Así se suicida la derecha convencional
El PP ha blanqueado programáticamente a Vox, y esa deserción se cuantifica en votos, como se ha visto en Extremadura


Tras el prólogo de Extremadura, el Partido Popular parece triunfador. Así sería si la carrera electoral autonómica fuese solo una disputa normal en las urnas. Pero es mucho más, y mucho peor. Es una pelea agónica entre la derecha convencional y la izquierda gobernante para descalabrar súbitamente al contrario y lograr que se hunda, bien por colapso moral, bien por implosión (traición, desafección), interna o externa de terceros protagonistas, se apelliden Ayuso o Nogueras.
O, si no sucede eso, para mantener posiciones cuando los dos líderes, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, pugnan por mantenerse en pie y por perder la menor cuantía de masa muscular propia antes de unas generales.
En esta pugna, el PSOE, con su catástrofe, parece perder más plumas. Pero el PP se despoja de algo más esencial: sus entrañas, la apariencia de partido convencional, de Estado, moderado, de derecha liberal. Esa confusión de atributos obedece a que casi la única de esta raigambre —liberal— ha sido en esta España la UCD, junto a los nacionalismos periféricos. Por eso, hay que referirse a su sucedáneo bastardo: una derecha convencional, sui generis, en la que han convivido conductas institucionales y no tanto, y componentes democráticos con pautas fragofranquistas.
Extremadura es el nuevo parteaguas tras el protoextremismo del PP valenciano de Carlos Mazón cuando en 2023 fue el primero en fiarlo todo al pacto con Vox, sublime inspiración permanente para Núñez Feijóo.
En campaña, el PP ha blanqueado programáticamente a ese rival. El racismo inmigratorio, si cabe más idiota en tierra de emigrantes, se alimentó de la casi indistinguible identidad de sus propuestas en el País Valenciano con las de los ultras. Por lo demás, muy marca de la casa, como se percibe con la actuación presuntamente delictiva del alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, en su cruzada “contra los moros” —como a ellos se refiere en privado—; o con su deslealtad al Pacto Verde europeo (el Ayuntamiento de Valencia, estafando a sus conciudadanos 150 millones de euros europeos por renunciar a la zona de bajas emisiones); o con el idioma, al censurar para la escuela los libros de los autores nacidos en Cataluña.
El resultado de esta deserción democrática se cuantifica. Las cifras evidencian que el PP, lo pretenda más o menos, trabaja electoralmente para Vox: perdió 7.935 votos extremeños, mientras el parafascismo subió en 39.960 papeletas. E interpreta los resultados de ambos como conjunto magmático, indivisible, inconfundible e indistinguible entre la derecha convencional y la ultraderecha: “Se trata de leer lo que quieren los extremeños, y quieren un 60% un Gobierno de derechas”, aduce. Como si sus electores equivaliesen a los de Von Papen y su partido ultracatólico, que acabó eligiendo canciller alemán en 1933 al orate de la camisa parda. Esa frecuente tentación suicida.
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