La vida esteparia
Leí un fragmento del diario de Julio Ramón Ribeyro y me llevó al paraíso


“La escritura va muy lejos… Hasta que uno la remata”, escribió Marguerite Duras. No se sabe si nos criaron para esto, o si nos hicimos solos, o si nos convencimos de que habíamos nacido para esto, o esto era lo que por algún motivo queríamos hacer. Nadie nos señaló ningún camino, o muchos nos señalaron unos cuantos, pero siempre reinaba la confusión y de todas maneras ninguno sabía exactamente qué hacer ni cómo hacerlo. Así que avanzamos muy solos o muy acompañados o con el apoyo de todos, y de una manera o de otra llegamos a alguna parte. Pero nada nos preparó para lo que iba a venir. Ni para lo bueno ni para lo malo. Ni para la euforia del día que termina con diez páginas escritas, ni para la tristeza del día que se escabulle sin una sola palabra, ni para ser el monstruo que reclama silencio y aislamiento ni para ser el mismo sujeto pero que ahora quiere salir y ver amigos. Es un día magnífico en el cono sur, un día para sentarse al sol o pasear un perro (algo vivo y completamente personal tironeando de una correa), y sin embargo estoy en mi estudio porque no tengo ganas de hacer ninguna de esas cosas. Tengo ganas de tener ganas de hacerlas, pero lo que más quiero es permanecer aquí porque leí un fragmento de La tentación del fracaso, el diario de Julio Ramón Ribeyro, que me llevó al paraíso: “Como en mis mejores épocas, inmensamente solo, escuchando a Vivaldi (…) a todo volumen, en medio de una casa irremediablemente desordenada (cena anoche con Hinostroza, Calderón, Rojas y Burgos), escribiendo un relato largo, libre y descabellado, recalentando en la cacerola arroz de ayer, el pucho en la boca y el burdeos a la mano, en este anochecer veraniego, Dios me proteja y me permita llevar por mucho tiempo adelante mi vida esteparia”. La felicidad me dio un tarascón. Sí, esa vida esteparia. El cielo permanece amplio y quieto en su baño de luz inmaculada. Estoy dilapidando un tesoro. Pero es que el tesoro está acá.
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