, a veces formuladas con la exigente retórica del posestructuralismo y el pensamiento poscolonial. Para eso, parece decir Borja-Villel, sirve un museo hoy.
Tiene una gran fuerza simbólica que la muestra tenga lugar en el Palau Victòria Eugènia, un edificio adyacente al MNAC (y destinado a su ampliación), en desuso y relegado durante años a ser almacén de carrozas navideñas. Construido para la Exposición Internacional de 1929, a partir de un proyecto impulsado por Puig i Cadafalch, el palacio resurge como una suerte de sugerente y desangelada kunsthalle. En una ciudad que ha priorizado la construcción espectacular de nuevos equipamientos por encima de la renovación de los existentes, el gesto apunta a una voluntad de resignificar el pasado en lugar de sepultarlo bajo nuevas capas de olvido. En pleno debate sobre el futuro de Montjuïc —con planes de ampliación del MNAC, nuevas conexiones de transporte y reordenación de sus infraestructuras—, esta exposición tiene aspecto de primera piedra.

Fabular paisatges es una muestra situada, como le gusta decir a Borja-Villel. Responde a un contexto cultural —el de la capital catalana en este incierto comienzo de siglo—, pero también geográfico: la montaña de Montjuïc, lugar siempre ominoso en la psique barcelonesa. A diferencia del Tibidabo, aristocrático, recreativo y alineado con el relato oficial, Montjuïc ha sido históricamente un territorio “mesocrático”, en palabras de Estanislau Roca: a la vez cantera, cementerio, prisión y vertedero. Aquí se superponen el origen primigenio de la ciudad —el asentamiento íbero, las piedras que construyeron la Barcelona medieval— con sus cicatrices más traumáticas: la miseria de las barracas, el fusilamiento de Companys, el engañoso maquillaje olímpico. Es el trastero donde se ha almacenado todo lo que no cabía en el centro: la pobreza, el ocio ruidoso, la memoria más incómoda. Pese a los intentos de domesticación, es una montaña indócil.
La muestra insinúa que otra pintura de paisaje es posible: una que no esté hecha solo de vistas pintorescas, sino de cuerpos y memorias violentados
La exposición explora el carácter de Montjuïc como incurable herida urbana. Por un lado, los paisajes de Santiago Rusiñol en la vecina Font del Gat, pintados junto al llamado grupo del azafrán, que abandonó el ideal romántico para centrarse en los espacios liminales entre campo y ciudad. Por otro, piezas nuevas como Story_line, de Mabel Palacín, que recorre las 28 antiguas canteras aún visibles en la montaña. En paralelo, la muestra interroga el género burgués por excelencia: la pintura de paisaje, que embellecía un mundo rural en vías de extinción frente al avance tecnológico. Lejos de representar una verdad objetiva, ofrecía una imagen pensada para los salones de la burguesía industrial. Aquí, en cambio, el paisaje no es decorado ni evasión, sino lugar de conflicto. David Bestué evoca las iluminaciones de Carles Buïgas para la Font Màgica, entrañable monumento a lo kitsch, mientras que Efrén Álvarez firma una crítica a la conquista, con un caganer gigante simbolizando la participación catalana en la colonización de Canarias.

La muestra hace dialogar obras históricas y contemporáneas. Las primeras se exponen en pabellones precarios, construidos con mantas térmicas agrícolas, como si fueran invernaderos que conservan rastros del pasado. En el exterior, piezas actuales firmadas por artistas del sur global les contestan con descaro. La instalación Witnesses, del brasileño Dan Lie, elaborada con materiales orgánicos —cúrcuma, crisantemos, lavanda, cerámica—, imagina un paisaje donde la oxidación y la vida microbiana forman parte del relato. La fotógrafa Paula Artés documenta el desplazamiento de comunidades mayas por la construcción de una presa en Guatemala, obra de una de las empresas de Florentino Pérez, y revela la pervivencia del extractivismo. Artés sugiere que otra pintura de paisaje es posible: una que no esté hecha solo de vistas pintorescas, sino de cuerpos subyugados y memorias violentadas.
Uno de los puntos más incisivos es la relación, siempre incómoda, entre el legado colonial y el imaginario cultural catalán. La muestra revela cómo, durante el franquismo, la importación de materias primas procedentes de Guinea —sobre todo, madera tropical— alimentó el auge del diseño moderno catalán, proyectando una estética de progreso que encubría formas persistentes de explotación. Mientras, Sammy Baloji se inscribe en la misma crítica: sus marcos tallados en madera africana reproducen los ornamentos del distinguido art nouveau belga, subrayando la continuidad entre arte, poder colonial y rica modernidad industrial.

La muestra revisita también, con una mezcla de gravedad y sarcasmo, las Exposiciones Universales y su subtexto ideológico. En la de 1888, el monumento a Colón consagraba el colonialismo como gesta heroica al tiempo que se erigía el románico catalán como emblema identitario. En 1929, el Palacio de las Misiones prefirió acoger piezas obtenidas en campañas de evangelización en la Amazonia, en plena fiebre del caucho. Poco después, el edificio se convertiría en centro de reclusión para republicanos, gitanos y homosexuales perseguidos por la ley de vagos y maleantes. Quizá el único flanco que se echa de menos sea la dimensión represiva del Estado, con el castillo de Montjuïc como artefacto disciplinario desde el siglo XVII: una atalaya para vigilar y, llegado el caso, bombardear una ciudad que siempre fue rebelde. Aunque es cierto que esos asuntos merecen más bien otra exposición: ojalá llegue y tenga la misma densidad de ideas por centímetro cuadrado.
La propuesta se prolonga con la muestra de Jorge Ribalta en el Palau Moja —centrada en las representaciones de la familia Güell y sus ramificaciones culturales— y transcurre en paralelo con la exposición que Borja-Villel ha comisariado en el Centro Pompidou de Metz, que también plantea la posibilidad de un museo posilustrado. En ambas, las obras no se presentan como hitos, sino como elementos de un sistema expositivo en el que conviven, en pie de igualdad, la instalación monumental y el documento de archivo más modesto. Se entiende la sospecha de cierto adanismo. Pero tachar la muestra de ininteligible es, en el fondo, seguir esperando lo de siempre: una narrativa ordenada, una estética confortable, una pedagogía a prueba de bomba. Se trata precisamente de lo contrario: de abandonar el sendero del museo moderno, ese gran narrador monocorde, y emprender una excursión disidente que permita imaginar otros vínculos posibles entre arte, memoria y poder. No es una exposición para todos. Ojalá algún día lo sea.
‘Fabular paisatges’. Palau Victòria Eugènia y Palau Moja. Barcelona. Hasta el 5 de octubre.
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