Cuando moreras, sicomoros y naranjos cuentan la historia de Palestina e Israel
La escritora italiana Paola Caridi desgrana el pasado y presente de Oriente Próximo a través de lo que transmiten sus árboles


El tiempo de los libros, al igual que el tiempo de los árboles, no es el mismo que el de los seres humanos. La morera de Jerusalén (Errata Naturae), el último libro de la historiadora y periodista italiana Paola Caridi, germinó frente al árbol que le da título, una morera en el barrio de Musrara de Jerusalén. Ocurrió mucho antes de que la autora, que pasaba a su lado cada día, tuviera la menor intención de escribir sobre ese y otros árboles que han sido actores, testigos, víctimas o supervivientes de las sacudidas de la historia en Oriente Próximo, especialmente en Palestina e Israel.
Como los sicomoros de Gaza, que formaban verdes avenidas kilométricas; los olivos de Belén, arrancados desde hace 20 años para dejar sitio al muro de separación construido por Israel, que “encerró a los humanos en una prisión de casas y sin naturaleza”, escribe; los naranjos de Jaffa, hoy Tel Aviv, símbolo de la ausencia y el desplazamiento forzado, o los inmensos bosques de pinos creados por los israelíes, que transformaron el paisaje “en el intento de apropiarse de la tierra” que tanto anhelaban.

Los árboles siempre llegan antes que los humanos, escribe Caridi, y podrían contar otra historia que va más allá de las guerras recientes, de las fronteras trazadas por el hombre o de las ansias colonialistas. “Los árboles y las plantas me han susurrado cosas al oído con el paso de los años, algunas de las cuales no he sido capaz de entender, pues estaba demasiado ocupada leyendo la historia escrita exclusivamente por los humanos”, explica la autora en el libro.
“Cuando viví en Jerusalén, también fui testigo de dos tipos opuestos de relación con la misma tierra: los palestinos pertenecen a la tierra, pero los israelíes quieren dominarla”, agrega, en entrevista telefónica desde Italia.
Caridi desgrana esa unión cómplice de los palestinos con la tierra y sus árboles, contando, por ejemplo, cómo ponen pedazos de lino en las ramas de los sicomoros para pedir un bebé o en agradecimiento por haberse curado de una enfermedad. O cómo se transmite de generación en generación la manera de recoger las olivas sin hacer daño al árbol. O cómo se colocan algunos gramos de tierra palestina debajo de la nuca de los muertos, gracias a algún familiar o amigo que la ha hecho llegar. “Para que reposen sobre la tierra que les vio nacer, pero a la que nunca pudieron regresar”.
Cuando viví en Jerusalén, también fui testigo de dos tipos opuestos de relación con la misma tierra: Los palestinos pertenecen a la tierra, pero los israelíes quieren dominarlaPaola Caridi
En uno de sus viajes a Jerusalén, esta escritora comprobó que la morera de Jerusalén por la que pasaba delante cada día, “esa presencia sabia y silenciosa que siempre estaba ahí”, había sido cortada de cuajo, y sintió que tenía que escribir algo sobre la particular relación entre los árboles y los humanos en esa parte del mundo. “Ahora comprendo que ha llegado el momento de escuchar otra versión de la historia, más amplia y menos cruel, que esté escrita por humanos con la sangre de otros humanos”, explica en el libro, que puede leerse como un relato íntimo, un tenaz manifiesto político y hasta un grito contra el cambio climático.
Mucho más que una simple franja de tierra
¿Qué nos dirían hoy los árboles de Gaza? “Nos hablarían de un lugar que era la parte final de la ruta del incienso o las especias, de fronteras que no existían antes de 1948, de una región con miles de años de historia. Gaza se llamaba Gaza hace más de 3.000 años y es mucho más que una simple franja de tierra”, responde.
En octubre de 2023, cuando estalló la guerra que sigue asolando este territorio, quedaban ya en la Franja pocos sicomoros o jumaiz, su nombre en árabe. Resulta difícil ahora, con los ojos inundados de imágenes de hambre, muerte y devastación, imaginar que hace 1.000 años, el geógrafo árabe Al Muhallabi describió una majestuosa avenida de tres kilómetros de sicomoros, situada en Rafah, al sur, cerca del mar. Los árboles entrelazaban sus ramas y formaban una especie de bóveda natural hasta donde se perdía la vista, recuerda Caridi. Los gazatíes también cuentan que la Virgen María, de retorno a Nazaret, encontró descanso al pie de un sicomoro a la altura de Yabalia, campo de refugiados del norte de la Franja, actualmente arrasado por las bombas. El árbol fue venerado por la comunidad y en algún momento Yasir Arafat, premio Nobel de Paz y líder palestino, soñó con convertirlo en un lugar de culto religioso, subraya la autora.
En las páginas del libro de Caridi flota de manera permanente la certeza de que el conflicto israelo-palestino es por esa tierra y nada más. “Quienes hemos vivido allá sabemos que hay un uso o más bien un abuso de Dios, una especie de mascarada o de narrativa superficial que quiere hacer parecer esto como un conflicto religioso. La tierra es la raíz de la cuestión”, insiste.
En La morera de Jerusalén también está omnipresente una gran pregunta sin respuesta: Los palestinos se preguntan hasta hoy cómo Israel puede talar los árboles si afirman que la tierra les pertenece, que es su tierra prometida. “Si cortas un olivo en Belén para edificar un muro, significa que no estás entendiendo esa tierra, ni tampoco la conexión de Belén con Jerusalén. Y eso a los palestinos les resulta incomprensible”, afirma.
Si cortas un olivo en Belén para edificar un muro, significa que no estás entendiendo esa tierra, ni tampoco la conexión de Belén con Jerusalén. Y eso a los palestinos les resulta incomprensiblePaola Caridi
Colonialismo botánico
En esta historia narrada a través de los árboles, la autora recuerda también el discurso del primer ministro David Ben Gurion ante el Parlamento israelí en 1949, en el que pidió “tapizar con árboles todas las montañas y laderas del país”, fundamentalmente por “razones de seguridad”.
“Se necesitaba un ejército de árboles que no se limitase a transformar el paisaje, sino que sirviera de instrumento en el proceso de apropiación total de la tierra”, escribe.
Y durante décadas se plantaron 250 millones de árboles, una estrategia militar aplicada a la naturaleza, que para Caridi “también es una ocupación”. “Se destrozó un paisaje para tener otro, que se adaptaba más a lo que ese sionismo de los inicios pensaba que era el paisaje de su tierra prometida. Necesitaban un paisaje europeo, más cercano tal vez a los lugares que habían dejado”.
Eso se llama “colonialismo botánico”, asegura. “O mejor dicho imperialismo botánico, donde se establece una narración que esconde y olvida todo lo que ha sucedido antes de la llegada del conquistador, que es quien detenta el poder de la historia”.
El té, el café, el opio o los gusanos de seda han sido pilares de ese colonialismo durante siglos. “Israel es solo uno más, después de franceses, británicos...”.
Las naranjas de Jaffa son un ejemplo claro de cómo la narración de la historia puede transformar la realidad y su percepción. “Durante siglos fueron símbolo de la riqueza y espíritu cosmopolita de Palestina. En Jaffa vivían muchos extranjeros y toda esa efervescencia giraba en torno a las naranjas”, recuerda. Pero a partir de 1948, tras la creación del Estado de Israel, “las naranjas palestinas son las naranjas israelíes de Jaffa”, la imagen de un país joven, y simbolizan el éxito de su agricultura. Pero para los palestinos, esas naranjas representan hasta hoy la “tierra perdida junto a la ciudad perdida”.
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