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Afrodescendientes
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El hilo invisible que nos ata a las mujeres de Afroamérica

En Salvador de Bahía, mi mamá camina como si estuviera recogiendo pasos de otras vidas. No habla portugués, pero cuando llegamos al salón de la Negra Jhô, se sienta en silencio, observa y asiente. Entiende el lenguaje de las manos que trenzan. Ella también es peluquera. Ella también es madre. Ella también es negra

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Cuando le digo adónde vamos, mi mamá abre los ojos como quien mira por primera vez. La sonrisa inmensa le cruza la cara y los puños extendidos hacia arriba completan el acto de la felicidad. Si escarbo en mis recuerdos, siempre aparece hipnotizada frente a la televisión, con la mirada clavada en las telenovelas protagonizadas por divas blancas, de ojos azules, rubísimas, y donde las mujeres que se parecían a ella, a mí, a mi abuela, eran —muchas veces— violentadas, silenciadas. Vivía esas tramas como si estuviera descifrando una clave secreta. No sé por qué, pero siempre quiso conocer Brasil.

Es julio de 2024 y caminamos juntas por Pelourinho como quien recorre un caleidoscopio. Mucha de la historia negra del continente americano nació aquí, en San Salvador de Bahía de Todos los Santos, la primera capital de Brasil, el último país del continente en abolir la esclavitud en 1888. No han pasado ni 150 años. Este número ayuda a entender por qué hoy, aunque el 55% de la población es preta (negra) o parda, en ella se concentran los más pobres, los presos, los asesinados, los que deben escoger entre la escuela y el trabajo.

A mi mamá todo esto se le hace conocido. En Ecuador, uno de los países más violentos del continente, el hambre y la violencia se ensañan con los negros. Supongo que, por eso, en Salvador, camina como si estuviera recogiendo pasos de otras vidas. Y aunque no habla portugués, cuando llegamos al salón de Valdemira Telma, más conocida como la Negra Jhô, se sienta en silencio, observa y asiente. Entiende el lenguaje de las manos que trenzan. Ella también es peluquera. Ella también es madre. Ella también es negra.

Valdemira reina desde el corazón de Salvador de Bahía y su castillo no es un lugar cualquiera. Es una peluquería donde, entre champús, peinillas y vinchas de colores, se abre una grieta en el tiempo. Un umbral donde las cicatrices se maquillan con escarcha dorada. Y donde las mujeres negras recuperan algo que durante siglos les fue negado: mirarse al espejo con orgullo.

“Modelamos, creamos y recreamos historias en el cabello. Somos maestras de la cultura ancestral. Nuestras ancestras limpiaron el camino para que estemos aquí, y ahora nosotras lo limpiamos, lo pulimos y lo perfumamos para que esta estética no se detenga”, nos explica. Al escucharla, puedo sentir, o mi cuerpo me recuerda, que a las niñas negras la fuerza no nos llega necesariamente como virtud, sino como mecanismo de supervivencia.

Así como la Negra Jhô, desde muy pequeña, mi mamá sabía que sufriría. Lo supo mientras crecía en las entrañas de la Isla Piedad, un pedazo de tierra olvidado en la ribera del río Esmeraldas, la provincia más negra de Ecuador, en la mitad del mundo. Como suele suceder en los territorios marginados, falta plata, pero sobra espíritu para celebrar la libertad que heredaron de quienes llegaron antes, sobreviviendo a naufragios y cadenas. “Éramos pobres, pero nunca esclavos”, me dice. Y estas palabras abren una trocha entre este palenque del Atlántico y el nuestro, en el Pacífico.

¿Qué tiene Salvador que le resulta tan familiar? Hay algo en las voces que hablan fuerte, en el olor espeso a dêndê, a aceite de palma, en el sabor de la cerveza, el coco, el mar, la sal que oxida, la ruda que limpia, la macumba, algo en este ambiente que la llama como si hubiera estado aquí antes. Las mujeres de esta ciudad, las bahianas —las que cocinan, las que trenzan, las curanderas, las que cantan, las que rezan, las que cuidan— le recuerdan a las mujeres que la criaron. La misma forma de sostener al mundo.

Salvador se levanta sobre la espalda de una mujer. En la plaza Cairu, la escultura negra de María Felipa de Oliveira vigila el mar turquesa que cubre la bahía. En 1822, ella, al frente de un grupo de mujeres prietas, ordenó quemar más de cuarenta embarcaciones portuguesas mientras Brasil peleaba por su independencia. Por años se la consideró un mito y hace menos de una década, investigadores confirmaron que no era leyenda, pero su existencia había quedado fuera de la versión oficial.

La representación de María Felipa se orienta en dirección contraria a la ciudad alta, donde viven los ricos y los herederos de los privilegios del pasado colonial. Salvador es el reducto de la élite blanca más antigua y pequeña del país, que representa el 17% de la población. Son una minoría, pero cuando se trata de ingresos, ganan —en promedio— siete veces más que la población negra. Esa desigualdad también condiciona la posibilidad de sobrevivir. En la capital afro del continente, agentes del Estado amenazan y asesinan cuerpos negros, como lo hacían los ‘capitães do mato’ en la época de la esclavitud. Desde el pedestal de María Felipa se ven los límites de esa fractura: el mar enfrente, los edificios de lujo al costado, las barcas de pescadores detrás.

No importa cuál sea el paisaje; las mujeres ensamblan las piezas. Amanecen antes que el sol, lavan, cocinan, venden, curan y guían a propios y extraños. La negra Jhô es una de ellas. En cada cabeza que peina, dibuja un mapa en el que el cabello es símbolo de pertenencia e identidad, igual que lo hicieron sus ancestras, cuando trenzaban rutas hacia la libertad. Para miles de mujeres negras, las trenzas son mucho más que un peinado. Son una expresión cultural y, hoy, una fuente esencial de ingresos. En Brasil, como en el resto de América Latina, las trencistas —en su mayoría mujeres negras que atienden a otras mujeres negras— han ejercido este oficio durante generaciones sin reconocimiento formal. Eso cambió el 27 de noviembre de 2025, cuando el gobierno federal de Brasil reconoció la actividad de trenzar cabello, incorporándola a la Clasificación Brasileña de Ocupaciones (CBO).

Mientras observo a Valdemira trabajar, concentrada en sus tejidos, vuelvo la vista hacia mi mamá y le pregunto si hubiese querido aplicar esos saberes. Ella también sabe trenzar; aunque cuando estudió peluquería, en los noventa, no les enseñaban a tratar el pelo rizado, sino a alisarlo. Mi mamá todavía se alisa porque sigue sin sentirse cómoda al natural. Cuando empezó a hacerlo, de adolescente, usaba un ácido para destapar cañerías mezclado con pasta de dientes. Me cuesta creerlo, pero sé que es cierto porque la historia de los alisantes es parte del dolor que históricamente cargan los cuerpos negros. Tal vez por eso esquiva las manos de Valdemira, que insiste en cambiarle el look.

Cuando llega la hora de despedirnos, la Negra Jhô nos bendice con la autoridad que le confiere el ser una Idagan, una sacerdotisa del candomblé, la religión de matriz africana que se vive en El Salvador. “Prazer, meu amor!”, grita desde la ventana. Su voz me confirma que esta visita es solo el inicio de una historia que me atraviesa y cruza el continente. Hay un hilo invisible que une las manos de Valdemira con las de mi mamá, y las de mi mamá con las de mi abuela, y las de mi abuela con las de otras mujeres cuyas historias no se han escrito, pero que, sin saberlo, tejen una red que sostiene las orillas de América, de nuestra Afroamérica.

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Sobre la firma

Desirée Yépez
Es periodista, autora y verificadora de datos ecuatoriana. Ex becaria JSK en la Universidad de Stanford. 
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