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Historia

Dionisio Ridruejo y la emoción de la integridad

Se cumple medio siglo de la muerte de Dionisio Ridruejo: figura clave de la cultura fascista española, evolucionó para convertirse en referente político y moral de la lucha democrática contra el franquismo. Recordamos su trayectoria excepcional y destacamos sus mejores libros

El escritor Dionisio Ridruejo el año 1962, cuando ya era un referente de la oposición antifranquista. SERGIO DEL GRANDE (Mondadori / Getty Images)
Jordi Gracia

No hay la menor posibilidad de que no ocurra lo que ocurrirá sin duda, y es que todos vamos a acordarnos varias veces al día de que hace 50 años Franco se murió por fin (para algunos de forma claramente prematura). Pero se murió también una cuanta gente más, alguno con el poder desatado de la extorsión sistémica y franquistamente protegida, como es el caso de José María Escrivá de Balaguer, fundador de una de las sectas más poderosas y destructivas de la España contemporánea, el Opus Dei. Pero entre los muchos muertos que debió haber aquel bendito año de gracia hubo otros dos de particular relevancia, Luis Felipe Vivanco —delicadísimo poeta, arquitecto sin trabajo, diarista excepcional aun secreto en su mayor parte— y Dionisio Ridruejo.

No eran ya en el momento de su muerte en 1975 lo que habían sido tiempo atrás, durante la guerra, en plena posguerra y al menos durante los veinte años largos que duró en condiciones extremas. Hoy tendemos a reducir el franquismo al Seat 600, las primeras neveras, la pachanga de Los Brincos o la contagiosa La La La pero la primera mitad del régimen (dos décadas tremendas) fue la base que hizo del país una comunidad cuajada en el miedo, la prepotencia exhibicionista de los vencedores, el terror de Estado como oxígeno diario, la hipocresía estructural, la mentira como cemento armado civil, la venganza programada en forma de gigantescas y masivas cancelaciones (diríamos ridículamente hoy) y la corrupción política, económica y judicial a escala tan honda que de tan honda parecía normal y rutinaria como la salida del sol, rezar en la escuela (y en todos lados), maltratar sin miedo a los homosexuales o pegar todavía con menos miedo a la mujer (por eso tuvo tantísimo tino Miguel Lorente al titular Mi marido me pega lo normal, el libro que abordaba de frente esa violencia que a nadie se le ocurría que era violencia. De hecho, la milagrosa novela Tiempo de silencio, de 1961, incluye no menos de media docena de palizas a mujeres como hecho meramente conseutidinario…)

Por todas estas causas de control social y amedrentamiento de vencidos y, poco a poco, también de vencedores casi nadie se atrevió a hablar, a disentir, a cuestionar esto o lo otro hasta que aparecieron en escena exiguas minorías sobre todo de universitarios (o sea, burgueses bien) que empezaron a desengañarse de una paz presunta que no era ni real ni verdadera y activaron una respuesta apenas testimonial pero continuada contra el triunfalismo franquista. Y algunos de ellos empezaron a decirlo en voz audible (decir alta es decir mucho) en sus papeles, sus poemas, sus revistas, sus películas y novelas. Pero para que aquello cuajase y calase en alguna audiencia significativa necesitaron el amparo de un traidor o prototraidor de trayectoria probadísimamente fascista.

Un fascista redimido

Ese referente de los jóvenes fue Dionisio Ridruejo, porque este sí habló en voz alta para llevar al límite la permisividad del régimen con los críticos al régimen que había sido años atrás su casa política y su casa ideológica: había estado en el aparato del poder y la propaganda durante la guerra y en la sala de máquinas del fascismo ideológico que sostuvo una pata del franquismo (la otra pata gigante fue la entusiasta adhesión de la inmensa mayoría de la Iglesia católica).

Pilar Primo de Rivera conversa con Dionisio Ridruejo,  en la Lonja del Monasterio de El Escorial. 
MIGUEL CORTÉS (EFE)

Las dos casas las fue dejando desde principios de la década de los cincuenta, precisamente cuando abre la boca tímidamente y con riesgo cierto la alianza de los hijos de los vencedores con algunos pocos hijos de los vencidos. Era atípica aquella dependencia de los Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames o Fernando Sánchez Dragó de la transformación en marcha de Ridruejo, pero era a la vez indispensable: en él encontraban el testigo no solo del desengaño del fascismo sino la combatividad antifranquista del que fue uno de los suyos.

Esa zona de ambigüedad (¿quería reformar el régimen o quería acabar con él?) fue muy fructífera en los años bisagra, cuando las muestras de disidencia todavía podían entenderse como reformismo intrafranquista aunque podían estar siendo ya semillas de antifranquismo militante.

Cuando metieron en 1956 (el año bisagra) a los jóvenes disidentes y al propio Ridruejo en la cárcel para unos cuantos meses nadie se atrevió a decirle dentro que eran militantes comunistas. Se lo dijeron después, y Ridruejo transigió sin aspavientos con ello porque la causa mayor era otra y el principal motor de la resistencia estaba encuadrada en la clandestinidad del PCE, la más eficiente y la mejor organizada, entre otros por Jorge Semprún, inminente amigo de Ridruejo e íntimo amigo de Javier Pradera, entonces solo jovencísimo y lúcido militante comunista que acabaría siendo fundador de la colección El Libro de Bolsillo de Alianza editorial en 1966, y editorialista de referencia de EL PAÍS entre 1976 y 1986.

Camino a Múnich, 1962

El primer síntoma de una debilidad cardíaca congénita lo dio al atravesar indocumentado y a pie los Pirineos para acudir a la convocatoria en Múnich, en junio de 1962, de la más importante reunión del exilio con la resistencia del interior (con el doble de representantes) para armar algo parecido a un programa de acción conjunta para derribar la dictadura o, al menos, para saber qué hacer cuando se acabase ella sola, que es lo que podía pasar y pasó. En Múnich empezó una parte de la historia que había de desembocar en las primeras elecciones de 1977 y en la redacción de la Constitución de 1978, obviamente sin Ridruejo, pero con la memoria viva del papel de redención propia y liderazgo democrático que había encarnado durante quince años. Su muerte a los 61 años no fue exactamente sorpresiva: durante los primeros meses de 1975 siguió compareciendo en presentaciones de libros propios y ajenos o actos clandestinos (que no tenían ya nada de clandestinos) con el desvalimiento de quien ya no puede con su alma, muy delgado, la piel sin color y apenas incapaz de hablar en voz alta (y casi ni baja).

Líder moral de EL PAÍS

Aunque pocos se acuerden, y es bueno que sea así, ese mismo Ridruejo fue el líder moral de este periódico en su primera etapa desde 1976. Jesús Polanco lo había protegido con encargos editoriales bien pagados (eran auxilios económicos disfrazados de trabajo) y ni Javier Pradera ni Jorge Semprún perdieron el contacto con él por una razón secreta y poderosa. Encarnaba de forma especular la misma reeducación ideológica y política que habían emprendido ya Pradera y Semprún en los años sesenta, al asumir abiertamente la naturaleza delirante de los análisis de los dirigentes comunistas sobre España, y los planes directamente demenciales de socavar la estabilidad férrea (militar) del régimen con un par de huelgas que no secundó nadie.

Ridruejo había contado su deserción fascista en libros y ensayos valientes, impulsaba múltiples actividades de resistencia antifranquista (mientras entraba y salía de la cárcel y pagaba multas), precisamente en el mismo momento en que Pradera y Semprún conseguían deshacer íntima y racionalmente el engrudo de lealtad religiosa al partido y emprendían sin saberlo demasiado bien la ruta de la socialdemocracia en la que andaba a tientas también el propio Ridruejo en los sesenta.

Hace ya bastante años, Pradera dejó caer las gafas sobre el gancho de la nariz y mirándome inquisitivamente (con trampa burlona, quiero decir) me preguntó dónde creía yo que habría militado Ridruejo de haber podido vivir el posfranquismo: ¿en el ala izquierda de la UCD o en el ala derecha de PSOE? Ni él no yo teníamos respuesta, pero la respuesta en realidad está dentro de la pregunta.

Durante sus primeros cinco años, EL PAÍS dedicó un editorial a conmemorar su muerte cada 28 de junio. Los debía redactar sin duda Javier Pradera y el impulso no era espúreo ni anecdótico: había sido el hombre que sometió su propio pasado de fascista integral a la prueba de la integridad de un hombre adulto que aprendió a desmentirse, entenderse y corregir su ensueño bárbaro de fascista. Algunos refinadísimos demócratas del desencanto actual cuestionan la profundidad de su arrepentimiento, como si quisieran evitar el trago de reconocerle a un fascista la capacidad de reeducarse. Es feo porque no hay caso comparable al de este ensayista y poeta en términos de coraje, castigo público, nitidez descriptiva, explicación confesional y convicción pedagógica sobre las virtudes democráticas contra el fanatismo de la fe (da igual qué fe, que diría Vázquez Montalbán).

Dionisio Ridruejo en el despacho de su casa en la calle Ibiza de Madrid. El ejemplar del semanario Destino que puede verse sobre la mesa corresponde al 25 de enero de 1975.

Cuatro o cinco libros

¿Dónde encontrará el lector de hoy a este ejemplar insólito y único de integridad ética y valentía civil contra el envilecimiento franquista (y el suyo propio)? Lo encontrará en al menos cuatro libros excepcionales, por orden de aparición. Escrito en España (1962), con su sobrecogedor prólogo Explicaciones (eran muchas las que tenía que dar), apareció en Buenos Aires en la editorial Losada pero tuvo amplia difusión interna en los circuitos clandestinos, en particular gracias a la segunda edición de dos años después. Fue el mejor análisis de la matriz franquista y su raíz fascista durante cuarenta años al menos, además de promover la solución democrática que tardaría tanto en llegar todavía (incluida la clave autonomista o federalizante). No se equivocaba el humanismo cristiano de José María Valverde cuando pensaba que era “el único gran prosista político de la época”.

Dos: Casi en prosa, en 1972, es un cuaderno con un puñado de poemas despojados de la retórica artificiosa y brillante pero falsa, o casi siempre falsa, del poeta oficial del franquismo en los primeros años de posguerra. Aquí resuena la inspección sentimental y moral de la intimidad con una apabullante naturalidad verbal y analítica al estilo de la misma evolución que viviría José María Valverde (otro poeta infartado de fascismo nacional-católico en la posguerra) y un poco también al estilo de lo que practicaban los mas jóvenes, tipo Gil de Biedma o Ángel González. En realidad, instaló en su poesía la voz aprendida en el tono menor de Josep Pla, ampliamente leído: con su mujer, Gloria de Ros, tradujo el Quadern gris.

Tres: la que quizá es su obra mayor precisamente porque nunca fue obra sino resultado del ingenio editorial. Casi unas memorias apareció de forma póstuma en 1976 a iniciativa del editor literario de Planeta, Rafael Borràs Betriu (el mismo que por entonces reorientó su premio de novela hacia ganadores como Jorge Semprún, Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán o Francisco Umbral). Casi unas memorias no pasaba de ser una mixtura de textos, artículos, evocaciones y papeles rescatados de su archivo y hoy está disponible en una más cuidada y escrupulosa edición de Jordi Amat en Península.

Pudo contar en esos papeles dispersos, sin miedo y sin mentiras, su pasado fascista de hombre de poder, y pudo retratar chanchullos, semblanzas temibles, ilusiones destructivas, vocaciones literarias y fanfarrias fascistas porque ya había dado explicaciones del gigantesco disparate que ayudó a promover alimentando el ansia falangista de guerra civil y fomentando el discurso del odio como brillante orador. Según los cronistas de la época, nada menos que el Goebbles español.

También el cuarto es póstumo, Sombras y bultos, editado en 1986 y donde se reunieron semblanzas, perfiles y recuerdos que complementan el memorialismo inacabado por la muerte el 28 de junio de 1975. Algunos se acordarán también de su excepcional y atípica guía, y harán bien, Castilla la Vieja, en dos tomos enormes de Destino publicados en 1973 y con pequeñas confidencias dispersas (por ahí aparecen amigos tan cercanos como Juan Benet, por ejemplo, tesorero del micropartido que fundó Ridruejo), y en el mercado de viejo es encontrable, también en la edición por tomitos y provincia en Destinolibro.

Y si no añado a la lista las fabulosas cartas de Ridruejo —honradas, veraces a contrapelo, analíticas, a veces sentimentales— no es porque no quiera, sino porque nadie va a encontrar el tomo con ellas que titulé El valor de la disidencia (o lo pagará a 300 euros, según veo en la web), aunque igual sí encuentra un tomito con las Cartas íntimas desde el exilio, 1962-1964, escritas desde París tras la prohibición de regresar a España por haber participado en el congreso de Múnich. Dado que una buena carta es una mezcla caprichosa de ensayo, artículo, columna, confidencia y testimonio, no es extraño que algunas de ellas estén entre lo mejor que escribió sin haber llegado a ver a Franco felizmente muerto. Lo digo yo, pero lo dijo él también, y muy amargamente, en la última entrevista larga que dio, apenas semanas antes de morir.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y ha sido subdirector de Opinión y adjunto a la directora Pepa Bueno.
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