‘Pluribus’: Vince Gilligan y el miedo a la muerte (del yo)
El creador de ‘Breaking Bad’ y ‘Better Call Saul’ inventa un fabuloso y terrorífico mundo en el que un virus ha convertido al ser humano en una criatura de múltiples cerebros hiperconectados en el que ser tú mismo, como en el mundo de hoy, es (casi) imposible


He aquí un triple mortal impecable con cambio de género reinventado o a reinventar. Del narco noir o brillante —imprescindible—, del drama legal desesperado y existencial ha pasado Vince Gilligan, el siempre atinado creador de Breaking Bad y Better Call Saul, ese par de series como novelas a la vez decimonónicas y posmodernas, a una ciencia ficción existencialmente desesperada, y necesaria. Necesaria en el sentido en el que lo eran los relatos de Raymond Carver exactamente como aparecieron —con el punch añadido del recorte de su editor, Gordon Lish, que les dieron el vuelo adelantado a su época que fijó una nueva cima en la narrativa norteamericana y mundial— y cuando lo hicieron. La sensación es que Gilligan ha dado un paso atrás para redefinir, y cómo, la ciencia ficción desde el lugar que la hará siempre indispensable. El que se olvida de cualquier tipo de avance para mirar fijamente a lo que sea que somos y a aquello en lo que podemos estar convirtiéndonos. Algo así, y mucho más, es Pluribus (Apple TV).
La premisa, se diría, es sencilla, pero nadie más que Gilligan podía verla. Y ha estado ahí desde el principio. ¿O no les recuerda a La invasión de los ladrones de cuerpos, y a ese viejo terror no ultraproducido que se encargaba de aquello que aterra de verdad, desconocernos? No olvidemos que tan aclamado creador se formó en la sala de guionistas de Expediente X y lo hizo con un estilo increíble. Corran si aún no han visto el episodio 21 de la séptima temporada, Je Souhaite, que firmó y dirigió él. Es una genialidad. Pero volvamos a la premisa de Pluribus. Una escritora superventas de novela romántico histórico paranormal, Carol Sturka (la en muchos sentidos inigualable Rhea Seehorn) es inmune al virus que, desarrollado concienzudamente en un laboratorio militar, ha acabado con el yo. Conectada multitudinaria y cerebralmente, la humanidad ha pasado a ser un nosotros mayestático, feliz y en paz. Una criatura constituida por miles de millones de individuos que han dejado de ser ellos mismos para ser esa otra cosa.
Una otra cosa que aterra, por supuesto, a Carol, que primero ha perdido a su mujer —a la que se obsesiona con llevar a casa, muerta, y a quien tiene delante cuando el subsecretario de Agricultura de Estados Unidos (el presidente ha muerto) la invita a llamarle por teléfono y le habla desde la pantalla del televisor, en un momento a la vez cómico y siniestro en el que los titulares que se sobreescriben en la pantalla son titulares que se dirigen a ti, porque tú, es decir, Carol, eres su único espectador—, y luego ha perdido al resto de sus iguales. Porque ya no hay nadie ahí con ella. Todos forman parte de un todo que solo pretende ayudar.
Pero ayudar, ¿a qué? Carol no lo sabe, pero el asunto del virus llegó como un mensaje de otro planeta. El caso es que ella solo se tiene a sí misma. Sus recuerdos, su cerebro desconectado, y su deseo de no morir, es decir, su instinto de supervivencia existencial, que es, por encima de todo, un instinto de supervivencia intelectual. ¿Y no está hablando exagerada y fascinantemente de algo que ya está pasando? ¿No estar conectada es no existir, o al revés?

Es inevitable intuir tras la ingeniosa puesta en escena —todo son momentos cumbre, y algún tipo de absurdo, porque en la Tierra hay otros como Carol, pero a ninguno de ellos parece importarle que no haya conciencias únicas, se sienten igualmente acompañados, o incluso poderosos, como el tipo que pide viajar en el Air Force One y disponer de un harén de señoritas— una crítica salvaje a aquello que el algoritmo —y las redes sociales— y, qué demonios, la IA, están haciendo con nosotros. Crear un pensamiento único que aparenta ser un pensamiento atómico, es decir, que aparenta pertenecernos, pero que no es más que corriente compartida.
Si toda distopía —y Pluribus es una distopía altamente disfrutable, un clásico instantáneo— es un piloto rojo que alerta a la humanidad sobre el lugar oscuro al que podría estar dirigiéndose, por una vez se diría que esta no teme tanto a la deshumanización como al fin del yo. El miedo a la muerte de aquello que cada uno de nosotros ha sido o podría llegar a ser. ¿No les aterra? Veánla.
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