Por qué el ejercicio es poco útil para perder peso y aun así es imprescindible
Un estudio sugiere que es el exceso de mala comida y no el sedentarismo el principal culpable de la epidemia de obesidad


La obesidad es una de las principales causas de enfermedad y muerte en el mundo, pero aún no se entiende bien su causa. Hay personas, sobre todo delgadas, que piensan que la solución al engorde es sencilla: comer menos y hacer más ejercicio. El sedentarismo de la vida moderna ha sido señalado como una de las causas del sobrepeso, y parece lógico. En las comunidades de agricultores tradicionales o cazadores recolectores, donde moverse es imperativo, la obesidad es tan rara como lo era en Europa o EE UU hace 200 años. Sin embargo, los datos contradicen el sentido común.
Un estudio reciente publicado en la revista PNAS, que ha logrado medir con precisión el gasto energético de más de 4.000 adultos de 34 grupos humanos con modos de vida diversos de todo el mundo, muestra que se incrementa con el desarrollo económico y que es mayor en los países más industrializados. Esto se debe, principalmente, a que los habitantes de esos países suelen ser más grandes y sus cuerpos consumen más energía.
Cuando los investigadores, liderados por Herman Pontzer, profesor de Antropología Evolutiva y Salud Global de la Universidad de Duke (EE UU), ajustaron el cálculo teniendo en cuenta el tamaño corporal, el gasto energético total se redujo entre un 6% y un 11%, y ni siquiera en todos los casos. Por ejemplo, los cazadores-recolectores Hadza y los agricultores y pastores Daasanach, de África ecuatorial, tenían un gasto total diario equivalente al de noruegos o estadounidenses, pese a su menor tamaño. Los tsimane de Bolivia o los yakut de Siberia tenían un gasto total superior, pero este no se debía a que se muevan más, sino a un gasto superior en reposo, atribuido a una mayor exposición a patógenos que provoca una activación continua del sistema inmune.
Para calcular el gasto energético con precisión, los investigadores utilizaron el método conocido como agua doblemente marcada. Los voluntarios bebieron agua con versiones pesadas de los isótopos del oxígeno y del hidrógeno (2H y 18O), que se eliminan del cuerpo a distinto ritmo que el agua normal, para calcular la producción de dióxido de carbono. La similitud en el gasto energético de las distintas poblaciones apunta a que la causa principal de la obesidad en los países industrializados es el aumento de la ingesta de energía, y en particular de alimentos ultraprocesados.
Los resultados del estudio resaltan lo erróneo de los enfoques que inciden en la importancia del ejercicio y tratan de soslayar la necesidad de políticas que faciliten una reducción de consumo de comida, en particular la ultraprocesada. Compañías como Coca Cola, por ejemplo, han lanzado mensajes que relacionan el ejercicio regular con el control del peso, fomentando a través de distintas instituciones científicas la idea de que la culpa de la obesidad está más en el sedentarismo que en las malas dietas. Los análisis presentados por el equipo de Pontzer estiman que el aumento de la ingesta energética ha sido alrededor de diez veces más importante que el gasto energético en la actual crisis de obesidad.
¿Significa esto que quien desee adelgazar puede centrarse en la dieta y olvidar el ejercicio? Según los autores del estudio, tanto la dieta como la actividad física deben considerarse prioritarias para mantener la salud. Son esenciales y complementarias y no intercambiables.
Javier Butragueño, vocal de la Sociedad Española de Obesidad (Seedo) y miembro del grupo de investigación del Laboratorio de Fisiología del Esfuerzo de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM), que no ha participado en el estudio, advierte del error de ver el ejercicio como una herramienta para quemar calorías, porque es “un regulador profundo de la salud de los sistemas fisiológicos y metabólicos que influyen en el funcionamiento de todos nuestros sistemas”. “La actividad física regular previene y ayuda a manejar hasta 35 enfermedades crónicas, desde la diabetes tipo 2 y las enfermedades cardiovasculares hasta algunos tipos de cáncer”, señala. “Además, fortalece nuestra salud mental, reduce el estrés, mejora el sueño y prolonga la autonomía funcional a lo largo de los años”, continúa.
En la época de los fármacos antiobesidad, Burgueño señala cómo el ejercicio puede multiplicar sus beneficios y reducir riesgos como la pérdida de masa muscular. “El movimiento refuerza la sensibilidad a la insulina, modula la inflamación y mejora la eficacia de los fármacos, es una alianza que combina lo mejor de la farmacología con la potencia fisiológica y que no tiene nada que ver con el gasto energético per se”, explica. “Ni la pastilla más avanzada puede reemplazar el poder de moverse”, concluye Butragueño.
David Jiménez, profesor de la Universidad de Cádiz y portavoz de Seedo, coincide en que “reducir el ejercicio físico a su contribución calórica es conceptualmente erróneo y científicamente limitado”. Además de los beneficios mencionados, el ejercicio mejora la flexibilidad metabólica, que permite a los músculos y a otros órganos alternar entre diferentes sustratos energéticos como la glucosa o los ácidos grasos dependiendo de la demanda. Esto implica, según explica Jiménez, una mejor respuesta a la insulina, que reduce la tendencia a almacenar grasas después de las comidas y que, con la misma ingesta de alimentos ultraprocesados, las personas activas acumulen menos grasa que las sedentarias.
“Cualquier política de salud o modelo fisiológico que desestime el papel del ejercicio por su limitado impacto en el gasto energético neto está ignorando sus beneficios más potentes y profundos: los de transformar cómo el cuerpo responde y se adapta a la ingesta, en lugar de limitarse a contabilizar calorías entrantes y salientes”, concluye Jiménez.
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