Woody Allen, Ayuso y el mecenazgo abusón
A los políticos que creen que pagando la fiesta con el dinero de todos tienen derecho a poner la música que quieran les recomendaría ‘The Studio’


Woody Allen estaba dispuesto a hacer una recreación de La última noche de Boris Grushenko patrocinada por Putin, pero Isabel Díaz Ayuso se ha adelantado a la oferta del Kremlin y le ha soltado 1,5 millones para que ruede una versión neurótica de Madrid, qué hermosa eres. A cambio del mecenazgo, Allen tendrá que poner Madrid en el título de la película, como ya hizo con Barcelona, rodarla en la comunidad y hacerse fotos con Ayuso en el estreno y en los festivales. Me parece que el cineasta se vende a precio de rastrillo de pueblo, pero como es la única manera que encuentra para que le financien los proyectos, él considerará que ha hecho un buen negocio.
Puede criticarse mucho el cinismo del autor, que podría quedarse en su casa o escribir novelas (con algo más de finura que la que acaba de publicar, a ser posible), en vez de arrastrarse por las administraciones regionales como un comercial de Fitur, pero empiezo a pensar que los abusones aquí son los políticos. Para ser mecenas hay que tener clase. Para Médici no vale cualquiera. El buen mecenas respeta a sus patrocinados, entrega dinero a fondo perdido (y de su peculio, no de los presupuestos públicos) y se limita a dejarse querer. Si el artista quiere dedicarle la obra, como el torero que brinda un toro, o quiere pintar su cara en un personaje del fondo o quiere ponerle su nombre a un título, bien sea. Pero decirle al cineasta cómo debe titular, dónde rodar y hasta dónde debe colocar la cámara para que Ayuso salga con su perfil bueno en su cameo roza el esclavismo.
Esto no es fomentar las artes. Esto es cebarse con las artes y con los artistas. Y que el artista se deje hacer y lo disfrute no dignifica el abuso.
A todos los políticos que creen que pagando la fiesta —otra vez: con el dinero de todos— tienen derecho a poner la música que quieran y a dictar los pasos de baile les recomendaría los 10 episodios de The Studio, de Seth Rogen. Producida por Apple TV, que ejerce el mecenazgo con mucha más generosidad y elegancia que cualquier gobierno (sus números rojísimos lo prueban), cuenta la incomodidad del productor que se debate entre imponer sus criterios mercantiles y caprichos personales o dejar espacio libre para que los directores hagan su magia. Si después de un par de capítulos no sienten vergüenza de sí mismos, es que no la están entendiendo.
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