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Tercera edad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aquellos ratos de tele con mi madre

Mi madre me dejó hace dos años y llevo conmigo en el centro del alma aquellos momentos gratos en los que compartimos la mirada hacia aquella caja listísima, esa que conseguía acariciarla, esa que la conmovió…

Yo solía ir a comer casi a diario a casa de mi madre, a mesa puesta, claro, cuando ella aún podía hacerme la comida, y después veíamos juntas un capítulo de Amar es para siempre, primero y Amar en tiempos revueltos, después. Le encantaba, nos encantaba. Le conté un día lo que eran las tramas troncales (Manolita, Pelayo, Marce, el Asturiano) y por qué cada temporada introducían nuevos personajes. Semanas después oí desde la cocina cómo se lo estaba explicando a mi hija Carlota, toda ufana ella, mientras veían un capítulo juntas.

A veces, con sorna, protestaba por el excesivo tiempo que tardaban los guionistas en resolver un conflicto en una serie, que ella habría solucionado en un parpadeo, o por la banalidad del conflicto mismo. Pero si un día mi hermano, por ejemplo, exponía esa misma queja, ella la zanjaba, convencida:

— Es que entonces los guionistas no tendrían trabajo, no habría serie.

Me sentía poderosa y a salvo al mismo tiempo, junto a ella, en aquellos ratos, acurrucadas en el sofá, antes de volver al trabajo. La acompañó tanto, lo gozamos tanto, que yo llevo en el corazón aquellos momentos, junto al sabor inimitable de su tortilla de patatas, o de su arroz al horno. Recuerdo sus llamadas en plena reunión:

— Mamá, estoy reunida, dime rápido.

— “Solo quería saber si quieres macarrones o pollo al horno”, decía ella, importándole un bledo si la reunión era en el mismísimo Consejo de Ministros.

Cuánto echo de menos esas interrupciones. Menos mal que mi hija lleva 13 años llamándome el 80% de los martes a las seis de la tarde, la hora en la que tengo la sección de tele en La ventana, desde hace exactamente 13 años. Total, qué hace mi madre en la radio, ¿hablar? “¿Y eso es más importante que yo?“, debe pensar.

Mi madre me dejó en noviembre de hace dos años y yo llevo aquí conmigo en el centro del alma, sea eso lo que sea, aquellos momentos gratos en los que compartimos la mirada hacia aquella caja listísima, la buena, esa que conseguía acariciarla, cuando nos marchábamos, esa que la conmovió… Porque llegó un día en que ella, tan activa, tuvo que resignarse al sofá y a la tele. Así que intentamos que fuera diversa, mi hermano y yo, y lo conseguimos, creo. Veía con nosotros algunos clásicos, algunos concursos (Pasapalabra, por supuesto, qué grandísimos ratos le dio) y éramos felices compartiendo universos. Por supuesto que vio Sálvame, pero nunca comulgó con aquel universo.

Manu y Rosa ‘Pasapalabra’

Tenía sentencias mirando la tele: “este es un imbécil”, decía, sin alzar la voz. Coincidíamos en el 99,9% de las veces. A menos que yo la animara (yo, la malvada), nunca solía meterse con el físico de nadie, quizá porque tenía grabada esa frase de mi abuelo, que fue un hombre bueno machadiano, que cuando alguien destacaba la fealdad de otro, él contestaba: “¿querrá él ser feo?“.

Bueno, en honor a la verdad he de decir que no se metía con el físico si le caía bien. Si era Eduardo Inda, o similares, o “esos payasos” de diferentes programas, a tomar por saco la sentencia de mi abuelo.

Se apuntaba, con su escritura infantil, algunas frases que le habían hecho gracia, o le habían llamado la atención, y luego cuando yo llegaba a su casa me las leía, por si me servían para algo, para mis artículos, para la radio, para lo que fuera. Yo siempre se las celebraba mucho y eso la ponía contenta, la hacía sentirse útil, valorada…

Se enfadada cuando me preguntaba por alguien de la tele y yo no pillaba a la primera a quién se refería: “Ese presentador moreno, de ese programa… no muy alto, con el pelo así…” decía llevándose la mano a la frente. Y tú tenías que dar con el nombre, sin vacilaciones, con esos datos tan generales, y ¡ay! de que te costara. Te miraba con desdén como diciendo, “¿y esta hija mía es la experta en tele? Menudo fraude de persona”.

Un día, tras devanarme los sesos durante un trayecto en el AVE y viendo que mi prestigio ante ella estaba a punto de venirse abajo, y recordando que el nombre del presentador al que se refería y que no le salía, era algo así como Ramonet (y teniendo claro que no era Ignacio Ramonet), mi cabeza hizo clic y la llamé de inmediato:

— Mami, ¿te referías a Juanra Bonet?

— “Síiii”, decía ella, supongo que, pensando, “menos, mal, no es tan tonta como yo creía”.

Nos caían mal los mismos personajes televisivos, y la lista en su caso era gigantesca, pero certera a más no poder. Me impresionaba cómo podíamos coincidir tanto. Yo le pedía que viera estrenos y me diera su opinión. Y sus sentencias eran morrocotudas. “Nada, solo hicieron tonterías”.

— “¿Qué te pareció, mami?“, le preguntaba yo sobre un programa determinado.

— “Romances”, resumía ella, que en su jerga era “personas sin sentido (lo que hoy decimos gente random) diciendo cosas sin sentido en un programa absurdo". Nos reíamos exactamente de los mismos cómicos y nos hacían la misma puñetera gracia los mismos también. Y cambiaba de canal de inmediato si salían sus gañanes favoritos, después de insultarlos.

Pero había otro momento televisivo clave, ese en el que no entendía por qué yo, que, por supuesto era la más talentosa, la más capaz a sus ojos, NO estaba ocupando el lugar de esa otra persona que aparecía en pantalla, la que fuera, siempre y cuando no estuviera haciendo algo ridículo o no fuera Paz Padilla, que entonces no, claro. Quitando eso, que ella ya sabía lo que sí y lo que no, daba igual que fuera una colaboradora de un programa cualquiera, la excelsa presentadora de un informativo, o Rosa María Calaf en cualquier guerra. Yo, su hija, era la que debía estar ahí. Daba igual que yo le explicara pormenores, tipo, “mamá, que yo nunca he querido ser corresponsal”, ella me lanzaba una de esas miradas, que venía a decir, “bueno, lo que tú digas, pero no lo entiendo”.

Cuando empecé a salir en la tele me pasó lo que le ha pasado a todo periodista de mi generación: tú podías haber escrito cientos de reportajes en el periódico, cientos de entrevistas, etc., pero a tu madre, en la peluquería, solo le hablaron de ti, celebrándote, cuando apareciste un minuto en un directo, en un programa de actualidad. Y ahí mi madre, que llevaba recortando mis escritos, aunque fueran un breve, desde el primer día, las miraba con condescendencia, como diciéndoles, si lo sabré yo, que tengo en casa a un premio Nobel.

Todas mis apariciones televisivas fueron auditadas por ella, en forma y en fondo, con sus correspondientes llamadas posteriores al principio y sus audios de WhatsApp, después, gracias a Diana y a Kate, esos dos ángeles que la cuidaron y con las que vivió los últimos años de su vida. Los conservo y no puedo escucharlos sin echarme a llorar. Desde el pelo, “que hoy te lo han peinado muy bien, así lo deberías llevar siempre”, pasando por la ropa, “esa camisa era muy bonita”, y ya quizá minusvalorando a cualquiera que hubiera estado a mi lado, robándome protagonismo, “solo decía bobadas ese chico”, “tú mucho mejor, donde va a parar”. Desde que se marchó, menos mal que tengo a mi hermano, que me jalea casi casi con el mismo entusiasmo todas mis apariciones públicas. Casi, no nos engañemos, que él es una persona ecuánime.

Mi madre siempre quiso saber cosas, siempre tuvo un hambre total de conocimiento (el que le negó la dictadura, como a tantas mujeres nacidas y crecidas en aquel tiempo de plomo, que tantos infelices dicen echar de menos), así que prestaba mucha atención en la tele a la gente que consideraba que decía cosas que importaban. Y sabía diferenciar bien a los estúpidos audiovisuales de los sabios, a las petardas de las sabias, a los imbéciles, como ella repetía marcando las sílabas, con una perfecta dicción, de los que aportaban luz al mundo. Otra cosa recurrente: si ella había visto a un personaje relevante que le había impresionado, cuando me lo contaba daba por sentado que yo, “que conocía a tanta gente”, también conocía a esa eminencia. Y daba igual si esa persona era Obama.

— Pero mamá, ¿cómo voy a conocer a Obama?

— “Uy, pues a lo mejor te lo has encontrado en la radio o algo”, decía ella.

Para ella, que nunca estuvo sola, ni despreocupada ni desocupada, que nunca fue dueña del mando mientras vivió mi padre, (que por supuesto mandaba sin más en eso y en todo), creo que los momentos televisivos conmigo o a solas, fueron un remanso durante los últimos años de su vida, cuando ya no podía salir ni a comprar sin ayuda. La tele, la generalista en su mayor medida (la otra solo podía disfrutarla con nosotros), la entretuvo, la enfureció a veces, la ayudó a entender, la informó, la hizo reír… ¿Cómo puede no amarse un medio capaz de algo así?

La comentábamos juntas. Yo le contaba enredos, tejemanejes, interioridades, y ella me miraba embebiendo la información: jamás he sentido que nadie me escuchara con esa atención, con esa hambre de saber, de entender, de atesorar la historia que salía de mi boca. Y luego hacía mil preguntas, y zapeábamos, y faranduleábamos, y criticábamos y la hacía reír a carcajadas, ella que había reído tan poco y tan mal…

Así que mami, te cuento. Estos días últimos que he estado en cama, cuando ya empecé a salir del letargo y la cabeza sólo me daba para ver la tele, la generalista y la otra, de pronto llegó un nubarrón, una nostalgia salvaje, una necesidad brutal de comentarte una tontería y escuchar tu reacción. Hoy me han preparado en casa, con amor y con caldo Aneto una sopa de pan, esa que tú me hacías tantas veces, mami (pero con caldo de verdad, y con su pan condimentadito) porque era la única que digería cuando no me entraba nada, en esa inapetencia mía que me acompañó desde la infancia, y que tantos quebraderos de cabeza te dio. Y también he echado de menos aquel sabor… Porque pese al amor de los míos, no sabía igual. Nada sabe igual que lo que salía de tu cocina. De tus manos a mi boca.

Carla Quílez y Javier Cámara, en 'Yakarta'.Vídeo: Movistar Plus +

Juntemos eso con que, dos años después de tu marcha, te echo más de menos ahora que al principio; juntemos todo eso con que hay una serie, Yakarta, preciosa de veras, con ese actor que te encantaba, sin fisuras, sin ambages, Javier Cámara, que tiene tu canción preferida, Camino verde, y que yo no he dejado de ponerme en bucle para llorar a gusto y pensar en ti. Juntemos eso con que echo de menos mirar la tele a tu lado, sentadas en el sofá, y comentar cosas, y reírnos. Juntemos eso con que, qué ganas de abrazarte un poco, un instante…

Cuando en 2008, le dije que iba a empezar a colaborar en A vivir que son días, con Montse Domínguez y cuando en el 2012 le dije que arrancaba en La ventana, con Carles Francino, para hablar de televisión, se alegró, pero creo que, en su fuero interno, en su línea, ella pensó, “lo que no entiendo es por qué no estás tú de titular, cuando sin duda lo harías mejor que cualquiera de ellos”. No tengo certezas pero tampoco dudas. Y mira que le gustaban los dos, Carles y Montse. Así de orgullosa estaba la señora.

Yo creo que, gracias a aquella cobertura maternal estratosférica, no tengo ningún síndrome de la impostora, y gracias a esa fe, me tomo muy en serio mi trabajo en La ventana, y en todos los lugares en los que me piden mi opinión como analista, como prescriptora: siento que no puedo fallarle a mi madre. Y sí, mami, los gañanes siguen en la tele, más envalentonados que nunca.

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