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El mercado negro de las armas en Colombia elude el radar del Ministerio de Defensa

La pistola con la que un sicario atentó contra el senador Miguel Uribe fue adquirida legalmente en Arizona, pero su ingreso al país refleja la falta de control sobre la venta y tráfico, sumada a la débil vigilancia de las empresas de seguridad privada y la opacidad en la expedición de salvoconductos

Armas incautadas cuelgan en una bodega de la sede de la Policía Metropolitana en Bogotá, Colombia.
Camilo Sánchez

Como un virus invisible, el mercado negro de armas en Colombia se agiganta sin apenas pasar por el radar del Ministerio de Defensa. Pocos delitos han sido tan efectivos a la hora de eludir el debate en el país. El reclamo de estudiosos y sectores académicos para mejorar la situación se ha quedado corto ante la potencia de una economía sórdida. Allí se mezclan la desatención política, el oscurantismo en sectores de las fuerzas militares y de policía y la falta de información. ¿Cómo terminó un arma austriaca Glock, comprada en Arizona, con munición israelí modificada, en manos del joven sicario que atentó contra el senador Miguel Uribe Turbay en Bogotá?

Uno de los grandes líos a resolver es el de las alianzas de oficiales y policías que revenden armas de fuego a grupos criminales. Un tándem al que se suma una tercera vía de corrupción: las empresas de seguridad privada. La policía desmanteló este mes una suerte de sociedad fachada de servicios de vigilancia que, en varias ciudades, alquilaba armamento con salvoconductos y certificaba de manera fraudulenta a matones de bandas mafiosas. Esta oleada de sucesos ha empujado al Ministerio de Defensa a anunciar la activación de nuevos controles al armamento que utilizan estos negocios.

Lo cierto es que desde la Constitución del 91 se estableció un modelo restrictivo: solo el Estado puede gestionar la importación, fabricación, comercialización y porte de armas. Dos años más tarde se creó la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, adscrita al Ministerio de Defensa, con el fin de ejercer control sobre el mercado privado. Hoy su papel está en entredicho. La corrosión del tráfico ha rebasado sus funciones. Y aunque no hay datos actualizados, las últimas estimaciones apuntaban que en 2017 había alrededor de 4.264.790 armas ilegales en manos de civiles en Colombia, de acuerdo con un trabajo publicado por la Fundación Ideas para la Paz (FiP) en 2020.

Personas marchan por la salud del candidato Miguel Uribe, en Cali, Colombia.

Para ese entonces, las Fuerzas Militares sumaban unas 350.689 armas de fuego, según el mismo informe, que se apoyó en datos del proyecto independiente Small Arms Survey. Una asimetría alarmante. Llegados a este punto habría que recordar que Colombia ocupó en 2024 el decimoctavo lugar en el escalafón de países con la mayor tasa de homicidios, según el portal Statista. El año pasado el promedio fue de 25,4 asesinatos por cada 100.000 habitantes. De ellos, el 75% fueron cometidos con armas de fuego. Una cifra más: 6 de las 50 ciudades más violentas del mundo son colombianas.

¿De dónde sale el armamento? Para Manuela Suárez, investigadora de mercados ilegales, el punto de partida se debe centrar en el hecho de que el control de armas esté unificado en un solo organismo: “Las Fuerzas Militares centralizan la fabricación, a través de Indumil. También vigilan el comercio. Expiden los permisos de tenencia temporal a los civiles, monopolizan su utilización, son los únicos autorizados de destruir las armas. ¿Quién le hace control a ese actor tan poderoso de todos los eslabones de la cadena? Nadie”.

El Ministerio de Defensa tiene un Departamento de Control de Armas y Municiones que los expertos califican de “opaco” e históricamente poco dado a rendir cuentas. Trabajos de centros de pensamiento como la FIP señalan que las primeras acciones para combatir el descontrol armamentista estarían en depurar y hacer más transparente la labor de esa dependencia del Ejército. Las cifras con el número de armas autorizadas en manos de particulares deberían estar disponibles, aseguran. Sería una forma de empezar a desenmascarar la magnitud del problema.

“Sería clave que nos contaran cuántas armas tienen salvoconducto de porte, y cuántas de tenencia. Es decir, cuántas están autorizadas para ser guardadas en las casas, y cuántas pueden salir a la calle”, detalla un analista independiente que pidió permanecer bajo condición de anonimato. Siendo Colombia un Estado con notables limitaciones para garantizar la seguridad de sus ciudadanos, opina la fuente, resulta urgente conocer los datos sobre el arsenal que se pierde o es robado a la fuerza pública: “La conversación no se puede centrar solo en el armamento. Las toneladas de munición que ingresan al mercado negro tiene que ser muy alta. Para mantener el nivel de confrontación de los grupos armados, pero también en las ciudades donde los delincuentes la utilizan”.

Esta situación es motivo de queja frecuente por parte de los analistas. El país, repiten, se ha convertido en un creciente coladero teñido de sangre. Además, carece de datos para discutirlo en la esfera pública. Un informe del Ejército citado por el diario El Espectador indica que 6 de cada 10 armas incautadas por las autoridades desde 2021 fueron adquiridas en Estados Unidos. El documento detalla que el 80% del total que ingresa al país procede de mercados ilegales. Y que naciones de Centro América, como República Dominicana, son una escala habitual en esta ruta del delito.

Otro punto muy discutido es la opacidad en el universo de las empresas de vigilancia. En Colombia, al igual que en gran parte de América Latina, se ha normalizado delegar un pedazo de la seguridad ciudadana a manos de compañías privadas. Los datos sugieren que hay entre 280.000 y 400.000 celadores privados (el Ejército de Colombia cuenta con 223.150 efectivos). Un campo lucrativo allanado para las firmas de garaje y las prácticas más borrosas: “Es una caja negra. La Superintendencia de Vigilancia es un ente sin peso regulatorio. Te encuentras cooperativas informales con personal sin formación. Es un sector que tiene un régimen de contratación especial y no hay ningún contrapeso político o de monitoreo serio a su cadena económica”, explica Suárez.

Un último eslabón en este rompecabezas es la inacción o el colapso judicial. Lo dice la fuente que ha pedido no citar su nombre: “La acción se centra en la sanción en contra de los delincuentes a los que se captura en flagrancia con un arma ilegal. Pero ese es solo un maquillaje para decir que no hay impunidad”. Una paradoja, concluye, en un país donde los requisitos para tener un salvoconducto son bastante estrictos. “Cada dos años hay que hacer un examen y adelantar mil pruebas a fin de actualizarlo. Entonces uno se pregunta, por qué no hay un sistema inteligente de control en paralelo. La corrupción al interior del Estado se concreta en un mundo criminal muy anárquico”.

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Sobre la firma

Camilo Sánchez
Es periodista especializado en economía en la oficina de EL PAÍS en Bogotá.
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