‘Scary Movie’
La crisis económica pasa a segundo plano. Ahora lo que más nos preocupa es la crisis institucional

Hace unos meses escribí una columna que se titulaba “La política del esperpento”. En este contexto político tan animoso que nos acompaña he estado tentado de hacer como los americanos con las películas de éxito, mantener aquel título y empezar a añadirle números, como American Pie o Scary Movie, que ya han llegado a las nueve versiones cada una. Si no lo he hecho ha sido porque podría acabar introduciendo una similar cantidad de secuelas. Además, el título que me pedía el cuerpo era “Gobierna como puedas”, tratando de imaginar al genial Leslie Nielsen en el papel de presidente del Gobierno. Pero no, no está el horno para bollos. Por muy surrealista que nos parezca todo, no estamos ante una película de humor; si acaso, de humor negro.
No tiene ninguna gracia, por ejemplo, que se acuse a un juez por parte de sus colegas de tener “poderes adivinatorios” y de buscar chivos expiatorios por la crisis. O, y esto ya ronda el escarnio, de valerse de Wikipedia para argumentar sus juicios. Esperábamos que en ese espacio, al menos, prevaleciera una dialéctica no contaminada por el fragor de la política o por la pasión que en todas partes parece haberse adueñado del lenguaje. Necesitábamos creer en algo, y la justicia era de los pocos estamentos en los que habíamos puesto nuestra confianza cada vez que saltaba un caso de corrupción. Lo mismo ocurre con los notarios, los registradores y Hacienda —así, en mayúscula y en singular—. Si se nos desmorona esa santísima trinidad marcada por la solemnidad, el rigor y la estabilidad ya sí que no sabremos dónde apoyarnos. Lo público queda despojado de sus últimos ropajes, aparece reducido a su pura desnudez. Y, sin embargo, la nefasta gestión del caso de las propiedades fantasma de la Infanta está poniéndolos a todos bajo sospecha, y ha contribuido a reverdecer toda suerte de teorías conspiratorias.
Si hay algo estremecedor en una democracia es cuando poco a poco vamos perdiendo la confianza en las instituciones y en los otros ciudadanos. La confianza es un intangible que cumple la función de reducir la complejidad bajo condiciones de incertidumbre. Allí donde hay transparencia plena no hace falta “confiar”, porque siempre sabemos a qué atenernos a partir de la información disponible. Dado que esta situación es inalcanzable, la confianza nos permite poder presumir que cada cual cumple con su función, adecuar nuestras acciones a expectativas fundadas. Cuanto más se extienda, menores serán los costes de información y de transacción y tanto más fácil será también la convivencia. Puede parecer contradictorio respecto a lo ya dicho, pero la transparencia juega un importante papel como sostén de la confianza. Confiamos porque, aunque no sepamos lo suficiente, sabemos que podemos llegar a saber. Por eso nunca puede fructificar allí donde impera el engaño y la mentira o cuando tomamos conciencia de que las personas o las instituciones no cumplen con las expectativas que estaban llamadas a satisfacer.
Esto último es lo que ha ocurrido en España como consecuencia de la crisis. De repente hemos caído en la cuenta de que nada era como habíamos supuesto. En parte porque, como ahora observamos, vivíamos en una sociedad opaca. Y en cuanto se hizo la luz todo fueron sombras. La crisis económica, y esto es lo extraordinario, ha pasado a un segundo plano. Ahora lo que más nos preocupa es la crisis institucional. La desconfianza se extiende como una mancha de aceite y está barriendo incluso a cuerpos del Estado o a instituciones que merecerían ser evaluados con mayor generosidad; o, al menos, con más matices. La crítica se torna en cinismo, nos regocijamos en la negatividad hacia unos u otros o hacia todos y todo, como si ya nada mereciera la pena salvarse, como si solo pudiéramos regenerarnos a partir de la destrucción. El mundo de lo público ha empezado a verse exclusivamente poblado por “malos”, y todo juicio positivo no interesado políticamente aparece como sospechoso o es motivo de escarnio. Eso es lo que da miedo.
Es cierto que los políticos no nos ayudan, que han caído en la caricatura y, como hemos visto por el caso de la renovación del TC, no parecen aprender de sus errores. El faccionalismo sigue inundándolo todo y nadie asume las responsabilidades debidas; faltan generosidad, ejemplaridad y autocrítica, y sobra soberbia. Parecen haber olvidado que las cuestiones políticas ya no están solo en sus manos, nos las hemos apropiado todos. No necesitamos amarlos o admirarlos, pero sí poder volver a confiar en ellos. Si alguna vez lo conseguimos, esta película de terror, casi de ciencia ficción, podrá tener un final.
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