Las 24 horas de tortura migratoria de Sara, la niña estadounidense con cáncer cerebral deportada a México
EL PAÍS accede a la cronología de la expulsión irregular de una familia de estatus mixto de Texas a México a principios de febrero


Fueron un poco más de 24 horas. Empezaron con un dolor de cabeza preocupante de Sara, de 10 años y en recuperación de una cirugía cerebral. El miedo a unas convulsiones posiblemente fatales empujó a la familia entera al carro, que se encaminó desde su casa en el Rio Grande Valley hacia el Texas Children’s Hospital, en Houston. Pero nunca llegaron. Al poco tiempo de partir, un retén de carretera de migración a la altura de Sarita, Texas, a unos 130 kilómetros de la frontera sur, terminó en una deportación exprés que les descarriló la vida. Era la segunda vez que un viaje al hospital en Houston lo cambiaba todo.
Un año antes, el primer ataque de convulsiones de Sara precipitó un traslado aéreo urgente. Al llegar al hospital aquella vez, María, su madre, temía estar cargando el cuerpo sin vida de la niña. Pero una cirugía de emergencia logró extirpar el tumor que, sin que lo supieran, llevaba tiempo creciendo en el cerebro de la hija de inmigrantes mexicanos indocumentados nacida en Estados Unidos y, por lo tanto, como cuatro de sus cinco hermanos, ciudadana estadounidense.
El 3 de febrero de 2025, después de poco más de un día durante el que el padre, la madre y los cinco hijos fueron cuestionados, humillados y acosados, y sin el urgente cuidado médico que necesitaban, fueron deportados a México. Engullidos por la cruzada antimigrante del presidente Donald Trump, y sin el debido proceso, dejaron el país con la ropa que traían puesta.
Dos semanas después de que se hiciera público el caso de la deportación de la familia Hernández García —un apellido ficticio, al igual que los nombres de los integrantes de la familia, por su protección— EL PAÍS ha tenido acceso a una detallada cronología de los hechos proporcionada por el Texas Civil Rights Project, la organización que los está representando legalmente.
El documento, elaborado a partir de entrevistas con la familia y con conocidos, además de registros médicos y legales, forma parte de la denuncia que han interpuesto esta semana contra el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés). En ella relatan los malos tratos del personal de DHS y solicitan que se les otorgue un parole humanitario a los padres y a una hermana que no es ciudadana estadounidense para que puedan recibir la atención médica que necesitan.
La familia Hernández García lleva más de una década viviendo en Estados Unidos y se ha ido agrandando nacimiento tras nacimiento. Son miembros activos y queridos de su comunidad y de su iglesia local. Pero las dificultades médicas siempre han flotado sobre ellos. Dos de los hijos mayores, identificados como Manuel, de 15 años, y Elizabeth, de 13, viven con un raro trastorno en el ritmo cardiaco. No les impide hacer una vida relativamente normal, pero deben estar bajo observación médica regular, tomar medicación y Manuel debe llevar siempre un monitor de corazón. No es nada comparado con la situación de Sara. Con nueve años, la niña comenzó a presentar síntomas aparentemente inconexos —dolores de cabeza que la hacían jalarse el pelo, el pie izquierdo girándose lentamente, peor rendimiento escolar— que dieron un erróneo diagnóstico de autismo. A los padres nunca les convenció, y aquella traumática jornada de convulsiones en la que Sara casi se muere les dio la razón.

Sara necesita cuidado neuro-oncológico permanente mientras se recupera. El proceso es lento y su cerebro sigue inflamado. Debe usar una férula en la pierna, se le olvidan palabras, el lado derecho de su cuerpo está parcialmente paralizado y debe tomar medicación diaria para evitar más convulsiones. En caso de que eso suceda, sus padres llevan siempre un spray nasal de emergencia. A partir de la cirugía, María dejó de trabajar para poder cuidar a su hija y se hizo más difícil pagar las facturas.
Hace dos meses, en la carretera 77 de Texas, sus preocupaciones se multiplicaron con el comienzo de un calvario migratorio. Durante seis horas eternas en un puesto de control de migración, que ya conocían y habían superado en un puñado de ocasiones con cartas de los médicos en las que se explicaba el caso de Sara y se justificaba su traslado, se torció todo. Los agentes migratorios dudaron de la veracidad de la carta e hicieron caso omiso de las pruebas de ciudadanía de los niños y de las solicitudes para una visa T —para víctimas graves de tráfico humano— de los padres.
Detuvieron a la familia entera, confiscaron las medicinas de ella y de sus hermanos, y les advirtieron de que alguien tendría que ir a recoger su automóvil. La familia llamó a su pastor, que cuando llegó intentó mediar y les explicó la delicada situación de Sara. Los agentes alegaron que la niña necesitaría sacar una visa médica, ignorando que es ciudadana estadounidense. Mientras esto sucedía, la familia permaneció en una pequeña oficina al lado de la carretera. Sara lloraba sin parar. Se quejaba del dolor de cabeza y del lado izquierdo de su cuerpo.
Desde allí fueron trasladados al Centro de Procesamiento de Donna. Cuando llegaron, varios oficiales comenzaron a gritarles e intentaron quitarle a Sara el soporte en su pierna. María logró que no lo hicieran. Después de una nueva revisión de documentos, donde se volvió a demostrar la ciudadanía estadounidense de cuatro de los cinco menores, fueron separados por género, alineados en dos filas y registrados físicamente. Una agente miró la cara de Manuel, que sufre de acné, y le dijo que debería masturbarse más. Y el menor, Vicente, de seis años, más adelante preguntó por qué un oficial le había manoseado los genitales. En el chequeo médico que siguió, María explicó las diversas condiciones de sus hijos y aclaró que Elizabeth no lleva el monitor cardiaco como su hermano porque no es ciudadana y no tiene seguro. Un hombre del personal se dirigió a la niña y le preguntó su edad. Cuando Elizabeth contestó que tiene 13, el hombre le dijo en tono burlón que pronto empezaría a menstruar.
Sara también les explicó como casi se muere y mostró su cicatriz en el cráneo, pero el personal se rió y dijo que esa cicatriz era demasiado pequeña. En un momento, permitieron que la niña se tomara su dosis diaria de medicación, aunque les confiscaron el spray nasal de emergencia.
Pasaron esa noche separados en dos habitaciones pequeñas, muy calurosas, sin ventanas y con brillantes luces blancas permanentes. Las colchonetas para el suelo estaban muy sucias y les dieron un par de paños húmedos para limpiarlas. Cuando las niñas lograron maldormir, María pidió hablar con un abogado, como ella sabe que es su derecho, pero el agente le dijo que si creía que un abogado estaría disponible 24 horas.
A la mañana siguiente los despertaron a gritos y tres oficiales, incluyendo el supervisor, increparon con violencia y presionaron a Juan para que firmara una orden de deportación voluntaria. Juan se negó y pidió una vez más hablar con su abogado. Los agentes le dijeron que los criminales no tienen derecho a hablar con un abogado. Luego fue el turno de María, a la que además amenazaron con separarla de sus hijos para nunca volver a verlos o siquiera hablar con ellos. Pero María también se negó a firmar. Cuando comenzó a llorar, la dejaron llamar a un abogado, pero después de tres minutos de llamada con la asistente de su representante legal, la obligaron a colgar. Unas horas más tarde, el episodio se repitió casi igual.
María habló por teléfono brevemente con un oficial del consulado mexicano y le contó lo que había sucedido. Este contestó que lo más probable es que fueran deportados. Otro agente le preguntó de manera agresiva por qué había arriesgado la vida de sus hijos adentrándose en los matorrales, insinuando que eran migrantes indocumentados que acababan de cruzar la frontera. María calcula que explicó su situación desde el principio unas 30 veces en poco más de 24 horas a distintos agentes.
Al poco tiempo, les anunciaron que serían enviados a México, les dieron bolsas de plástico con sus pocas pertenencias, incluyendo los medicamentos, excepto el spray de emergencia de Sara, y los montaron en una camioneta. Los llevaron al cruce fronterizo de Hidalgo, Texas, y los hicieron cruzar el puente.

Desde ese momento, el rastro de la familia se esfumó. Las autoridades mexicanas les recomendaron un albergue para migrantes seguro en Reynosa tras advertirles que eran un blanco para secuestro por la ciudadanía estadounidense de los niños, les pidieron que no salieran a la calle. Allí se quedaron durante cinco días, hasta que consiguieron trasladarse a casa de unos familiares en una lejana zona rural de México.
Desde entonces, los niños no han salido de la propiedad ni para estudiar ni para ver a un doctor. Desde ese remoto lugar, que prefieren mantener secreto, ninguna de las opciones que ven los convence. No tienen dinero para pagar consultas médicas, y como los niños no son ciudadanos mexicanos, no pueden acceder al sistema público. Mandar a Sara con un familiar o un conocido de confianza a Houston para continuar con su tratamiento tampoco es viable, pues corren el riesgo de que las autoridades se lleven a la niña, pensando que es víctima de tráfico humano.
Las autoridades migratorias mexicanas han dicho a EL PAÍS que han buscado a la familia para ofrecerle apoyo, especialmente médico, pero que no han podido localizarla. Del lado estadounidense, solo ha habido silencio.
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