Los Ángeles marca el paso de las protestas anti-Trump: “No dejemos entrar al miedo”
Estadounidenses de primera generación, afroamericanos e hijos de familias rotas por la política migratoria: EL PAÍS entrevista a ocho manifestantes que se han movilizado en las calles de la ciudad durante la última semana
La primera gran barricada contra las políticas migratorias de Donald Trump se ha levantado en Los Ángeles. La ciudad californiana, de tradición demócrata y con un 47% de su población de origen latino, ha encendido la ofensiva nacional anti-Trump en este segundo mandato del republicano. Si hace ocho años las protestas comenzaron al día siguiente de la victoria del magnate, ahora han pasado casi cinco meses para que las calles vuelvan a mostrar su rechazo a lo que consideran una política cruel. “Hay demasiadas mierdas pasando para un solo cartel”, dice una de las pancartas.
Las banderas de los países que sus padres abandonaron para que muchos de estos jóvenes nacieran estadounidenses ondean estos días en la segunda ciudad más poblada de EE UU. Algunos republicanos ven en esa imagen una “invasión extranjera”. Los manifestantes buscar sacudirse el miedo que las políticas del Gobierno han implantado en la comunidad migrante y dar voz a una generación que vivió en silencio años de racismo por el simple hecho de no tener papeles.
Las movilizaciones son mayoritariamente pacíficas, pero han dejado algunos episodios de violencia entre manifestantes y autoridades. La policía ha usado gases irritantes y balas de goma contra los ciudadanos. Las herramientas de fuerza utilizadas para disuadir las concentraciones, incluido el controvertido despliegue de la Guardia Nacional ordenado por Trump, no han conseguido vaciar las calles. La mayoría de los manifestantes acude con el rostro tapado por temor a las represalias de la policía o a las redadas de la Administración. EL PAÍS ha hablado con ocho de ellos para conocer sus razones.

Mary, 24 años, camarera: “El miedo está llenando nuestros hogares”
“Apoyo a mi país, pero no al país de Donald Trump. Es terrible lo que está haciendo, arrebatando a niños de sus familias”, dice Mary, una camarera que comenzará en otoño sus estudios de Veterinaria. Nació en Monterey Park, una ciudad al este de Los Ángeles de mayoría asiática. La historia de su familia está atravesada por la migración. Su bisabuela, de sangre mexicana, nació en Kansas, pero se vio obligada a regresar a México durante la Gran Depresión. Sus familiares salieron años después de Guanajuato de vuelta al norte para probar suerte. Esta no fue siempre buena. Su padre fue deportado en 2014 y vive ahora en la ciudad fronteriza de Mexicali. Tiene prohibido regresar a Estados Unidos por haber cometido un crimen. Su madre acaba de renovar la tarjeta verde (residencia permanente), un trámite que provocó angustia e incertidumbre.
“El miedo está llenando nuestros hogares”, confiesa. “No hay que dejarlo entrar, no debería ser así en una casa que yo pago. Siento miedo a pesar de que mi familia ha estado aquí toda mi vida. Les guste o no a la gente que lleva este país, estamos aquí para quedarnos”, apunta.

ThePlugForWater: “Lo que quieren es la supremacía blanca”
“Este es el comienzo de un régimen fascista que debemos parar”, afirma este joven de 29 años llamado ThePlugForWater —su nombre en Instagram y como pide ser identificado—. Es uno de los pocos afroamericanos en las concentraciones del centro de Los Ángeles, donde priman los latinos. Alto y delgado, pasea con la cara tapada por dos pasamontañas y el pecho descubierto. Autoconvertido en uno de los líderes de las protestas, va guiando a la multitud y pide a todos mantenerse en un bloque: “Por favor, estamos más seguros si estamos juntos”.
“Esto tiene un efecto dominó: empiezan con los latinos, porque son más, el grupo más grande”, afirma este estudiante de Relaciones Internacionales. “Pero luego vendrán a por los afroamericanos, y a por todos los demás, porque lo que quieren en última instancia es la supremacía blanca”, opina.

Cynthia M., profesora universitaria: “Quiero enseñarle a mi hijo a tener su propia voz”
El respeto por la policía, y también el miedo a alejarse demasiado de su coche, hace que Cynthia M. se mantenga un poco alejada del Metropolitan Detention Center. La precaución es su norma. Con camiseta negra, gorra y gafas oscuras, mascarilla y pañuelo tapando su cara, porta un sencillo cartel, mezcla de español e inglés: “I ❤️ inmigrantes". Esta profesora universitaria de Psicología de cuarenta y pocos años que prefiere no dar su apellido es hija de padres salvadoreños, que llegaron a Estados Unidos hace 50 años. “Primero vino mi mamá, y luego trajo a su madre y a sus hermanos”, recuerda emocionada.
Cynthia, que es ciudadana legal, ha estado viniendo “cada día” desde que empezaron las protestas, y hoy lo hace sola, aunque a veces ha traído a su hijo adolescente. Lo hace por sus padres, pero también por el chico. “Quiero enseñarle a mi hijo a tener su propia voz”, explica. “Si no estamos nosotros aquí, ¿quién va a estar por nosotros?“.

Tim Croghan, el enfermero de las flores que pasea ante la Guardia Nacional
Alto y delgado, con una mochila a su espalda cargada de margaritas blancas y a paso casi marcial, Tim Croghan, de 38 años, camina despacio ante las decenas de agentes de la Guardia Nacional apostados a las puertas del Centro de Detenciones. Sin miedo, sin gritar, porta una de las banderas que tantos vendedores ofrecen entre los manifestantes, en la que se mezclan los escudos y colores de Estados Unidos y México.
Es su primer día en las protestas. Pero Croghan tiene una clara razón por la que estar ahí. “Han deportado a mi amigo José”, cuenta, con los ojos azules muy abiertos. “Lo han devuelto a México. Tiene 40 años, y aquí quedan su mujer y sus hijos pequeños”, relata este hombre, enfermero de profesión, nacido y criado en Los Ángeles y sin raíces latinas. No tiene miedo, no le impone caminar a centímetros de los agentes armados. “No podemos culparles a ellos. Solo están haciendo su trabajo. Tenemos que culpar al Gobierno”. ¿Y las margaritas? “Me las han regalado”, sonríe, “pero ya son parte de la protesta”.

Monse, una pancarta, un pasamontañas y 18 años: “El silencio es complicidad”
Solo tiene 18 años, pero en cuanto los cumplió Monse supo que iba a echarse a las calles. Siempre le ha gustado la política, “desde chiquita”, y ahora llegó la oportunidad. Acompañada de una amiga, ambas aseguran entre risas que esto es “como ir a terapia gratis”, pero también saben de la profundidad de lo que están haciendo. “Estaba en la escuela y una de mis compañeras se puso a llorar porque el ICE [siglas en inglés de los agentes de inmigración] estaba en el trabajo de su papá”, relata. “Debería estar aprendiendo, a eso vinimos aquí, por un futuro mejor. Pero no podía. Yo lloré con ella”.
Es el segundo día de protestas para Monse (que prefiere no dar su nombre completo), nacida y crecida en el Este de Los Ángeles de padres migrantes latinos. Reconoce que su madre “se enojó mucho” cuando supo que ella iba a acudir a las protestas. “Sé que no entiende el sentimiento”, dice, sentada en un bordillo con su pancarta manuscrita y el rostro cubierto por pasamontañas. “Es para proteger mi identidad, pero también la de mi familia. Son inmigrantes de México”. Afirma que está tranquila. “No estoy provocando; simplemente, aquí estoy yo y mis palabras”, remarca. “Tengo fe en nosotros”, asegura esta asistente dental que quiere seguir formándose y buscando ese ansiado porvenir, pero siempre alzando la voz: “El silencio es complicidad”.

Kristina, miembro de la comunidad trans: “Luchamos una puta Segunda Guerra Mundial contra el fascismo y ¿ahora tenemos esto?“
Kristina está agotada. Sus sandalias de alta plataforma no le permiten dar un paso más. Se sienta en la parada del autobús con su sencilla pancarta amarilla (“Abolish ICE”, abolición del servicio de inmigración) y enciende un cigarrillo. No es latina, pero como persona trans es parte de los tantos millones de personas que se sienten perseguidos. “Luchamos una puta Segunda Guerra Mundial contra el fascismo y ¿ahora tenemos esto?“, pregunta cansada y con la voz algo quebrada. ”Llevo gritando una semana entera".
“No es que no se preocupen por nosotros, es que ni siquiera les gustamos”, asegura entre calada y calada. ¿Cree que el Gobierno está contra ella, contra ellos? “Al 100%. Pero al 100%”, insiste. “Es muy duro. Soy una persona trans y soy parte de un colectivo marginal. Me resulta muy difícil encontrar un trabajo”. Su situación económica es precaria: reconoce que esos son sus únicos zapatos porque no se puede permitir comprarse unas zapatillas de deporte. Pero seguirá saliendo a la calle: “Nada de lo que estamos haciendo va en contra de la ley. Estamos haciendo uso de la Primera Enmienda”, afirma, en referencia al añadido constitucional que garantiza la libertad de expresión.

Daniel Lemus, hijo de salvadoreños, de 20 años: “No vale la pena venir a Estados Unidos”
La población mexicana predomina en las protestas. Pero también hay inmigrantes centroamericanos portando banderas de Guatemala, Honduras o El Salvador. “Y de Jamaica, Brasil y hasta Ucrania”, apunta Daniel Lemus, con su gran bandera salvadoreña, la patria de su padre; su madre es mexicana. “Nací y crecí aquí, en el Valle de San Fernando. He tratado de venir todo lo que he podido”, explica, en su cuarto días de protestas.
Lemus no está en contra de las deportaciones “en algunos casos”, pero sí de las masivas. Explica que uno de sus primos, también migrante, empezó a coquetear con las drogas, a consumirlas y venderlas, y que le expulsaron de Estados Unidos. “Me dolió, pero tenían que deportarlo”, señala. “Este país siempre ofrece oportunidades, hay mucho para trabajar, es lo que hace al país evolucionar”. Sin embargo, para él el american dream, el sueño americano, ya no es lo que era. “No vale la pena venir”, dice sobre el país en el que nació hace 20 años. “La situación se ha puesto mucho peor. No hay oportunidades”.

Jessica y Cynthia Duarte: “Podríamos haber sido nosotras de pequeñas”
Las pancartas de las manifestaciones muestran mensajes reivindicativos, reflexivos y, a veces, divertidos. La de Jessica Duarte es una de ellas. En un gracioso juego de palabras, dice: “I drink my horchata warm because FUCK ICE”, es decir, “Me bebo la horchata caliente porque QUE LE JODAN A ICE”, puesto que las siglas del servicio de inmigración y aduanas se leen igual que la palabra inglesa ice, hielo. Venidas desde Pasadena, al noreste de la ciudad, Jessica es educadora; su hermana Cynthia, que la acompaña, controladora financiera. Sus padres migraron hace décadas de Durango y de Chihuahua, en México. Las hijas adolescentes de Jessica también marchan con ellas, con sus propias pancartas, subidas a pilares para ver mejor.
“Nuestros padres vinieron, lucharon, se convirtieron en propietarios de su casa, de varios negocios”, explican estas estadounidenses de primera generación que conocen el miedo que supone la amenaza de perder a unos padres por no tener papeles. “Podríamos haber sido nosotras de pequeñas”, lamentan, en referencia a los niños que han vivido las deportaciones paternas. “Estamos muy orgullosas de ellos”, cuentan sobre sus padres, hoy en situación regular. “Tuvieron una oportunidad, y nosotras también”.
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