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Un año de la desaparición de cuatro niños a manos de militares en Ecuador: “Me arrancaron el alma, me arrancaron la vida”

El primer aniversario de la captura y desaparición forzada de Nehemías, Steven, Ismael y Josué, moviliza a familiares y vecinos en vísperas de la sentencia

En Las Malvinas, un barrio apretado y olvidado del sur de Guayaquil, el calendario se detuvo el 8 de diciembre. Desde entonces, los vecinos tienen un único tema, una letanía que repiten como si al nombrarlos pudieran traerlos de vuelta: Nehemías, Steven, Ismael y Josué. Aquel domingo, hace ya un año, los cuatro salieron con un grupo de otros 10 niños y adolescentes rumbo a unas canchas a veinte minutos a pie, tal vez menos para ellos, siempre apresurados por llegar primero, por adueñarse del rectángulo de césped donde se sienten invencibles. Caminaban, corrían, se empujaban, se robaban la pelota, jugaban como si nada malo pudiera tocarles. Fue la última vez que el barrio los vio con vida. La siguiente, los acompañó con gritos y llanto frente a cuatro ataúdes.

Un año después, este lunes, los vecinos de Las Malvinas tomaron las calles en una procesión para hacer el mismo camino que recorrieron los chicos antes de ser capturados por una patrulla militar, y de ahí desaparecidos para siempre. Solo días después, y tras la presión incansable de los padres, los cuerpos fueron encontrados calcinados cerca de la base militar de Taura.

La convocatoria se gestó en la sala comunitaria, donde el ritmo del bombo, el cununo y el guasá empezó a golpear fuerte y con rabia, marcando el pulso de la memoria colectiva. La batucada, cargada de herencia afrodescendiente, encabezó la marcha, con melodía de protesta. Los padres de los cuatro chicos estaban abrazados por otros familiares y vecinos, nunca solos. Cuando los saludaban, respondían con sonrisas rotas, agradeciendo sin palabras el apoyo de la multitud que gritaba con furia los nombres de sus hijos. Ya no tenían fuerzas para clamar por sí mismos.

El asesinato de los niños ha vuelto a ocupar su lugar en la actualidad del país. Tras la marcha, la expectación es máxima ante la sentencia que esta semana —según está previsto— se dictará contra los 17 militares acusados de la desaparición forzada de los menores. Los uniformados se enfrentan a penas de 34 años y ocho meses, como ha solicitado el fiscal encargado del caso. Este caso podría marcar un antes y un después para en país profundamente conmocionado por el aumento de la violencia, también por parte de los militares, a quienes se les atribuyen al menos 31 desapariciones forzadas en los dos años de gobierno de Daniel Noboa.

Los familiares enfrentaron las crueles confesiones de cuatro de los 17 militares implicados, quienes contaron lo que pasó ese día: los obligaron a desnudarse, los golpearon, los torturaron y simularon su ejecución. “Cada día ha sido como abrir la herida una y otra vez”, cuenta Yuliana Flores, prima de los hermanos Ismael y Josué.

La primera parada fue en casa de Nehemías Arboleda, tenía 15 años. La música se detuvo, y un silencio cubrió la puerta por donde salió ese día, rumbo a su último partido de fútbol. “Él vivía cantando”, dice Mayra Avilés, vecina y amiga, quien viste una camiseta rosa con el rostro de Nehemías estampado sobre su pecho. “Su voz hacía que los días parecieran menos pesados. Soñaba con un negocio para ayudar a su mamá y a su hermana. Le encantaba el fútbol, y se emocionaba con la idea de algún día verse en una pantalla gigante”, describe con la voz entrecortada, lo que el barrio recuerda de Nehemías, el cantante, el que soñaba con ser famoso.

Cuando el silencio se rompe, los chicos de la batucada retoman los tambores con fuerza. Golpean el bombo, hacen que la pandereta suene como lluvia de invierno. La marcha avanza y se detiene en la casa de los hermanos Ismael y Josué. Ambos, apasionados por el fútbol, eran inseparables. Ismael, de 15 años, soñaba con jugar en las grandes ligas, mientras Josué, con 14, quería ser militar. “¡Verdad, justicia y reparación…!”, gritan los manifestantes. La siguiente parada es la casa de Steven, el más pequeño, con apenas 11 años cuando los militares lo detuvieron. Su amplia sonrisa, su afición por coleccionar muñecos de Spiderman, se repiten en los relatos de quienes lo conocieron. “¡Verdad, justicia y reparación…!”

La marcha se expandía mientras continuaban recorriendo los pasos de los chicos. Entre los manifestantes se encuentra Efraín Bayas, un jubilado de 69 años. Vive al otro lado de la ciudad, pero su indignación por lo ocurrido no le permite quedarse quieto. “No podemos olvidar este crimen atroz. Si esto no se para, continuará con más casos. Debe haber una sentencia para que los frene”, añade con firmeza.

La cancha de fútbol donde los chicos jugaron por última vez está vacía. Ahora hay sillas alineadas y una tarima levantada para develar una placa en su honor. A partir de ahora, la cancha llevará el nombre de “Los Cuatro Niños de Las Malvinas”, como un recordatorio permanente de que allí, en ese espacio de sueños y risas, se extinguieron sus vidas. Entre los asistentes, dos madres se esfuerzan por encontrar palabras, mientras sus voces tiemblan al intentar agradecer a la multitud que no los ha dejado caer. “Me arrancaron el alma, me arrancaron la vida”, dice Katy Bustos, madre de Ismael y Josué. “En casa, hay una mesa con dos puestos vacíos. Solo los lleno con la presencia de su espíritu, porque sus cuerpos ya no están aquí”.

“Soy la mamá de Nehemías Arboleda”, dice Teresa, pero al pronunciar su nombre algo se quiebra en su voz. Con lágrimas a punto de desbordarse, lanza la pregunta que resuena en el fondo de todos: “¿Por qué le hicieron esto a nuestros hijos?”.

La marcha de la memoria culminó en la Avenida 25 de Julio, el lugar exacto donde la patrulla militar los interceptó. Allí, los subieron a la camioneta, los golpearon en la parte trasera y los arrastraron hacia Taura, un área rural a una hora de distancia. Según los relatos de cuatro de los 17 militares procesados por desaparición forzada, llevaron a los chicos al monte, donde, en medio de la nada, los sometieron a una tortura brutal. Uno de los soldados se ensañó con Steven, el más pequeño, dándole más de 20 golpes con un cinturón. Parte de la tortura fue grabada en video por uno de los soldados, que grabó a escondidas cuando vio que todo se “descontroló”. Esa grabación es ahora una de las pruebas cruciales en el juicio, que se encuentra en su fase final.

En el mismo punto exacto de la Avenida 25 de Julio, donde los chicos fueron secuestrados, los manifestantes encendieron velas y levantaron un altar con sus rostros. Cuatro personas se acostaron sobre la vereda, cubiertas por una bandera tricolor, mientras los músicos, con el alma rota, improvisaban una melodía de protesta y despedida:

Adiós, ya te está llamando

Allá está tu caminito

Adiós, ya te está llamando

Adiós mi niñito

Adiós, ya te está llamando

Allí el Gobierno es el culpable

Adiós, ya te está llamando

Tan culpable, ay qué dolor

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