El espantajo de la Cataluña de los 10 millones
La prosperidad en el nuevo escenario depende de los amplios pactos de país que las élites políticas y empresariales han sido incapaces de firmar

Circula en el anexo de la discusión parlamentaria, redes y tribunas en las que se acaba conformando la opinión pública, el debate sobre la Cataluña de los 10 millones de habitantes. Controversia sugerente, porque incentiva la prospección de un modelo de país y exige finura en el argumentario, peligroso como resultaría que las soluciones propuestas ante semejante reto se parecieran a la brocha gorda de la extrema derecha. El enfoque maniqueo sobre partidarios y detractores de una Cataluña en crecimiento, con el interrogante central de si caben más ciudadanos, sería el primero de una cadena de errores.
En el centro del debate no debe estar si es sostenible más aportación migrante al censo, cuestión zarandeada como instrumento de confrontación, sino la idoneidad del modelo productivo y la eficacia de las políticas públicas. Con una tasa de natalidad baja -6,6 nacimientos por cada 1.000 habitantes en 2024 según el Idescat, cuando hace 20 años era casi el doble-, resulta evidente que la inmigración ha aportado el crecimiento de la población. Lo hizo en la década del 2000, cuando se superó la barrera de los siete millones, y está volviendo a ocurrir, con un saldo positivo anual superior a los 100.000 habitantes desde 2022.
Esta realidad perceptible es consecuencia del camino escogido por Cataluña y sus dirigentes empresariales y políticos -nacionalistas conservadores, socialistas e independentistas de diverso pelaje-, con el añadido de la creciente movilidad global. El país de los 8 millones, con atractivos notables, tiene también una economía terciarizada por el gran peso del turismo -seis de cada diez empleados ocupados en el sector servicios, de salarios bajos-; no puede atender las enormes dificultades en el acceso a la vivienda; percibe la progresiva endeblez de los servicios públicos y constata el retroceso en el uso social de la lengua. Los buenos datos de la locomotora catalana -incluida una tasa de paro del 8,1%- no retratan un motor gripado en lo social.
Entiende el Govern que sería negligente no prepararse para una Cataluña con dos millones más de habitantes y, asumiendo las predicciones demográficas, preconiza cambios en la administración, ofensiva inversora en pisos sociales, esfuerzos para la reindustrialización y un plan de infraestructuras que incluye la ampliación del aeropuerto.
La receta de Salvador Illa no parece desmarcarse de moldes pasados. Pero la prosperidad que persigue el president, que resultaría más factible con valentía en la financiación singular, depende sobre todo de lo que no han sido capaz de hacer las élites políticas y empresariales en los últimos lustros: amplios pactos de país. Acuerdos robustos para diversificar la economía y actualizar salarios, incrementar el peso de las energías verdes, contener los precios de la vivienda, sellar grietas en la escuela y la sanidad, y proteger la lengua.
Más que el estéril listado de disidentes de la Cataluña de los 10 millones con el espantajo de un territorio invivible de identidad perdida, el momento demanda cintura para posibilitar cambios trascendentes. Los que renuncian a sumar -que concuerda con pensar- ya han plantado la semilla del mensaje que responsabilizará a la inmigración de males venideros. Mejor consensuar que lamentarse.
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