El sueño político de los descendientes africanos en América
En los 2000, un grupo de afrocolombianos luchó en Washington para que los negros llegaran al Gobierno de su país. Ahora, los colectivos de mujeres negras marcan el camino de la inclusión política. Tras siglos borradas de la historia, quieren que su presencia signifique mejoras para los históricamente excluidos

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Han pasado más de tres años —que a veces se sienten como siglos—, pero cuando el pasado 7 de agosto de 2022 Francia Márquez tomó posesión en la Plaza Bolívar de Bogotá como vicepresidenta de Colombia, América Latina estaba grabando en el libro de su historia un momento clave en la lucha por la inclusión. Por primera vez en más de 500 años, desde que fueron traídos a la fuerza los primeros barcos con los millones de africanos que fueron esclavizados en América, una de sus descendientes alcanzaba una cima política en un país donde se estima que más del 20% de la población es afro. Ataviada con un vestido de tejido wax de estampados azules y naranjas de un diseñador del Pacífico, y unos pendientes dorados con la silueta del mapa de Colombia, la lideresa medioambiental y social que hizo campaña en nombre de los nadies, los históricamente excluidos, juró su cargo ante Dios, el pueblo y sus ancestros. “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, proclamó, y la plaza la ovacionó.
Fue una investidura cargada de símbolos que toma aún más valor histórico si se piensa que, solo 18 años antes, ese país había tenido a la primera persona afrodescendiente en el alto Gobierno. En 2007, con solo 28 años, Paula Moreno fue nombrada ministra de Cultura. Cuando tres años después, aquella joven dejó el ministerio, pensó que quizás jamás en su vida volvería a ver a alguien como ella en un puesto como ese. Por eso, el día que Márquez juró su cargo a la vicepresidencia como la mujer con más apoyos en la historia de Colombia, sintió mucha esperanza. “Sin duda, las comunidades étnicas se movilizaron, pero la mayoría de votos eran del resto del país, y eso muestra un cambio de conciencia, una apertura que creo que no soñé ver”, dice Moreno en entrevista con América Futura. “No me imaginaba, que, en un país tan clasista, tan racista, tan cerrado, haya un nivel de conciencia en muchos jóvenes, muchas mujeres, mucha gente jugada. Me conmovió sin duda”.

Antes que Moreno y Márquez, cuando el territorio que hoy es Colombia era la Confederación Granadina, un afrodescendiente, Juan José Nieto Gil, fue su presidente. Era 1861, diez años después de que se aboliera la esclavitud. Pero su legado fue ocultado durante más de 150 años hasta que, en 2018, Juan Manuel Santos incluyó un retrato suyo en la galería presidencial de la Casa de Nariño. Borrar el legado de los descendientes africanos de la historia política latinoamericana es común. Sucedió en México con Vicente Guerrero, uno de los héroes de su Independencia y figura clave en la abolición de la esclavitud, pero cuya imagen fue tradicionalmente blanqueada, o en Argentina con María Remedios del Valle, capitana del ejército de Belgrano, considerada la “madre de la patria”, cuya figura ha sido reivindicada en los últimos años. Además, en los colegios de la región, apenas se estudia el rol clave que han tenido los afrodescendientes en la historia de Latinoamérica, como en las guerras de independencia. “Es posible afirmar que fueron los cimarrones quienes, al minar el poder colonial desde sus cimientos, marcaron la ruta de la libertad americana”, escribe la africanista mexicana Luz Martínez Montiel en su libro La ruta del esclavo. “El caso de Haití, primer territorio libre de América, confirma que la idea de la libertad fue la herencia más preciada de los esclavos africanos”.
Doscientos años después de las independencias, no existe una recopilación de datos regionales sobre cuántos afrodescendientes han estado en los altos Gobiernos de América Latina y el Caribe. Pero, teniendo en cuenta que cerca del 25% de la población del continente se identifica como tal, parece claro que la deuda es enorme. Colombia, con Francia Márquez como vicepresidenta, se ha erigido en los últimos años como referente de la inclusión política de los afrodescendientes. Además, hay un movimiento de mujeres negras, entre las que destacan la ex vicepresidenta costarricense Epsy Campbell, o la actual ministra de Igualdad de Brasil, Anielle Franco, hermana de la concejala asesinada Marielle Franco, que entienden el liderazgo como una acción colectiva y que están tejiendo unas poderosas redes regionales para asegurarse de que los cambios sean estructurales y no dejen a nadie atrás.
Los afrocolombianos del Capitolio
En Estados Unidos, se dice que, para que Barack Obama pudiera correr —el verbo que se usa en inglés para presentarse a un puesto público—, Martin Luther King tuvo que marchar y, antes de eso, Rosa Parks tuvo que sentarse —en la zona del autobús que, en la era de la segregación racial, estaba reservada para los blancos. Como la lucha estadounidense por los derechos civiles, la de la inclusión política de los afrodescendientes en América Latina y el Caribe también se está fraguando a golpe de las pequeñas y grandes acciones de muchos. Una de ellas es la de un grupo de afrocolombianos que, a principios de este siglo, viajó a Washington, y se alió con el caucus negro del Congreso para presionar al presidente Álvaro Uribe cuando negociaba el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos para que pusiera a negros en su Gobierno.
“Queríamos aumentar la visibilidad de los hombres y mujeres de raza negra en Colombia con un efecto que llamábamos la estrategia pivote: hacer complaint [reclamos] en Washington para que Bogotá reaccione”, recuerda Óscar Gamboa, uno de los afrocolombianos que recorrió los pasillos del Capitolio buscando aliados para su causa. Nacido en Buenaventura, en el Pacífico colombiano, hace 63 años, este licenciado en Farmacia e Ingeniería Industrial conoció el racismo y la discriminación de primera mano en Cali —la segunda ciudad de América Latina con más población afro— cuando el gerente de la empresa en la que trabajaba le negó un ascenso por el color de su piel. Esa experiencia le llevó a dejar el sector privado y emprender lo que llama una “lucha democrática por la inclusión”.

Gamboa recuerda la primera vez que llegó a Washington en el año 2000 con su amigo Luis Gilberto Murillo, en aquella época un joven político en ascenso que había gobernado brevemente el departamento del Chocó. Sin apenas hablar inglés, fueron a tocar puertas al Capitolio: “Le preguntamos a un policía cómo hacíamos para hablar con un congresista, y nos preguntó si teníamos cita. Nosotros, inocentemente, dijimos que no. Y recuerdo que nos dijo: ‘You’re crazy!, ¡Están locos! Si no están agendados, no van a tener posibilidad”. Después, les entregó un directorio de los representantes y les sugirió buscar los despachos de los afroamericanos que trabajaban temas afines a sus intereses.
Así, llegaron a la oficina de la congresista demócrata de Georgia Cynthia McKinney, que les prometió “un par de minutos”, pero les acabó dedicando más de 15 al conocer su origen. “Ella no tenía idea que en Colombia había gente negra. Y eso la puso muy feliz. Nos preguntó: dónde viven, cuántos son, cómo viven y así empezamos una serie de relaciones con las que fuimos adquiriendo una experiencia impresionante”, recuerda Gamboa, quien por entonces era director ejecutivo de la Federación de Municipios del Pacífico. Poco a poco, él y Murillo fueron sumando aliados: desde compatriotas ya asentados en la capital estadounidense, como Cristina Espinel o Robert Asprilla, quien les prestaba su viejo carro para desplazarse, al entonces embajador colombiano Luis Alberto Moreno, con quien acordaron trabajar por la inclusión. En aquellos años, hubo otros colombianos que trabajaron desde otros frentes, como Pastor Murillo, que abrió caminos en la ONU, Marino Córdoba, que cabildeó con los congresistas en sus distritos, y otros más que trabajaban con organizaciones civiles.
Fue un cabildeo que duró años. Empezó con Andrés Pastrana en el poder en Colombia, y siguió cuando Álvaro Uribe llegó al Palacio de Nariño en 2002, con el objetivo de firmar un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, un hito que sería clave para su causa. Cada vez más cómodos en el Congreso, la lista de miembros del Black Caucus que se solidarizaban con Gamboa y Murillo se iba haciendo más larga: Jessie Jackson Jr., Sheyla Jackson Lee, John Conyers Jr., Mike Honda o Gregory Meeks. Una vez que visitaron sus territorios en Colombia y conocieron cómo vivían, no hubo marcha atrás.
Uno de los primeros en hacerlo fue Meeks, quien en 2005 viajó al Pacífico colombiano, una región rica en recursos y donde se concentra buena parte de la población afrodescendiente, pero con los niveles de pobreza más altos del país. Entonces, el demócrata de Nueva York se comprometió a hablar con sus colegas en el Congreso para que la ayuda exterior de Estados Unidos incluyera fondos para esas comunidades.

Tras su viaje a Buenaventura, Tumaco y Quibdó, Meeks lamentó que, a pesar del influyente papel que habían desempeñado en el desarrollo nacional, los afrocolombianos permanecían “marginados de la cultura, la economía y la política colombianas” en las regiones más conflictivas, “atrapados entre el Estado, los paramilitares y la guerrilla”. Además, aseguró que Uribe se había comprometido a crear un comité para “aumentar la representación de los afrocolombianos en la vida pública”, inspirado en el que creó Harry Truman en EE UU en 1946 para los afroamericanos.
Dos años después, cuando el también demócrata de Nueva York Charles Rangel se convirtió en presidente de la poderosa comisión de Medios y Arbitrios, que redacta las leyes tributarias, Gamboa y Murillo lo abordaron. “Le dijimos que acá en Colombia no había ministros, generales, magistrados de raza negra, que éramos invisibles”, recuerda Gamboa. “Lo que supimos fue que, cuando el presidente Uribe hizo lobby con él por el TLC, dijo: Bueno, hay que poner más de afros en puestos de poder en Colombia”.
Una ministra con una “misión histórica”
Así, en diciembre de 2006, el bogotano Luis Alberto Moore se convirtió en el primer general de la policía afro de la historia del país. Y, unos meses después, el 1 de junio de 2007, Paula Moreno, una ingeniera industrial y diplomada en lengua y cultura italianas que había estudiado en Europa y que no pertenecía a las élites tradicionales, fue la primera ministra afrodescendiente de Colombia. Nacida en Bogotá en una familia de mujeres fuertes que priorizaron su educación, Moreno creció viajando cada año a sus orígenes en Santander de Quilichao, en el departamento del Cauca. Como profesional, también había visitado el Pacífico y había visto la desigualdad estructural que afectaba a los afrocolombianos. Por eso, cuando juró su cargo como ministra, lo hizo consciente de su misión histórica como mujer negra.

En su libro El poder de lo invisible. Memorias de solidaridad, humanidad y resistencia, Moreno recuerda que su nombramiento generó en Colombia, entonces el tercer país de América con más descendientes de africanos esclavizados después de Brasil y Estados Unidos, “una reivindicación colectiva”, que se celebró más allá de sus fronteras. Ella lo hizo, entre otros, con los congresistas estadounidenses que habían abogado porque alguien como ella llegara al Gobierno, y también con su homólogo brasileño, Gilberto Gil, a quien define como una inspiración para su gestión.
“La diáspora africana es un poder y una fuerza de solidaridad global. Somos más de 1350 millones de personas entre los africanos y descendientes que hemos mantenido por siglos ese cordón umbilical con una negritud que define, sin importar el lugar, nuestro ser en el mundo. África y su descendencia vivían en mí y en la realidad de los más de 10 millones de afrocolombianos o los más de 150 millones de afrolatinos”, reflexiona Moreno en sus memorias. “Esa conciencia colectiva proveniente del África iba con nosotros a donde fuéramos, así no supiéramos en qué lugar específico del continente estaba nuestro origen. Sin duda, yo era resultado de esa hermandad”.
Sentada en las oficinas de la sede de Manos Visibles, la organización que creó tras dejar el Gobierno, Moreno dice que su gestión fue una demostración del “poder de los jóvenes, la diversidad y la cultura”, algo que sigue cultivando desde su fundación con la que ya ha formado a cerca de 30.000 líderes negros e indígenas, una “apuesta de servicio” para contribuir a que la sociedad sea mejor. “Yo no quería ser la única mujer negra en espacios de poder, sino ayudar a que existiera una masa crítica de liderazgos de las periferias del país con la mejor formación, el acompañamiento y las conexiones estratégicas para ser los protagonistas de la agenda de cambio, para construir unas mejores condiciones de vida no solo para, sino con y desde las comunidades excluidas”, escribe en su libro. Acorde con la filosofía panafricana Ubuntu, que antepone el colectivo sobre el individuo, Moreno declinó ofertas para seguir en política y apostó por este proyecto con el que busca cambios estructurales que abran espacios a los históricamente olvidados.
Esa misma filosofía es la que llevó a la brasileña Anielle Franco —nombrada en 2023 ministra de Igualdad de Brasil— a acompañar la candidatura de Francia Márquez y celebrar su victoria en 2022. “Mataron a Mari [Marielle Franco] de cinco tiros en la cabeza y yo creía mucho en ella y en la política que estaba haciendo y me sentía huérfana y muy triste, sentía como si me hubieran matado un poco a mí”, recuerda sobre el asesinato de su hermana cuando era concejala de Río de Janeiro. “Pocos años después, vino Francia con una frase que me marcó que era: ‘El pueblo no se rinde, carajo’. Entonces nos articulamos con otras activistas negras para venir a hacer campaña con ella”, cuenta Franco, que, junto con otras mujeres, transformó su rabia en lucha y acción política. “Francia significaba un mar de renovación. Significaba que estábamos vivas incluso cuando habían matado a una de nuestras líderes”.

Para la costarricense Epsy Campbell, la primera vicepresidenta negra de América Latina (2018-2022), la elección de Márquez simbolizó que el liderazgo de las mujeres negras se empezaba a normalizar. “Es muy fuerte que hasta 2018 América Latina haya elegido a una vicepresidenta negra en una región que tiene 200 millones de personas afrodescendientes y donde los espacios de poder siguen siendo excepcionalmente para personas afrodescendientes aún en países como Brasil donde la mayoría de la población es afro. Los únicos lugares donde uno puede normalizar inevitablemente a los afrodescendientes es en el Caribe, donde el 90% o el 95% de la población es negra. Realmente estábamos muy lejos de una democracia representativa”, reflexiona la economista costarricense. “Somos tratados como visitantes después de que no sé cuántos años de historia y de construir los países”.
Cuando Campbell fue electa, unas amigas le contaron que, en el departamento colombiano del Chocó, mucha gente salió a la calle a celebrar. Y aunque al principio le sorprendió, pronto comprendió que tenía que ver con lo que esa imagen significaba en la historia de exclusión que comparten los afrodescendientes latinoamericanos. “Yo podría haber sido afrocolombiana, podría haber sido brasileña, depende de dónde era el parto después de ser secuestradas y capturadas las personas que me antecedieron”, sostiene. “La lógica de que pertenecemos a algo más grande, para mí, siempre ha sido una cosa muy presente”. Esa raíz es la que une con fuerza a las redes de mujeres afro que se expanden en el continente y que se protegen de la violencia política que, coinciden las entrevistadas, les afecta especialmente a ellas.

En El Poder de lo invisible, Paula Moreno dice que la historia de Colombia se escribió más con borrador que con lápiz, omitiendo los relatos de un “país indio, negro, campesino, femenino, con fuerza y autonomía regionales”. Es una máxima que bien podría extenderse al resto de países del continente. Pero casos como los de Epsy Campbell, Anielle y Marielle Franco, Francia Márquez o los afrocolombianos que cabildearon en el Capitolio nos recuerdan que, pese a que los enormes desafíos que prevalecen en las comunidades afrodescendientes de América Latina y el Caribe, en todos los rincones del continente hay líderes y lideresas afilando sus lápices para reescribir la historia.
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