Misterio en una librería de Torrelavega
Un relato de Navidad escrito para ‘S Moda’ por la autora de ‘Cinco lorzas metafísicas’ (H&O Editorial)

Ya no nieva el 24 ni en el norte. Una surada enloquecedora remueve toda la mierda de las calles en Torrelavega. Una bolsa del Lupa se pega en el escaparate de la librería.
Es una de las tardes en las que más se vende del año, la hermana de Ernesto está en comisaría porque su jefe le ha tocado las tetas con la excusa de dos vinitos de más que se había tomado en la fiesta de la empresa.
Él querría acompañarla, pero su hermana sabe que ese día por la tarde es cuando más factura, y sabiendo cómo está la situación ha preferido pasar por ese desagradable trámite ella sola.
Ernesto está desesperado, ya no solo por la llamada de su hermana, ni por el mensaje de wasap de su casera diciéndole que el año que viene le va a subir el alquiler, el del piso y el del local de la librería, claro, tampoco por ser la primera Nochebuena que va a pasar sin su madre. Son los libros. Los libros que tanto ha amado durante toda su vida. Están todos en el almacén. La librería está llena de los superventas como si la uniformidad tan de esta época hubiese absorbido también a los lectores.
En el escaparate lucen las novedades que las pequeñas editoriales han cuidado y elegido con mimo, pero todo el mundo tiene prisa. Nadie se para a mirarlo. Ni siquiera dentro, ya lo han visto todo en Instagram.
Han entrado quince personas a comprar el libro un rey evasor de impuestos, como si tuviese algún tipo de interés algo de lo que cuenta un caradura; y varios gymbros han comprado las Meditaciones de Marco Aurelio. Madre mía, si Marco Aurelio viera que se ha convertido en el Paulo Coelho de los tontos, le daría un auténtico parraque. También ha comprado ese libro un ejecutivo con tembleque en la mandíbula.
Mucha gente se ha llevado libros premiados por empresas que premian a su vez a sus trabajadores, autoayuda de mierda y toda suerte de broza que bastaría para que Gutenberg se arrepintiese de haber inventado la imprenta.
Así, uno tras otro, apenas queda sitio en sus anaqueles para esos libros que funcionan como escalones vitales, esos que te forman como una persona con espíritu crítico que, incluso en estos tiempos, sabe diferenciar el bien del mal, y también que no hace falta agregarle sal al agua para esta hidrate.
Qué desesperación, no solo por el escaso margen económico que tienen los libreros, por no hablar de los escritores, sino por semejante invasión de papel mojado que anega y satura tanto el espacio físico como al posible lector. Con el tiempo todo aquello le había ido cargando los hombros y ya casi andaba encorvado.
Cuando las ideas intrusivas, que llevaban atosigándolo desde la muerte de su madre, comenzaron a aflorar entre tickets y papel de regalo, se acercó al almacén y apiló todos los libros que más le habían marcado para hacer su propio árbol de Navidad, uno al que mirar para recuperar el aliento.
Quizá si no le hubiesen cambiado tres veces seguidas la cita en psiquiatría, el problema se habría resuelto con algún tipo de tratamiento. Mientras construía su escalinata hacia el cielo, alguien empezó a golpear el mostrador y a tocar el timbre con auténtico frenesí. Ernesto salió a la tienda y se encontró con un matrimonio que vivía en su mismo edificio.
—A ver, que tengo prisa— gritó el hombre.
Su mujer se puso colorada de vergüenza al ver a Ernesto ojiplático con la falta de educación de su marido.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Quería el libro ese de las denuncias falsas para mi cuñada, para que vea como le comen la cabeza con esa mierda del feminismo.
A la mujer le dio una pequeña arcada y con el puño cerrando la boca se fue corriendo a la puerta de la librería.
Ernesto apretó tanto el puño acordándose de su hermana que se clavó las uñas en la palma de la mano y una gotita de sangre manchó uno de los albaranes que tenía debajo del mostrador.
Pensaba que nadie podía ser tan absolutamente deficiente como para hacer semejante regalo a una mujer. Bueno, ni a otro hombre. Hizo de tripas corazón y fue a por el maldito libro que tenía al fondo de la tienda entre otro montón de basura “literaria”.
¿Qué esperanza había en un mundo así?, se preguntaba.
Miró hacia abajo buscando el celo y vio el albarán manchado.
—Sin sangre— pronunció secamente.
Cuando salió el matrimonio, aún faltaban diez minutos de horario comercial, pero decidió que lo haría antes de cerrar.
Se fue al almacén y colgó en la viga una soga de la decoración de Halloween, a la que hizo un nudo corredizo que le había enseñado un monitor en un campamento de verano. Subió a la pila de libros con la intención de despedirse del mundo cruel, se puso la soga al cuello y, de repente, alguien tocó el timbre del mostrador como su hermana, tres toquecitos y luego otros tres. Se quitó la soga, abochornado, y acudió al mostrador para ver qué tal le había ido a ella.
Allí solo había un chavaluco vestido de elfo. Ernesto dudó si se había ahorcado ya o no.
—Perdona por venir tan tarde, pero es que he estado repartiendo flyers hasta ahora.
—Nada, no te preocupes —contestó Ernesto—, ¿qué es lo que quieres?
El elfo sacó una lista de siete libros del bolsillo y se la dio al librero.
Ernesto empezó a leerla sin mucha esperanza, quería las obras completas de Rimbaud en edición bilingüe, Diario de un ladrón, de Genet, Claros en el bosque de María Zambrano… y otros cuatro libros más de los que conformaban la escalera hacia la muerte que había construido en el almacén.
Allí fue a por ellos, con la sonrisa de quien está viviendo un milagro.
Mientras los envolvía para el elfo, llegó su hermana y le dijo, sin entrar en detalles, que todo había ido muy bien porque sus compañeros la habían acompañado y apoyado en el asunto.
El elfo se fue con un cómic de regalo por ser el mejor cliente de la tarde y los hermanos cerraron la librería y se fueron a casa.
—¡Cuidado, Ernesto! —dijo su hermana—, menuda mierda gigante para estar en una calle, ¡cómo será el perro de grande!
—Yo creo que es de reno.
Los dos se rieron.
—¿Y qué vas a hacer para cenar, Ernesto?
—Pues canelones de pularda, solo me falta meterlos en el horno.
—Ay, como mamá. Te quiero mucho.
—Y yo a ti. Serán unas felices Navidades.
*suenan cascabeles*
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