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Los agricultores africanos reclaman su derecho a plantar semillas autóctonas, prohibidas en seis países

Las leyes de Kenia o Tanzania solo autorizan la venta o intercambio de simientes certificadas, normalmente propiedad de multinacionales agrícolas y genéticamente modificadas. Grupos de campesinos denuncian que se les niega el derecho a elegir

Agricultores Africa

La cosecha de 2014 resultó nefasta para Francis Ngiri, un agricultor de Makongo, pequeña localidad al sur de Kenia. El azote de El Niño fue especialmente virulento ese año, con lluvias torrenciales que anegaron millones de hectáreas, entre ellas la plantación de mijo y garbanzos que Ngiri cultivaba con semillas certificadas compradas a una empresa agroindustrial. Para hacer frente al coste de las semillas y sus correspondientes insumos (fertilizantes y pesticidas químicos), Ngiri había pedido un préstamo al que no pudo hacer frente tras el exiguo rendimiento de sus tierras en aquella temporada fatídica.

Desencantado y en quiebra, Ngiri decidió volver a las semillas indígenas que los campesinos africanos llevan siglos guardando o adquiriendo mediante trueque y compraventas informales. Él ya lo había hecho, enseñado por su padre, antes de pasarse temporalmente a la agricultura intensiva. Aparte de retomar el trabajo en el campo a la vieja usanza, Ngiri creó en 2015 un banco de semillas autóctonas que, cuenta orgulloso por videoconferencia, hoy atesora 124 variedades.

Un agricultor muestra variedades de maíz autóctono en un acto contra la ley de semillas de Kenia celebrado en el condado de Makenga, en octubre de 2023.

En teoría, su repositorio debería servir únicamente como curiosidad antropológica o museo de prácticas agrícolas de antaño. Con la ley en la mano (la normativa original data de 2012, con actualizaciones posteriores), intercambiar o comerciar con semillas no certificadas —aquellas sin derechos de propiedad porque no son de nadie— está prohibido en Kenia. Los castigos oscilan entre multas de 240 euros y penas de cárcel de hasta dos años. “Aún no se han producido arrestos, ya sea por falta de voluntad política o por la discreción de los agricultores, pero el peligro está ahí”, explica Ngiri. Un resquicio habitual para sortear la ley, prosigue, es que las semillas sin certificar se oferten en forma de grano, es decir, como alimento directo.

Él y otros 14 campesinos se han embarcado en una batalla legal para tumbar los artículos más punitivos de la ley keniana. “¿Cómo no oponernos a un tipo de regulación que impide que preservemos nuestra biodiversidad?”, se pregunta Ngiri, quien asegura que la última vista del proceso jurídico se celebró en mayo y se prevé que el juicio como tal arranque en septiembre. Desde Greenpeace, Elizabeth Attieno resume el núcleo de lo que dirimirán los tribunales: “El derecho de los agricultores a plantar lo que quieran y cuando quieran”.

Otros cinco países subsaharianos también prohíben que sus labriegos utilicen semillas indígenas. Según un reciente informe de la Alianza para la Soberanía Alimentaria en África (AFSA, por sus siglas en inglés) y otras entidades como Swisaid, así ocurre en Tanzania, Malaui, Namibia, Chad y Sierra Leona. Sobre el papel, incluso regalar semillas no certificadas es delito. En Europa, tal severidad se da en dos países: Reino Unido y Bielorrusia. Y en toda Asia, solo en Pakistán.

Muestrario de semillas indígenas de Kenia durante un acto para reivindicar el derecho a su libre uso, en el condado de Makenga, en octubre de 2023.

Uno de los autores del informe de AFSA, Simon Degelo, asegura que han diseccionado la legislación de todo el continente y que, se estén o no aplicando las leyes, tras su lectura “queda meridianamente claro” que en esos seis Estados queda proscrita la libre circulación de semillas nativas. Aun así, Aggie Konde, vicepresidenta de AGRA, el principal lobby a favor de la agricultura intensiva en África, niega la mayor: “En ningún país africano se prohíbe el intercambio de semillas indígenas; solo se protege la propiedad intelectual de las semillas mejoradas”, expresión habitual para referirse a certificadas, que suelen haber sufrido algún tipo de modificación genética. Consultada de nuevo tras las declaraciones de Konde, Elizabeth Attieno, de Greenpeace, no sale de su asombro: “¿De verdad no tienen nada mejor que decir que negar lo evidente?”.

Bajo esta dureza legislativa subyace un enconado debate sobre el futuro de la agricultura en África. La discusión pivota en torno a la seguridad alimentaria, que para AGRA y otros defensores de la vertiente agroquímica estará permanentemente amenazada si el continente no se mueve hacia un modelo más intensivo. Pocos cuestionan que, en circunstancias normales, las semillas certificadas producen mejores cosechas, al menos en cuanto a cantidad. La vicepresidenta de AGRA señala que, según los datos que maneja su organización, las variedades índigenas “rinden un 70% menos que las mejoradas”, mientras que estas últimas “solo cubren el 30% de los campos africanos”.

Nexo identitario

La ecuación se complica si añadimos otros factores como el coste de producción o la resiliencia. “Cojamos el ejemplo del maíz. Las variedades de [semillas] locales pueden dar 300 kilos por hectárea, y las certificadas enriquecidas con vitaminas, 1.200 kilos”, afirma Samuel Arop, responsable en Uganda de Farm Africa, una ONG que opera en varios países del continente y apuesta por un “enfoque dual”. “El problema”, continúa Arop, “es que tienes que comprar certificadas todos los años, necesitas insumos para que rindan bien y son más propensas a plagas y a padecer los efectos del cambio climático que las indígenas, mejor adaptadas a zonas ecológicas específicas”. Para azuzar más la conversación, en ella se cuela el apego de las comunidades hacia “semillas que han pasado de generación en generación y contienen un fuerte componente de identidad cultural”, apunta Arop. Konde zanja esta última cuestión tirando de pragmatismo: “No estoy segura de que a nuestros ancestros les guste que los africanos sufran de malnutrición”.

Aunque no ocultan su preferencia por la agroecología y su rechazo al tándem químico/transgénico en los cultivos, AFSA, Greenpeace y otras voces insisten en resituar el debate hacia el mero derecho a elegir. Degelo recuerda que él no se mete en “cuál de las dos opciones es mejor”. Su interés radica en alertar sobre legislaciones draconianas que impiden que “los campesinos puedan optar por lo que consideran que más les conviene”.

Sobre los motivos para criminalizar el uso de semillas tradicionales, Degelo observa una mezcla de “ignorancia e intereses externos”, con la lucha por el relato agrícola en África sobrevolando la acción de los parlamentos nacionales. “Los políticos que aprueban estas leyes suelen estar muy lejos de la realidad del campo y, con frecuencia, compran la idea de que las semillas indígenas son malas y están pasadas de moda. Mientras, las empresas y lobbies del agronegocio hacen muy bien su trabajo al invitarles a eventos por todo lo alto para formarles en modelos más eficientes de agricultura”, sostiene. “Sorprende ver carteles de empresas que publicitan semillas certificadas en las sedes de nuestras instituciones agrícolas”, añade el agricultor keniano Francis Ngiri.

Para Edwin Baffour, de Soberanía Alimentaria Ghana, impedir que los campesinos utilicen semillas si estas no han sido generadas en un laboratorio (normalmente a miles de kilómetros de África) supone un disparate que agrava la dependencia del continente. “Cualquier día, EE UU u otro país puede frenar en seco la exportación de semillas a África. ¿Qué haríamos entonces?”, argumenta. Según Baffour, hay además algo aberrante en la privatización de los procesos naturales: “Las semillas son un bien común como la lluvia, el sol o el aire que respiramos”.

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