Ir al contenido
_
_
_
_

Miedo en “la parada”: los pocos jornaleros migrantes que siguen buscando empleo en el estacionamiento de un Home Depot

Es sabido que a las afueras de estas tiendas siempre ha habido mano de obra barata y extranjera. Ahora, varias redadas de inmigración en estos comercios a lo largo del país están ahuyentando a los trabajadores

1 de julio de 2025.
Carla Gloria Colomé

Juan Carlos ni siquiera lo sospecha, pero el letrero de su camiseta naranja dice “We built this city”, o lo que es lo mismo, que la gente como él ha levantado las 6.300 millas (más de 10.000 kilómetros) entre calles y autopistas, los más de 300 rascacielos, los casi 800 puentes y túneles o el millón de edificios que pueblan la ciudad de Nueva York. Está en el barrio de Woodside, en Queens, sentado en un contenedor a la entrada de Home Depot, el gigante minorista de bricolaje diseñado para que construyas un sueño en un día —un jardín que nazca florecido, o el patio trasero de la casa listo para Thanksgiving. Es la empresa que vendió el año pasado casi 15 mil millones de dólares en clavos, martillos, baldosas, madera o cemento, en sus más de dos mil sucursales, y donde ahora está Juan Carlos, esperando, bajo este sol bárbaro de julio.

Alza la mano derecha, y con el gesto lo dice todo: busca trabajo. Sabe pintar. Sabe poner losas de piso. Podría levantar una pared. Tiene 52 años y toda la fuerza heredada de una alimentación que su madre en Ecuador garantizó a base de semillas y legumbres. “Fue a puro grano, y eso me hizo fuerte”, asegura.

Sobre las siete de la mañana un auto se aproxima a Home Depot, él le hace señas, el dueño le pregunta si sabe pintar y él dice que sí. Tiene una mochila equipada con brocha, espátula y rodillo. Son más de 30 años trabajando en el sector de la construcción. En Quito hacía lo mismo, se paraba en los alrededores de la Granados Plaza con otros plomeros, electricistas, pintores o ceramistas hasta que alguien se ofreciera a llevárselo. En Nueva York el trámite no es muy distinto. Esta mañana se subió al carro, llegó a la casa, pintó paredes y techo, y por seis horas de trabajo el dueño le ofreció 150 dólares. Juan Carlos le dijo que no, que 200. El dueño aceptó.

Puede decir que hoy fue un buen día, no tanto como aquel en que por una mudanza de seis horas ganó 300 dólares, pero sí mejor que el día en que por cinco horas de trabajo le dieron solo 100. Juan Carlos se siente agradecido. “Esta parada me ha dado de comer, me ha dado el sustento”, dice.

Su hermano, que lleva indocumentado en la ciudad 25 años, lo trajo por primera vez a “la parada” hace diez meses, justo una semana después de que entrara a Estados Unidos con su esposa y dos de sus cinco hijas a través de la aplicación CBP One, que entre enero de 2023 y diciembre de 2024 abrió las puertas del país a casi un millón de personas. En su primer día en la Casa Blanca, Donald Trump eliminó el programa y luego revocó los permisos de residencia y trabajo a sus beneficiarios, entre ellos Juan Carlos.

1 de julio de 2025.

Su plan es el siguiente: si puede, trabajará duro unos nueve años más y se volverá a Ecuador, el lugar del que realmente nunca quiso salir. “Nunca pensé emigrar, tengo mi casa, tengo a mis hijas, pero la cosa se puso dura, la delincuencia, los malos gobiernos, el salario”. Mientras tanto seguirá de siete de la mañana a siete de la noche a las afueras de Home Depot, luego regresará al departamento que renta por 1.500 dólares en Green Point, Brooklyn, con la familia y, cuando se pueda, cuando haya más dinero, se irá a pasear, como el día en que conoció “el lugar de las pantallas”, Times Square.

Lo dice mientras vigila cada uno de los autos o camionetas que entran en caravana al estacionamiento de Home Depot, y a las que les alza la mano. Luego del trabajo que hizo en la mañana, regresó al lugar a ver si corre con la suerte de que algún otro contratista o dueño se lo lleve otra vez.

Pasadas las tres de la tarde, en “la parada” hay pocos jornaleros: él y acaso tres más. El resto, unos 10, se fue hace un rato. Hubo un tiempo en que eran muchos, y tenían que practicar el lenguaje de la selva: correr todos hacia el primer auto que se detuviera o cuyo dueño levantara la mano, negociar un precio, ser rápidos como nadie para subir al camión. Pero ahora la gente tiene miedo: el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE son sus aterradoras siglas en inglés) está en todos lados. Está a las afueras de las escuelas, de los centros de trabajo, de las cortes de inmigración, y está merodeando también los Home Depot del país, conscientes de que es el lugar al que va la gente que no puede agenciarse otro trabajo, la gente que cobra en negro: el inmigrante.

Las recientes protestas masivas en Los Ángeles estallaron, precisamente, porque los oficiales del ICE desembarcaron enmascarados en un Home Depot y cargaron con unos 40 jornaleros.

Aun así, Juan Carlos, católico hasta los huesos, dice que no tiene miedo. “Solo a Dios. Ni a Trump, ni a Daniel Noboa. Si viene ICE y me coge, me iré con la frente bien en alto, no he venido a hacer el mal a este país, sino a ganarme mi comida, mi sustento con mi sudor, y ahí me iré tranquilo si es que Dios así lo quiere”.

“Escasez de mano de obra” en la industria de las construcción

Sandra Alvarado llegó sobre las seis de la mañana al Home Depot ubicado en Mill Basin, un barrio residencial al sureste de Brooklyn de casas bajas. Hubo un tiempo, cuando vino de Ecuador hace dos años, en el que Sandra durmió casi todas las noches en los asientos del tren F, en el que su sueño duraba todas las vueltas desde Jamaica a Coney Island que cabían en el espacio de una madrugada. Hasta que se enteró de “la parada” de Home Depot.

1 de julio de 2025.

Lleva puesto un pullover de manga larga que la cubre del sol, pantalón, botas de trabajo y un sombrero. Hay quien se pone gafas oscuras, hay quien nunca enseña el rostro, como para no regalar tan fácil su identidad a nadie, mucho menos a los oficiales del ICE. Sandra, de 38 años, no niega que siente miedo cuando sale del cuarto que ahora se paga en Queens, pero qué va a ser, se pregunta, hay que trabajar. “Dicen que ICE nos anda buscando, pero no somos asesinos, estamos haciendo el trabajo honestamente”.

Ha pasado tres horas en “la parada” y Sandra no acaba de irse con algún dueño o contratista. Está disponible para limpieza de casas y para labores de construcción, siempre y cuando le paguen, no como aquella vez que se la llevaron para cargar grandes losas de mármol y nunca vio el dinero de vuelta. “El señor me dijo que me llamaba, pero lo he llamado yo y le he rogado que me pague por lo que trabajé, y nada”, cuenta.

No es la única a la que le ha sucedido lo mismo. A veces les prometen un pago y luego les dan la mitad, otras veces no les dan nada. En ocasiones les muestran en una foto el trabajo que hay que hacer y, ya en el lugar, la tarea es mucho mayor de lo acordado. Más de una vez, cuando se han atrevido a reclamar su pago, los han amenazado con llamar a la policía o las autoridades de migración.

En la misma “parada” de Sandra también está David, de 30 años, quien llegó de Ecuador hace cuatro, y quien espera dentro de su camioneta Ford con varias cajas de herramientas. Los que tienen autos, como él, permanecen dentro, para estar menos visibles. No niega que siente temor de que alguien los delate, de que se aparezca el ICE en el lugar. “Yo tengo mucho miedo, no estoy tranquilo en ningún lugar a donde voy. Ya no salgo ni a los parques, ni a las tiendas. Acá vengo porque necesito trabajar. Si no lo necesitara, no me moviera de la casa”, dice David.

Hasta el momento, Home Depot ha dejado claro que, si bien pretenden que los jornaleros despejen sus estacionamientos, tampoco contribuirán con los agentes del ICE en las redadas que llevan a cabo. También aseguran que no se les notifica el día en que los agentes se presentarán en las instalaciones.

Cuando una caravana de carros entra al estacionamiento de Home Depot, David y otros jornaleros les caen en masa, luchando así su trabajo del día. Hay quien, aunque poco, maneja algo de inglés, lo cual les da ventaja ante los jefes que solo quieren comunicarse en ese idioma. Otras veces, cuentan, el inglés puede volverse en su contra: los jefes creen que pueden exigirles, que serán una pieza más cara en el mercado de la calle.

1 de julio de 2025.

David no sabe hablar inglés, pero un senegalés —que no ha compartido su nombre— se defiende como puede y se adelanta cuando ve a un contratista para ofrecerle sus servicios. El contratista dice que no es lo que está buscando, pero el senegalés le deja su teléfono, por si acaso. El senegalés se levanta todos los días a las cuatro de la mañana, practica algunos rezos y se va a buscar trabajo a la calle. Hoy no ha tenido suerte, como tampoco el haitiano —quien prefiere no dar su nombre—, que llegó hace ocho meses a Nueva York y dice que lo único que le gusta es “trabajar y ganar dinero”.

En “la parada”, los latinos se agrupan a un lado, los haitianos y africanos al otro. Parecen distantes, pero son muchas más las cosas que los unen: vinieron de lejos, permanecen indocumentados, se ganan la vida bajo el sol, disponiéndose a hacer el trabajo que el “gringo” no está dispuesto a realizar. De los más de 11 millones de trabajadores de la industria de la construcción, uno de cada tres jornaleros procede de fuera de Estados Unidos, según la Asociación Nacional de Constructores de Viviendas. Con las nuevas políticas migratorias, el sector ya está viendo sus rezagos.

David dice que, hace dos años atrás, a las afueras de Home Depot había trabajo casi todo el tiempo. Ahora hay muchos días en que trabaja solo dos horas, lo que no alcanza para ayudar con los gastos a su esposa e hijo. Hay otros en los que vuelve a su casa en Far Rockaway sin haber ganado un centavo. No saben si es que los contratistas tienen miedo de llevarse indocumentados, no saben si es que Home Depot los ha advertido.

Jorge Carrillo, presidente del Consejo Hispano de la Construcción, aseguró a EL PAÍS que ya en el sector había “escasez de mano de obra”, pero que “ahora esto solo está agravando la situación”. El déficit es de 500.000 trabajadores. Entre la población latina indocumentada, una de las más afectadas con la oleada de redadas y deportaciones, son unas 4.3 las personas dedicadas a las labores de construcción, entre ellas el 52% destinada a la “mano de obra dura”.

Carrillo insiste en que la falta de personal o la poca asistencia de los trabajadores migrantes a las obras está “ralentizando los proyectos”. Si antes de la actual Administración había un retraso del 14%, desde el pasado mes de enero ha aumentado hasta el 22%. Por eso su organización ha presentado un proyecto de ley llamado “Construyendo una América más fuerte”, con el que buscan que las personas que hayan permanecido en el país durante al menos cinco años, y trabajado en la construcción durante al menos tres, puedan optar por un visado de trabajo.

En “las paradas” no hay futuro

Pero el mapa de los jornaleros en la ciudad de Nueva York no se circunscribe a los estacionamientos de Home Depot, sino que abarca varios puntos y barrios en toda la ciudad. En Williamsburg, está la llamada “parada de la limpieza”, el mismo lugar al que María asiste desde hace más de 10 años para ofrecer a la comunidad judía sus servicios de limpieza.

1 de julio de 2025.

Antes se sentaba a esperar que la contrataran a las afueras de un edificio, pero ahora el dueño les echa agua a ella y a otras 15 mujeres de México, Ecuador, Perú o El Salvador, incluso puso carteles para que sepan que tienen prohibido pararse en ese lugar. Por eso se arrimaron a un árbol y se agenciaron cajas plásticas de leche, en las que se sientan a esperar a que alguien pase. Cuando finalmente pasan, María les dice: “Mr. Clean, hello Mr. Clean”, como la marca de productos de limpieza del hogar que ellas usan para hacer sus labores.

Unos días les pagan 150 dólares, otros les ofrecen algo más. A veces también se van sin que las llamen. Muchos coinciden en que el trabajo está más duro ahora: primero con la llegada de la pandemia hizo colapsar la economía del país, luego el arribo de miles de migrantes a la ciudad de Nueva York, y ahora a la presencia del ICE que los mantiene asediados.

Carlos Castro, un guatemalteco de 47 años que llegó hace ocho a la ciudad, fue despedido de su trabajo en una casa durante la covid-19, porque el propio dueño no tenía para saldar sus gastos. Ahí se fue a la calle y ahora está en Jackson Heights, en Queens, considerado el barrio más diverso del mundo, y por lo tanto está rodeado de latinos de varias nacionalidades, y ha aprendido al detalle lo que diferencia a cada uno de los jefes que lo contratan. “Los filipinos son muy chéveres, lo primero que te preguntan es si comiste o tienes sed. Los de Bangladés piensan que todo dinero es mucho. El irlandés, si tú no lo engañas, te va a pagar, él no está con juegos. Y el latino es cosa seria, hay muchos que no quieren pagar”, dice.

La zona cercana a la parada Roosevelt, ensordecedora por el ruido metálico del tren, es otro de los puntos más comunes de encuentro de los jornaleros de la ciudad. Los que tienen más conocimientos se paran enfrente de una ferretería. Los menos profesionales se ubican en otro sitio; generalmente cobran menos. Los contratistas ya saben a dónde ir a buscarlos. Hay contratistas que solo llegan preguntando por migrantes mexicanos. “Porque trabajan muy duro, pueden hacer hasta 10 horas y no se quejan”, dice Carlos.

Hace unos días, los que llegaron fueron unos policías, pero buscando a dos migrantes que trabajaban en la zona para cargar con ellos. Más allá, Carlos y el resto no han visto la presencia de agentes del ICE. Dice que no tiene miedo, pero tampoco le gustaría llegar “como un deportado” a su país. “Me daría coraje, se están llevando a gente inocente, cuyo único pecado es venir a buscar trabajo”.

Hoy, los miembros de una iglesia les trajeron de almuerzo carne molida y puré de papas. Carlos sabe que “el trabajo en la parada está malo”, pero al menos le dan comida, sale de la casa, habla con el resto de los jornaleros y alivia la soledad. Le encantaría tener un trabajo de ocho horas, estable, que le permita reunir dinero y regresar un día al lugar donde nació. “Nosotros sacamos de apuro a muchas personas en esta ciudad”, dice. “Pero aquí, a ‘la parada’, uno viene para no quedarse en casa. Aquí no hay futuro”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Carla Gloria Colomé
Periodista cubana en Nueva York. En EL PAÍS cubre Cuba y comunidades hispanas en EE UU. Fundadora de la revista 'El Estornudo' y ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven. Estudió en la Universidad de La Habana, con maestrías en Comunicación en la UNAM y en Periodismo Bilingüe en la Craig Newmark Graduate School of Journalism.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_