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TRIBUNA
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El chico que pidió una maleta por Navidad

Unos 17.000 menores viven en España en centros de acogida. Algunos se pierden, pero muchos otros logran salir adelante

1. Fue al entrar en neonatos cuando vi a la niña. Estaba sola y muy quieta dentro de su pequeña urna de plástico. Yo aún andaba asustado ante la palabra incubadora. Seguía nervioso después del parto de riesgo, con cesárea de urgencia, del que se recuperaba mi pareja en el quirófano. Esa fue la primera vez que la vi. Desde aquel mediodía de otoño, en el octubre de las lluvias, la niña sigue orbitando en algún lugar de mi interior.

Así como nuestra hija prematura, ella también estaba protegida por una incubadora; justo en la de al lado. Parecían tan iguales: menos de dos kilos, la piel translúcida, los ojos cerrados, los brazos estirados, los puños cerrados, siempre con ganas de dormir.

Parecían iguales. No lo eran.

Ella había nacido, unos días antes, bajo el síndrome de abstinencia. Nació con el mono apoderándose de su frágil cuerpo. Enganchada ya a la droga que consumía su madre durante el embarazo. En su primera noche de vida, la enfermera la tuvo abrazada horas y horas para intentar calmarla. Ja el nàixer és un gran plor. A veces dos.

Cada tres horas, para la toma de pecho y biberón, yo la miraba. A veces, ya fuera de noche o de día, si ella estaba sin nadie, me inclinaba ante las paredes de su incubadora y le decía algo cariñoso. Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas.

Pronto me pidieron que no me acercara a ella. Supongo que por seguridad o protocolo. Sin embargo, de manera furtiva, yo siempre la miraba. No con la curiosidad de quien mira en un acuario a los axolotl, sino por una extraña sensación de culpa, de impotencia y de compasión. Como dice el cuento de Cortázar, la miraba con un dolor sordo: el de querer penetrar en lo impenetrable de su vida. Sintiendo en su mirada ciega el mensaje de los axolotl: sálvanos, sálvanos.

Una mañana se la llevaron. La madre, cargada de pasado, con una sobredosis de pasado sin metadona posible, perdía la tutela de su bebé como ya antes había perdido la tutela de uno, dos y tres hijos. La Administración se hacía cargo de esa niña, de tan incierto futuro. Hubo gritos. Hubo drama. Pero al fin se la llevaron.

Fue la única vez, en 20 días de hospital, que lloré.

Muchas veces desde entonces, y ya ha pasado un año, pienso en la niña. Qué habrá sido de la niña de la incubadora. Qué será de ella.

2. Hay una parte invisible, o velada, tras el muro de nuestras rutinas. Puede ser el sexto piso de un bloque suburbial de Valencia con toldo verde en el que Antonio, un jubilado, estuvo 15 años muerto entre palomas y el volar del viento que entraba por su ventana sin que nadie se percatara hasta hace dos meses. Puede ser la acera de una céntrica avenida de Valencia en la que un joven sintecho de 21 años, acurrucado en posición fetal y con restos de vómito junto a la cabeza, fue encontrado sin vida hace 15 días. Pueden ser, también, las vidas de los otros niños. Los invisibles.

En España hay 17.000 menores en centros de acogida. Yo le pido a ella, educadora, que me cuente de esas vidas. Y ella me contará historias de maltratos y de abusos en casa. De cómo, aun así, la pena por haber perdido un hogar va royendo su moral cuando se alarga su estancia en una residencia y no hay familia que los acoja. Me contará de chicos y chicas que se pierden, pero también de muchos otros que salen adelante en la hostelería, la obra o en peluquerías. Me contará del amor que siente por ellos cuando les toma la fiebre, los ayuda con los deberes o comen juntos. Me preguntará cómo es posible que la sociedad acepte que haya niños de segunda en este callado apartheid emocional. Pero, sobre todo, llorará al contarme la historia de aquel chaval que cumplía 18. Al día siguiente tenía que dejar el centro. No había piso para él. El Estado le decía adiós. Yo, me cuenta la educadora, cogí un taxi para llevarlo a un albergue. Él sabía adónde iba. Que yo lo acompañaba, que me despedía y ya está. Solo llevaba una mochila ordenada con ropa, comida y material de aseo. Estaba triste. Nunca más he sabido de él.

3. Así comenzaba Cortázar su cuento: “Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl”. Puede que sea ese tiempo.

Me dan el teléfono de Mariló. No conocía su fundación: Soñar Despierto. Ayudan a los menores que crecen en el sistema de protección con voluntarios, excursiones, cariño, preocupación. Hace unas semanas, recorrieron centro por centro para que los niños escribiesen una carta a los Reyes Magos.

Ellos, acostumbrados a llevarlo todo donado o heredado, es la única vez que pueden pedir lo que quieran hasta 50 euros. Los chicos estudian los catálogos, rastrean por internet, calculan hasta el último céntimo y entonces escriben las cartas. Mariló me las enseña. Es la letra de los axolotl.

Tengo 15 años y os voy a contar un poco de mí. El 20 de diciembre de 2021 llegaría una muy mala noticia para mí y para mi hermano. Aquel día nos informaron de que mi madre había fallecido de una sobredosis. En ese momento sentí un gran vacío en mi corazón, el cual ahora sigue igual.

Me asomo a otro axolotl: Tengo 17 años y vengo de Senegal. Hace casi tres años que estoy en España. El viaje fue muy duro. Siete días en el mar. Dos días sin beber ni comer. Ahora ha pasado y me siento mejor y afortunado de estar aquí. Mi pedido de regalo sería unas zapatillas para salir. Y si tengo suerte, encontrar un piso de emancipación o una habitación.

Otra carta dice: Tengo 17 años. Este año he sido muy buena porque he cumplido con mis estudios y he cuidado bien de mi hijo. Pide unas zapatillas rosa y un pantalón de chándal negro. Releo hijo, trago y sigo leyendo más cartas de los pequeños axolotl. La del niño de 10 años que da las gracias a los Reyes por cuidarlo tanto desde el cielo aunque a veces me cueste saberlo, apostilla. La del chico sensible de 16 que pide un libro de Filosofía —El mundo de Sofía— y, si puede ser, un vale para montar a caballo. La de la chica de 14 que no conoce a su madre, que dejó el colegio porque le hacían bullying y por eso se pasaba el día entero en la calle y ahora sueña con unas Nike moradas y negras de la talla 36.

Y entre tantos queridosreyesmagos aparecen esas palabras que dicen así: Tengo 17 años. El 1 de febrero cumplo 18 y dejaré de vivir aquí. Me da pena porque no quiero dejar de tener relación con los educadores ni con los niños. Me gustaría que siguiesen contando conmigo. Como me voy a los 18 había pensado que me podía venir bien que me trajeseis una maleta para poder llevarme las cosas. También estoy estudiando un grado medio de peluquería y me gustaría tener un estuche de barbero para practicar cortando el pelo y la barba a los amigos o educadores que me dejen. Por último, me vendría bien tener ropa más aseada para intentar empezar a trabajar y así ir aseado a las entrevistas de trabajo. Gasto una talla M de camiseta y una 36 o 38 de pantalón, no lo tengo muy claro. También me encantaría que este año ganara el Atleti la Champions. Son los mejores y se lo merecen. Muchísimas gracias, Reyes Magos, por todo lo que hacéis todos los años.

Cierro la carta. Pienso en la incubadora y en la maleta. Miro afuera. Brillan las luces de Navidad en el acuario que ignora a los axolotl.

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