Después de la tormenta que dejó 27 muertos en Bello: “Ante cualquier ruido, la gente piensa que viene otra avalancha”
Luego del trágico deslizamiento en la vereda Granizal, en el noroccidente de Colombia, decenas se organizan para hacer frente a los embates del cambio climático y a condiciones históricas de precariedad y abandono

La temporada de lluvias en Colombia, que desde abril ha dejado más de 100 mil familias afectadas en todo el país, se ensañó a finales de junio con Granizal, una vereda ubicada en la zona nororiental de Bello, Antioquia, y el asentamiento informal más grande de la región que alberga la segunda población de desplazados más grande del país. Allí, 25 mil personas —de origen campesino, indígena, afro, intraurbano y migración venezolana— conviven haciendo malabares contra la precariedad. Ahora, también, contra la lluvia.
El territorio, dividido en ocho sectores, amaneció el 24 de junio en emergencia a causa del deslizamiento más grande que ha sufrido el Valle de Aburrá en su historia reciente: 75 mil metros cúbicos de tierra se desprendieron en la zona de Altos 1, 2 y en el sector de Manantiales. Sobre Granizal se encuentra una gran roca llamada Dunita tectonita, que atraviesa de sur a norte varios municipios aledaños. La roca recibe toda el agua lluvia, que después se filtra al terreno a través de grietas. “Con el agravante del alta pendiente, se produjo el deslizamiento súbito del suelo, que después se convirtió en una avenida torrencial al juntarse con la quebrada Cañada Negra”, explica David Santiago Tamayo, ingeniero geólogo del Departamento Administrativo de Gestión del Riesgo de Antioquia (DAGRAN).
Ese día, a las tres de la mañana, Paola Gutiérrez (29 años) y su esposo se levantaron asustados por el estruendo. Estaba oscuro y no había energía. “Mi marido es electricista y él decía que posiblemente había sido un transformador”, cuenta ella. Pero escuchaban gente gritando a lo lejos y entonces su esposo fue a la esquina del costado izquierdo de la casa, donde vio que todo se había derrumbado. “Las casas de mis amigas desaparecieron”, añade Gutiérrez. La tierra seguía traqueando y supieron que debían evacuar. Despertaron a los niños, buscaron zapatos, cobijas, dinero, lo que alcanzaron. Y cuando estaban a punto de salir, “se vino el segundo barranco. El estruendo fue aterrador. Salimos corriendo, con los niños en brazos, todavía descalzos. En medio del llanto, nos pusimos en una parte segura, pero desde ahí podíamos ver cómo el lodo seguía bajando”. Las personas que gritaban ya no se escuchaban. El segundo deslizamiento las sepultó.
Con el paso de las horas y con la salida del sol, luego del deslizamiento, empezaron a emerger los vestigios de la tragedia. Enseres, cuadros con imágenes religiosas, juguetes, zapatos, los rastros de la vida en la parte más alta, en ese mirador del Valle de Aburrá que ahora es también, a su manera, un camposanto. “No soy capaz de mirar hacia abajo, es muy duro saber que nunca vamos a volver a ver a nuestros vecinos, a los amiguitos de nuestros niños”, dice Gutiérrez. La catástrofe dejó 27 muertos, 163 familias damnificadas y cerca de dos mil personas afectadas.

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Las autoridades establecieron la sede de Acción comunal de Altos 1 como una morgue improvisada para recibir los cuerpos recuperados. La Secretaría, de la mano del DAGRAN, determinó alerta máxima porque el terreno sigue en riesgo de nuevos desplazamientos debido a la gran cantidad de agua que sigue represada. El territorio estableció cinco albergues temporales, en los que se refugiaron más de 600 personas, entre adultos mayores, niños, mujeres embarazadas y mascotas.
Las preocupaciones de los habitantes son múltiples: se preguntan por responsabilidades, por la implicancia que tiene la oferta de viviendas temporales, por las casas vacías que aún guardan sus pertenencias, por las pérdidas humanas y las posibles demandas que aplicarían, por los saqueos y robos, por la urgencia de continuar con sus responsabilidades, pues muchos de ellos ya han sido notificados de sanciones y hasta pérdidas de los empleos debido a las ausencias durante estos días calamitosos. “El tema de viviendas de alto riesgo es un aspecto que hemos tenido siempre sobre la mesa, pero la necesidad de garantizar un lugar para vivir es más grande. Las familias retornan y pasa lo que pasa”, asegura Camila Úsuga, líder comunitaria trans y representante de víctimas del conflicto armado (que en la vereda son cerca de 16 mil).
“Yo estuve en el albergue, pero ya regresé porque los de Riesgo nos dijeron que podíamos hacerlo. Nuestra casa está a 30 metros del deslizamiento. Dormimos con mucho miedo, pero dormimos, pidiéndole a Dios que no nos pase nada”, afirma Paola Gutiérrez, afectada y madre del programa de Educación inicial en el hogar. En un primer momento, les habían dado orden de evacuación definitiva pero después les dijeron que su casa no corría peligro.
Como medidas de prevención, las autoridades instalaron unos equipos de alarmas en el terreno, cámaras, vigías y personal de Defensa Civil con megáfonos para alertar a la comunidad en caso de cualquier amenaza. Durante la operación trabajan cinco máquinas que han estado enfocadas en la recuperación de cadáveres, y en perfilar los taludes para que, en caso de presentarse otro movimiento en masa, pueda mitigarse la caída de tierra.
Como parte del manejo de la emergencia, se realizaron simulacros de pánico, que determinaron un tiempo de un minuto para evacuación en caso de una nueva alerta. A lo largo de estos días, los organismos técnicos han trabajado en pruebas piloto que permitan fraguados por presión y el drenaje de la montaña para escurrir el agua represada en la tierra.
Por su parte, la Secretaría avanza con entregas de ayudas humanitarias en forma de kits alimentarios y de noche, así como de un subsidio económico para que las familias encuentren un alojamiento temporal —por tres meses—. “Posteriormente aquellas que cumplan ciertos requisitos podrán aplicar para asignaciones de vivienda con apoyo del gobierno Departamental y Nacional”, asegura el secretario de Gestión del Riesgo del municipio de Bello, John Alexander Osorio.

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Son los primeros días de julio y un grupo de estudiantes se levanta temprano en Medellín. Desde la Facultad de Medicina, el voluntariado —esta vez multidisciplinario— de estudiantes se prepara para una jornada acompañados por el profesor Julián Vargas y la médica salubrista Marcela Ruíz. También se unieron estudiantes de otras instituciones como el Politécnico y Uniminuto. Y hay presencia de organizaciones que han acompañado a la comunidad como Un Techo para mi país y la Fundación Huellas. Todos apoyan a la comunidad de Granizal para llevar alivios en temas de medicamentos, consultas, apoyo psicológico, trabajo social, veterinarios y abogados, entre otros.
Los estudiantes recorren los sectores aledaños a la zona afectada para visitar población local. Lo hacen en compañía de las líderes comunitarias. Sus esfuerzos, titánicos, hacen la diferencia en esta zona históricamente olvidada. Una de las lideresas, Marta Álvarez Ríos —promotora de salud y experta en agroecología—, dice que la comunidad está cansada de que les hagan preguntas, llenen formularios y después las soluciones no lleguen: “Los datos se quedan ahí y no se cumplen las promesas. En este momento, con la emergencia, hay desesperanza por la falta de soluciones. Se moviliza la institucionalidad como una ola que llega y se va, y el olvido es siempre el mismo”.
Las brigadas han identificado problemas de salud ligados a las condiciones de vida. Enfermedades como diabetes, trastornos gastrointestinales en la infancia, enfermedades crónicas en adultos mayores, patologías psiquiátricas subdiagnosticadas, limitaciones para acceder a la consulta médica, dolencias respiratorias como EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica), que tienen que ver con la exposición permanente al polvo de las vías sin pavimento y al uso cotidiano de fogones de leña; y otras dolencias cardiovasculares y metabólicas que se relacionan con dietas ricas en carbohidratos y pobres en proteína animal de alta densidad.

Desde los comienzos de la configuración de la vereda, en los años noventa, los pobladores han sorteado toda suerte de dificultades. El urbanismo informal —en forma de invasiones—, la presencia de actores armados que controlan la ocupación irregular de los lotes —así como actividades económicas de variada índole—, la conexión ilegal de servicios públicos y el control del agua, entre otros, son los desafíos a los que se ha enfrentado la comunidad.
En el recorrido, uno de los estudiantes hace de farmacia ambulante, llevando consigo grandes cantidades de acetaminofén, Levotiroxina, Losartán, y más medicamentos. En cuanto al apoyo psicológico, las necesidades son también enormes teniendo en cuenta la tragedia reciente: la incertidumbre ante la ausencia de vivienda, el manejo emocional con los niños ante la calamidad, y la falta de herramientas para elaborar el duelo hacen de esta situación algo psicológicamente más difícil.
Lucero González, psicóloga de la Fundación Huellas, asegura que lo primero que se evidencia es el trauma: “Ante cualquier ruido, la gente piensa que viene otra avalancha. Lo más urgente es mitigar ese impacto. Creo que todos están afectados, desde los líderes y los que están apoyando las labores de rescate, hasta los damnificados y familiares de las víctimas. Es importante que las personas sepan que pueden y necesitan desahogarse, y reconocer que ocurrió una tragedia. Aceptar que todos están aporreados y que las decisiones deben tomarse desde la perspectiva de la vida por encima de todo”.
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Después de la avalancha, la misma gente de la comunidad, con pala y azadón, se fue a buscar a sus vecinos. Padres rasgando la tierra en busca de sus hijos, todos avocados a rescatar a los heridos, a las mascotas, a cualquier rastro de vida que devolviera un poco de esperanza. “Le damos gracias a Dios porque estamos bien, pero no dejamos de pensar en los que se fueron. En la última vez que los vimos vivos, en los últimos días que estuvieron con nosotros”, cuenta Paola Gutiérrez. Una de sus amigas llevaba un año sin visitar a los papás, y justamente ese fin de semana fue a verlos. “Una compañerita de colegio de mi niño alcanzó a mandarle un mensaje de despedida a sus hermanitos, que estaban en un internado. Uno no deja de preguntarse por qué, en el destino que hizo que les tocara irse tan pronto. Es muy triste”, dice Gutiérrez.
La vereda, de caminos y escaleras de tierra, conectada por mangueras irregulares de agua que atraviesan como venas todo el territorio, es un verdadero laboratorio social de convivencia entre pueblos distintos. Con el tiempo lograron construir placas polideportivas, salones de acción comunal, piscinas recreativas y comedores. Ahora Granizal tiene que reconstruirse a pesar de la pena. Isamar Mena, líder comunitaria de Altos 1 y auxiliar pedagógica del programa de Educación inicial en el hogar, lo dice así: “Familias enteras, niños, no alcanzamos a dimensionar la pérdida. Tantas casas y ahora solo es barro”.
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