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La falta de consenso médico pasa factura a los pacientes de covid persistente: “Pasan los años y muchos estamos empeorando”

Cinco años después de la pandemia, la falta de una definición estándar está nublando la comprensión científica de esta enfermedad incierta, repleta de estigmas y de la que aún se sabe muy poco

Pacientes de covid persistente
Constanza Cabrera

La vida de Mamerto Moreno se torció una tarde cualquiera de diciembre de 2021. Él llevaba trabajando casi dos décadas como auxiliar de enfermería en un centro psiquiátrico de Cataluña. Debía dar de comer a los pacientes, levantarlos y vestirlos. No sabe con certeza cómo, pero el coronavirus se alojó en su cuerpo. No era la primera vez que se contagiaba, pero en aquella ocasión sintió algo diferente. El virus avanzó sin pausa y se extendió implacable por su organismo.

“Caímos todos”, cuenta por teléfono desde su hogar en L’Aleixar (Tarragona); y añade: “Mi marido también lo contrajo, pero lo suyo fue leve: una fiebre ligera, un cansancio pasajero y nada más”. Habla con la voz gastada, como si cada palabra fuera apenas un hilo de aire que exhalan sus pulmones. En Moreno, en cambio, el destino tenía otros planes. Nunca volvió al trabajo. A los 42 años, utiliza una silla de ruedas eléctrica para desplazarse, cobra una pensión contributiva y toma más de veinte medicamentos por día. Anticoagulantes, corticoides, pero también antidepresivos. Los domingos prepara un pastillero, pero hay momentos en que no logra recordar con claridad. A veces se olvida. Entonces su marido le asiste con las dosis de cada píldora.

Moreno es parte de REiCOP, la Red Española de Investigación en Covid Persistente. Dice que es una forma de hacer algo con lo que le pasó. Este síndrome postvírico se manifiesta de formas muy diversas. Se cree que afecta a cerca de 400 millones de personas en el mundo y lo han padecido casi una de cada cuatro personas infectadas con SARS-CoV-2 en España. No existe una manera única de vivir la covid persistente. Tampoco hay un tipo de paciente estándar. “Hay médicos que al oír covid persistente solo sonríen, como si fuera un invento”, enfatiza.

La realidad es que la falta de una definición consensuada está nublando la comprensión de la enfermedad. Un reciente estudio publicado en la revista JAMA Network Open, que utilizó los datos de 4.700 personas, reveló que las definiciones varían de tal manera que el porcentaje de personas con la enfermedad puede oscilar entre el 15% y el 42%.

“Usar diferentes definiciones afecta significativamente las estimaciones de su prevalencia”, enfatiza Lauren Risk, autora principal y profesora adjunta de la Facultad de Medicina David Geffen de la Universidad de California en los Ángeles (UCLA). Los científicos estadounidenses aplicaron cinco definiciones de COVID persistente publicadas en estudios realizados en EE UU, Reino Unido, Países Bajos, Suecia y Puerto Rico. Seleccionaron estos conceptos por varias razones: eran estudios con muestras grandes —lo que permite estimaciones más precisas—, cubrían diferentes momentos de la pandemia y representaban distintos países, lo cual aportaba diversidad geográfica y temporal.

La doctora Pilar Rodríguez Ledo, presidenta de REiCOP, opina que la nueva investigación refleja la situación real que viven los médicos con estos pacientes: “No contamos con una definición basada en una prueba objetiva, que sería lo ideal. Al estar sustentadas en consensos, varían, lo que genera resultados poco consistentes”, reconoce.

Esta experta, que lleva tres años al frente de la organización, subraya un matiz importante. El sistema sanitario estadounidense es privado y difiere mucho de otros contextos, por lo que se deben valorar los resultados con cautela. “Esto refuerza la necesidad de consensuar definiciones, implementar su uso en la práctica clínica. Al final, es un problema en el avance hacia investigaciones enfocadas en tratamientos curativos o estabilizadores”, agrega Rodríguez Ledo.

Es un escenario inquietante, sobre todo para los pacientes que no se sienten escuchados. “Yo lo llamo maltrato administrativo y maltrato sanitario”, enfatiza Moreno. Y aunque cuenta con una pensión, ha tenido que costear por cuenta propia casi todos los gastos médicos y de adaptación del hogar: más de 3.000 euros en equipamiento y reformas necesarias para mantener una mínima calidad de vida.

Pacientes que no encajan

No hay una brújula firme que marque el rumbo a la comunidad médica. La consecuencia inmediata son resultados que no se sostienen, datos que se desarman o enfermos que, simplemente, no encajan. Delphine Crespo tiene 52 años, preside la organización Long Covid Aragón y se contagió en marzo de 2020 trabajando en las oficinas de un hospital. Tuvo que cambiar de empleo porque, para ella, el entorno médico representaba un riesgo constante. Sus síntomas, que varían entre fatiga crónica, dolor muscular y fantosmia —un tipo de alucinación olfativa—, son un poco más llevaderos en comparación a Mamerto Moreno, pero el miedo es el mismo.

“Pasan los años y muchos estamos empeorando. Pedimos que pasen realmente a la acción y organicen ensayos clínicos enfocados en tratamientos dirigidos”, señala por teléfono desde su hogar en Zaragoza. Ella opina que el estudio de la UCLA solo aborda tres síntomas de los 200 posibles, “omitiendo muchos otros significativos y debilitantes”. Los síntomas menos notorios, dice, suelen ser los más crueles, como los cardiovasculares.

Lauren Risk lo admite. Es consciente de las limitaciones de su investigación. “Puede que el artículo resulte insatisfactorio para algunos porque no ofrece una definición única como solución. El objetivo era evidenciar cuánto importa el uso de distintas definiciones y hacer un llamado a la comunidad científica para trabajar colectivamente”, sostiene la autora principal.

La última vez que Mamerto Moreno ingresó en la UCI fue hace unas semanas. “Llévame rápido al hospital porque algo pasa”, le dijo a su marido. No llegó a decir mucho más. Moreno se desmayó en el momento. Sufrió un síndrome compartimental en un brazo, lo que se traduce en que se inflamaron sus tejidos que no dejaban pasar el riego sanguíneo. “Si yo no llego a estar en casa, Mamerto ya no tendría el brazo”, su marido, Raúl Cerilla. Previo a ese episodio, en febrero sufrió una trombosis en la misma extremidad que se desplazó al pulmón.

Mamerto Moreno acompañado por su marido y cuidador Raúl Cerilla en el Parque de Sant Jordi de Reus (Tarragona).

Delphine Crespo insiste en que hay médicos que “no dan crédito” de la enfermedad. “Me han dicho que es algo depresivo y es sorprendente ver el sesgo de género”, expresa. Ella acude regularmente a su médico de cabecera a través de la Seguridad Social y también al Centro de Especialidades Médicas Grande Covián, que cuenta con un internista, una enfermera gestora de casos, un médico rehabilitador y un psicólogo. Esta es una de las pocas clínicas multidisciplinares que hay en las comunidades autónomas españolas. Los datos recogidos por REiCOP apuntan a 24 en el país.

La doctora Rodríguez Ledo advierte de que, ante las numerosas diferencias de criterios, se necesita una definición común para poder comparar resultados entre estudios y contextos. “Si cada quien utiliza un criterio distinto, no podemos entender la evolución del problema”, dice. REiCOP se encuentra en la fase inicial de una nueva investigación —financiada por el Instituto de Salud Carlos III— para crear una definición probabilística, es decir, una herramienta que permita estimar la probabilidad de tener covid prolongado.

La idea, cuenta, es hacer una combinación de ciertos síntomas o variables clínicas, igual que se hace en enfermedades como la insuficiencia cardíaca o la artritis reumatoide. “Todavía estamos en la fase de recogida de datos”, cuenta la especialista. Con la ayuda de redes neuronales e inteligencia artificial, los investigadores esperan incorporar muchas más variables, analizar su impacto y comenzar a entender este padecimiento.

Unas vidas diferentes

Mamerto Moreno y Delphine Crespo forman parte del creciente grupo de personas afectadas por la covid persistente, una condición para la que aún no existe tratamiento ni cura efectiva. Antes de la enfermedad, Moreno era activo, sociable, amante de la naturaleza y el deporte. En la actualidad vive confinado en su casa, “un verdadero oasis” como la describe, pero sin posibilidad de hacer planes ni tener una vida social estable.

“No puedo prever nada. Hoy estoy bien, mañana no puedo ni levantar el teléfono para avisar”, cuenta. Dice que la gente que lo conoce ha visto su cambio. Antes era el rey de la fiesta. Iba a una discoteca y sacaba a bailar a todo el mundo. Era el que en una cena familiar hacía reír a todos. Su salud mental se ha visto afectada por su percepción corporal. Pasó de 65 a 100 kilos en cuatro años: “No me reconozco. No me miro al espejo porque no soy yo”. Ahora encuentra apoyo en su marido y en algunos profesionales de salud, especialmente su doctora de cabecera: “Ella me entiende, me escucha, gestiona todo lo que necesito. Tiene empatía”.

Mientras que Crespo intenta llevar una vida relativamente normal, aunque a veces el jamón le sepa a moho y la coca cola a hierro, para Moreno ya nada es igual: “Tengo 42, pero estoy atrapado en el cuerpo de una persona de 80 años. Esto acaba de empezar y ya estamos olvidados”, reflexiona.

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