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En colaboración conCAF

Lucy Jemio, la guardiana de la memoria oral de los pueblos ancestrales de Bolivia

La muerte de la investigadora invita a recordar su trabajo que, durante casi cuatro décadas, rescató más de 7.000 relatos de alrededor de 100 poblaciones

Lucy Jemio, docente e investigadora Boliviana
Caio Ruvenal

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El azar se cruzó varias veces en la carrera de la boliviana Lucy Jemio. Estudió Literatura, sobre todo porque no tenía contenidos de matemáticas, que tanto aborrecía. Tenía prisa por dejar la universidad y generar ingresos, pero el mismo día que defendió su tesis fue nombrada docente de la materia Taller de Cultura Popular. La llevó allí su interés por el relato oral, despertado por los cuentos que le narraba su madre aimara. Dictó durante casi 40 años una clase que se hizo famosa entre los estudiantes de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), ya que Jemio organizaba viajes al interior del país en busca de narradores de mitos y leyendas prehispánicas. El resultado fue el mayor resguardo documental en la época moderna de la memoria de las naciones que conforman Bolivia.

La muerte de Jemio, el pasado 4 de abril a los 71 años, conmovió al círculo académico, que le dedicó una serie de conferencias de dos días como homenaje en la UMSA. Pero, sobre todo, deja huérfano al Archivo Oral, que la literata y antropóloga creó en 1986 y nutrió con 500 horas de grabación que contienen cerca de 7.000 relatos contados por más de 1.000 narradores de alrededor de 100 poblados. Gracias a esta casi inabarcable fuente, forjada con varias generaciones de sus estudiantes, se lanzó la colección Mitos y cuentos, compuesta por 22 volúmenes que recogen la cosmovisión de culturas ancestrales como la quechua, aimara, chiquitana, mosetén, tacana, esse ejja, chimané, yaminawa o movima, por mencionar algunas.

“Hay una literatura oculta a la par de La Ilíada”, solía decir, como lo recuerdan su familia y antiguos estudiantes. La valoración que dio a las ideas de los pueblos precolombinos tiene que ver con su origen. Sus padres, Tomasa González y Celestino Jemio, migraron desde Santiago de Huata, provincia cercana al lago Titicaca, a la ciudad de La Paz, donde tuvieron cinco hijos: la última fue Lucy. Creció aprendiendo español a la par del aimara, tanto en sus primeros años como cuando se fue a vivir, a los cuatro años, con sus tíos Josefina González y Humberto Villarreal. Después de la prematura muerte del señor Jemio, su esposa quedó sola al cuidado de sus hijos y creyó que su hermana, sin descendencia, podría darle una mejor crianza.

“Mi mamá lo resintió mucho. Fue para algo bueno, pero significó un golpe terrible para una niña de cuatro años (…) Pensaba que le estaban haciendo un favor y no se sentía cómoda pidiendo”, recuerda en un restaurante paceño la mayor de los tres hijos de Lucy Jemio, Dunia Ramírez. Contrapone orgullosa ese contexto adverso con los logros materiales que alcanzó su madre en vida: dejó como herencia una casa en El Alto y otra en el centro paceño. Dio frutos una carrera de investigación que rayó en lo obsesivo. El comienzo fue su tesis de licenciatura, un estudio semiótico sobre la narrativa oral aimara, centrado en el cuento Jamp’atuta (El cuento del sapo).

El enorme vacío intelectual con el que se encontró sobre la literatura en lenguas nativas la motivó a emprender la misión de rescatar lo que para ella no eran solo relatos breves, sino “intermediadores culturales de la imaginación”, que transmiten “sentimientos, valores y mentalidades comunes a muchas culturas”, como escribe en la introducción de uno de sus textos. Con cada generación de estudiantes, se encaminaba en viajes —una semana los más largos, horas los más cortos— a diferentes comunidades del país. Las primeras travesías fueron a los pueblos circundantes del lago Titicaca, luego a las culturas andinas, al occidente del país, y, finalmente, a las naciones de las llamadas tierras bajas, en el Amazonas y el bosque de la Chiquitanía.

“Llegábamos hasta la persona que sabía contar los cuentos, y muchas veces estaban ocupados, trabajando. Les ayudábamos entonces a sembrar, a pelar papa, pero nos contaban los cuentos”, rememora Jemio en una entrevista. Los narradores a veces desconfiaban de los curiosos citadinos pero, al ser interpelados en aimara por Jemio, entraban en confianza. Las grabaciones se hacían donde se encontrara al entrevistado, y las primeras fueron registradas en casetes, por lo que digitalizar y sistematizar los datos sigue siendo una ardua tarea. La titánica labor de escuchar horas y horas de relatos —no siempre registrados en las mejores condiciones— significó una entrega sacrificada.

Vida entregada al trabajo

“Era muy apasionada con lo que hacía y, por tanto, estricta y rigurosa. Tenía una meta clara”, la recuerda Carolina Uria, quien fue su estudiante y la ayudó en los últimos años a ordenar el Archivo Oral. “Pero al mismo tiempo, era muy cariñosa, amable, familiar. Siempre te cuidaba y te ofrecía todo”, continúa. Las jornadas de trabajo se extendían a veces por 12 horas. Jemio había decidido cambiar el orden de las fichas de sistematización: de poblaciones a temáticas. Es decir, las grabaciones se agrupan, por ejemplo, en aquellas que abordan leyendas del zorro, personaje común representado en textiles y cerámicas, que aparece como un ser astuto, falaz y solitario, siempre enfrentando castigo y burla.

Otro elemento común al imaginario de los pueblos de los Andes son las montañas, representadas como dioses. Jemio las llamaba “los grandes organizadores de la tradición oral andina”, jerarquizados de acuerdo a su tamaño, y protectores y proveedores de las comunidades. Mientras que los cuentos de las llamadas tierras bajas “tienen que ver con la vasta fauna y flora de esas tierras que remiten a una primera época, cuando no estaban habitadas por humanos. Los ríos, plantas y animales son los dueños y protectores”, explicaba en una entrevista.

“Sin Lucy, no habría entendido la complejidad de este país”, le atribuye Uria. Recuerda por teléfono los largos días de escuchar y ordenar el Archivo Oral, que exigía extensas horas de trabajo, por lo que Jemio había solicitado un año sabático. La entrega a su labor es una cualidad con la que todos la identifican. El sacrificio con su carrera se vio desde que realizó su tesis mientras criaba sola a su hija Dunia. “Mi padre era dirigente estudiantil en la época de la dictadura militar y se fue a Alemania como asilado político. Me mandaba casetes para que lo escuche, pero nunca envió una pensión”, cuenta Ramírez, de 45 años. Jemio se casó a los 36 años con alguien que conoció en la carrera de Literatura. De ese matrimonio, que duró 27 años, nacieron dos hijos.

“Entregó su vida al Archivo Oral. Era bien caprichosa, estaba mal de la vista y el doctor le había prohibido ver pantallas, pero seguía trabajando. También le dolían las rodillas y daba clases en el quinto piso de la facultad”, la describe su exestudiante y compañera de trabajo, Uria. Días antes de morir a causa de una insuficiencia renal, Jemio pidió que no se olviden de su trabajo, que ahora está siendo inventariado en la UMSA. El legado que deja no es solo una extensa fuente documental, sino una nueva metodología para estudiar la tradición hablada de Bolivia. Cuando desarrollaba su tesis, se percató de que las leyendas y mitos recogidos estaban todos traducidos al español, lo que, creía, tergiversaba el relato y lo alejaba de la visión del mundo de los pueblos.

Consciencia social

Además de incluir el cuento en su idioma original, Jemio anotaba el nombre de los narradores y su edad, que podían ir desde los 9 hasta los 100 años. También ofrecía un contexto para cada mito o leyenda, porque para ella reproducían los aspectos centrales de su cultura. El libro más célebre donde ofrece este análisis es Senderos y mojones. Literatura oral aimara (2007). La sensibilidad por los habitantes milenarios de Bolivia estuvo siempre acompañada de una conciencia social. Cuando fue preguntada sobre la experiencia que más le impactó en sus decenas de viajes, respondió: “La condición social en la que viven; es terrible. Hay poblaciones que viven en condiciones tan adversas, sin lo básico, que te preguntas cómo pueden”.

Antes de cada travesía al interior del país, recomendaba a sus alumnos que tuvieran cuidado con lo que iban a decir y observar. Las zonas rurales de Bolivia han estado históricamente relegadas por la ausencia de servicios como agua o luz eléctrica. Postergar su memoria colectiva a través del tiempo fue, para Jemio, una forma de redención para una población que muchos gobiernos quisieron desconocer y dejar atrás. Afirmaba en una de sus últimas entrevistas: “Nos guste o no, la realidad es que Bolivia es un país con predominancia oral. Y uno de los pueblos con mayor significado demográfico son los aimaras, así que es ineludible querer dejar en el olvido su cultura”.

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