Cine al borde de la asfixia: el Festival de Cannes retrata las crisis sociales de un mundo enfermo
La falta de aire y la dificultad para respirar son el síntoma de un malestar global: cuerpos mutilados, ansiedades heredadas y sociedades al borde del colapso protagonizan una estimulante selección sin obras maestras, pero llena de películas vivas


Nunca se vieron tantos personajes con dificultades para respirar. Ha sido el síntoma que recorría, como un hilo invisible, muchas de las películas presentadas en el Festival de Cannes: la respiración entrecortada, los malestares repentinos, las crisis de ansiedad, un súbito ataque de asma, una infección respiratoria derivada de una enfermedad crónica. A bout de souffle, que decía Godard, homenajeado por Richard Linklater en Nouvelle Vague, tan aplaudida como inocua. Las causas: el cuadro depresivo que llega tras el parto de un bebé (Die, My Love), la opresión vivida en un hogar asfixiante (Sound of Falling), la herencia traumática legada por nuestros ancestros (O agente secreto, Sentimental Value), la violencia social en regímenes autoritarios (A Simple Accident) y en otros que se dicen libres (Dossier 137). Frente a todas esas angustias, un puñado de películas quisieron servir de bálsamo, como aquel ungüento mentolado que una madre aplicaba sobre el pecho de su hija en un viejo anuncio televisivo: una medicina emocional, sin duda un placebo. Un cine que no cura, desde luego, pero tal vez sí logre aliviar.
Tras la abundancia de un cine de autor decadente firmado por viejos maestros en la edición anterior —Coppola demente, Cronenberg delirante, Audiard descarriado—, la selección de este año aportó un soplo de renovación. No hubo obras maestras, ni falta que hace: quizá ese concepto ya pertenezca a otro tiempo. Sí abundaron las películas estimulantes, casi siempre en diálogo, más o menos explícito, con el mundo que habitamos. Imperfectas, pero vivas. Wésterns preapocalípticos (Sirāt, Eddington), retratos descarnados de la crisis profunda de la res publica, mundos dominados por el caos en los que todo se desmorona. En ellas, personajes clave desaparecen a media película. La muerte es aleatoria y absurda, como la de un prescindible figurante digital en un videojuego. Los cuerpos enfermos se petrifican y se disuelven en polvo (como en Alpha, de Julia Ducournau, patética alegoría del VIH y puede que la mayor decepción de esta edición). En la vida, convertida en una pesadilla malsana, ya no hay consuelo o redención. ¿O tal vez sí?

Una de las propuestas más sólidas fue O agente secreto, lo nuevo de Kleber Mendonça Filho. Nos traslada a los años sombríos de la dictadura brasileña en los setenta, cuando bastaba con disentir para convertirse en sospechoso (cualquier parecido con el presente es pura coincidencia). Todo comienza con una imagen turbadora: una médica forense extrae una pierna humana, aún intacta, del estómago de un tiburón. A partir de ahí, traza una genealogía de la violencia del presente a través de una narración digresiva y caprichosa, que termina por convertirse en un complejo retablo social. Por momentos, evoca los Caprichos de Goya, un festín de violencia, en pleno sueño de la razón, donde la sociedad se animaliza.
Las extremidades mutiladas también aparecen en A Simple Accident, la nueva película del iraní Jafar Panahi. Pese a la censura y sus sucesivas detenciones, el director sigue encontrando rendijas por las que hacer pasar su cine. En esta ocasión, un accidente de tráfico menor desata una espiral absurda de violencia y venganza. La película retrata una dictadura enquistada en la vida cotidiana, una sociedad embrutecida e insensible al sufrimiento ajeno y al propio, como si la violencia sostenida hubiera anestesiado cualquier forma de empatía. Otra pierna cercenada es la del tío Fritz, arrojado al vacío por sus propios padres para evitar que se aliste en el ejército, en Sound of Falling, de Mascha Schilinski, directora alemana de 40 años que, pese a cierta inclinación a lo ampuloso y lo visualmente ostentoso, apunta maneras.

También hay varios brazos y piernas mutilados en Sirāt, alucinante regreso de Oliver Laxe. Una comunidad de ravers baila mientras el mundo se acaba. La tercera guerra mundial, o algo parecido, acaba de estallar. Mientras, el grupo decide atravesar el desierto junto a un padre que busca a su hija desaparecida. La película, como todo gran wéstern, es un relato de supervivencia: una travesía extrema protagonizada por una hermandad de seres errantes en un mundo al borde de la asfixia. En realidad, Sirāt está construida como una parábola bíblica: en ese mundo en ruinas, los ciegos guían a otros ciegos en una marcha sin final a través del desierto. Sirāt es un proyecto que destila locura, aunque, en unos tiempos como estos, tal vez esa sea la forma más clara de lucidez.
En Two Prosecutors, el ucranio Serguei Loznitsa se sumerge en la represión ideológica de la URSS, adaptando la novela del físico y disidente Georgi Demidov sobre las purgas estalinistas. Con su habitual austeridad formal —pero también un guiño algo travieso a la Rusia de Putin—, retrata a un joven fiscal que, tras recibir una carta desde un campo de prisioneros, inicia una investigación que lo enfrentará a los engranajes del aparato soviético.

Con una estructura similar, salvando todas las distancias, funciona Dossier 137, de Dominik Moll, que se adentra en la Francia de los chalecos amarillos y en el conflicto habitual entre centro y periferia. La película dibuja la parálisis de un Estado bienintencionado pero impotente, un paquidermo condenado al inmovilismo que ha dejado tras de sí un terreno fértil para el ascenso de los populismos de ultraderecha. Narrada con una sobriedad que roza lo burocrático, la historia sigue a una inspectora que investiga la violencia policial ejercida en las calles de París durante las manifestaciones de 2018.
La misma fractura social, aunque reducida a una fórmula más edulcorada, está en el corazón de la película inaugural de este Cannes, Partir un jour, una mediocre comedia musical construida a base de viejos éxitos franceses, que recurre a la nostalgia como única respuesta ante un presente sin relato.

También Eddington, desigual propuesta de Ari Aster, podría convalidar como wéstern contemporáneo. La película esboza un nuevo orden social marcado por la histeria colectiva tras la irrupción de la covid, entendida aquí como el arranque definitivo del colapso cultural de Occidente. En un clima de vigilancia permanente y guerra cultural encarnizada, las camionetas de Amazon patrullan las calles, proliferan las acusaciones infundadas de abuso, el ansiolítico sustituye a la canción de cuna y, sobre todo, se intensifica la crisis de identidad del hombre blanco, que acaba estallando en una espiral de violencia. La película retrata la inutilidad de la política y también la del lenguaje, reducido a un balbuceo ininteligible que ya no sirve para comunicarse. Es valiente, ambiciosa, muy loca y profundamente fallida: no se la pierdan.
En un pasaje de Eddington, un grupo de jóvenes woke que leen a Angela Davis como si fuera un oráculo se manifiesta en las calles al grito de “No puedo respirar”, las últimas palabras de George Floyd. A su lado, Joaquin Phoenix, el sheriff protagonista, no se separa de su inhalador de Ventolin, igual que la protagonista de La petite dernière, delicada adaptación del relato de iniciación lésbico de Fatima Daas dirigida por Hafsia Herzi. Una vez más, el síntoma se repite: les falta el aire.

Lo mismo le ocurre a Renate Reinsve, víctima de un ataque de pánico tan hilarante como trágico al comienzo de Sentimental Value, lo nuevo de Joachim Trier. Si no fue la mejor película de Cannes, poco le faltó: es un retrato familiar de ecos bergmanianos sobre el conflicto entre un padre, célebre director de cine en decadencia, y su hija, una actriz depresiva, a la que reclama para rodar una película autobiográfica sobre su madre, que se suicidó tras ser torturada por los nazis.
Es, sin duda, la mejor película del director de La peor persona del mundo y, quizá, uno de los títulos del año. Pese a su contención, desprende un calado existencial enorme. Reflexiona sobre la transmisión intergeneracional del dolor y, al mismo tiempo, abre la posibilidad de una sanación a través del arte y de la vocación. Una idea poderosa y no muy distinta a la que atraviesa Romería, de Carla Simón, que narra su regreso a la Galicia paterna en paralelo al nacimiento de su mirada como cineasta: una forma de construirse un relato propio cuando los heredados no funcionan, porque solo generan desarraigo. No son títulos políticos, pero Sentimental Value y Romería transmiten la idea más radical vista y oída en este festival: la posibilidad de una reconciliación.
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