Jugar a las cartas en Navidad
Dentro de la baraja vive la lentitud; dentro del móvil, la velocidad


Me gusta la Navidad porque en Navidad se juega a las cartas. Se juega al tute y al mus, al guiñote y a la brisca, a la siete y media o al solitario. Cada casa tiene sus normas. En la mía llevamos unos años dándole al chinchón, y disfruto barajando y repartiendo, tomando té con la panza llena, anotando los tantos en largas columnas en un cuaderno de espiral, gruñendo a mi familia cuando se distraen en su turno para despistarme después yo en el mío. La baraja sirve para matar el rato en ese punto mágico que sucede entre la atención plena y el aburrimiento. Las cartas y el móvil son, por tanto, enemigos: compiten por un mismo objetivo y es imposible usarlos a la vez. Se parecen también en que un mazo y un teléfono tienen más o menos el mismo formato, evolucionado para la comodidad de la mano y el ojo humanos. Ambos generan un azar relativo a partir de unas normas matemáticas, y les asignamos exuberantes significados culturales. La baraja tiene sus ventajas, como no enviarte notificaciones ni despertarte en mitad de la noche, pero es menos eficiente para matar las tardes que un teléfono. Los móviles aceleran el tiempo: el movimiento crea información, y la información abundante hace que el tiempo transcurra más deprisa. Por eso, dos horas de partida en una sobremesa navideña son eternas, pero si estás sentada en el sofá mirando el móvil pasan en un suspiro. Dentro de la baraja vive la lentitud; dentro del móvil, la velocidad.
En las últimas dos décadas parecía haber ganado la pelea el teléfono, pero, al igual que otros objetos físicos —como el despertador, el reloj de pulsera o el periódico—, los naipes están siendo reivindicados como una forma analógica de recuperar la vida que se nos escapa. En la prensa anglosajona han aparecido un par de ejemplos interesantes. En el primero, la revista New York cuenta qué ha pasado en los institutos de ese Estado desde septiembre, cuando los móviles fueron prohibidos. Al parecer, han florecido los juegos de cartas, de mesa y deportivos entre los adolescentes. Hablan entre sí, se pican y algunos han rescatado los reproductores de CD o mp3 de sus padres. El texto está ilustrado con la foto de unos muchachos en chándal que —si sustituimos el póquer por el mus— podría haber sido tomada en mi instituto en los años noventa. En el segundo artículo, una escritora cuenta en The New York Times su experiencia albergando retiros de un mes sin conexión en Francia para estudiantes de Yale. Mientras los universitarios recuperaban su capacidad de concentración y pensamiento hacían punto, miraban las estrellas, competían al ping-pong. “Como los niños que aún son, juegan”, escribe. En El gran farol (Libros del Asteroide), Maria Konnikova dice que, en una era de distracción omnipresente, el póquer recuerda que la observación atenta y la presencia son cruciales. Ella misma, una excelente divulgadora digital de ciencia y psicología, se sumergió tanto en la investigación de ese juego para su libro que dejó el periodismo y se convirtió en jugadora profesional.
En estos días fríos y tranquilos en mi ciudad de origen, donde los bares son refugios climáticos de hombres y mujeres cuya partida eterna solo pudo interrumpir una pandemia mundial, supongo que quizá no eran necesarios tantos viajes de ida y vuelta, y que aprovechar las fiestas para jugar un poco es una forma magnífica de honrar nuestro tiempo y atención, desperdiciando ambos, lentamente, junto a los demás. Entreteniéndonos unos a otros como siempre hicimos.
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