Vicios ordinarios
Una crisis como la que vive el PSOE solo puede resolverse con un gesto revulsivo de asunción de responsabilidades: la dimisión del presidente del Gobierno. Aunque luego vuelva a presentarse


El último blitz de la UCO y el goteo de casos de presuntos casos de acoso sexual de algunos cargos socialistas —y algún que otro del PP— nos han puesto en situación de emergencia cívica. Más aún cuando la existencia de tramas corruptas se une a la serie de conductas indecorosas que van salpicando nuestro espacio público y contribuyen a convertir la indecencia en espectáculo.
Se dirá que estos casos aislados son eso, excepciones, y que la existencia de alguna manzana podrida no tiene por qué contaminar a todo el cesto; o bien, que todas estas quiebras de la moral pública encuentran su sanción inmediata. No, ese no es el problema; el problema es que una democracia se desgarra cuando los abusos se naturalizan, cuando la corrupción o los actos indignos se convierten en parte del paisaje. O que estos se propician porque pueden contar con complicidades que crean sensación de impunidad, cuando, por ejemplo, la “lealtad de partido” o los vínculos de amistad interfieren en una pronta reacción frente a conductas inadmisibles. No sabemos si eso estuvo al comienzo del caso Ábalos, cuyo cese fue seguido del blindaje (aparente) que aseguraba su acceso a un escaño. Pero es difícil no sospecharlo en el de Paco Salazar.
Las democracias siempre se han encontrado con problemas similares, porque la virtud forma parte de su ADN constitutivo y ha de enfrentarse continuamente a eso que Judith Shklar llamaba “vicios ordinarios” y Kant el “fuste torcido de la humanidad”, el tipo de conducta que, dada la naturaleza humana, son tan frecuentes como esperables, pero a la vez resultan intolerables bajo cualquier esquema de moral pública. Es la tradicional contradicción entre las virtudes clásicas y la realidad de sujetos que no las ejercen o cumplen.
Precisamente por eso, por tanto alardear de encarnar dichas virtudes, es por lo que el PSOE se encuentra atrapado ahora en una incongruencia de difícil solución. Afecta a su misma identidad como partido, y eso no se arregla solo provocando una crisis de Gobierno, como sugiere Yolanda Díaz, o, por muy digno que sea, poniéndose del lado de las víctimas.
¿Quién asume la responsabilidad?, sería la cuestión. Tanto hacia los ciudadanos como hacia el propio partido, porque no hacerlo lo colocará al pie de los caballos en el próximo ciclo electoral. Hace falta alguna catarsis, algún revulsivo de gran impronta simbólica.
Convocar elecciones en estas circunstancias dejaría la pregunta anterior sin respuesta, porque significaría trasladar la asunción de responsabilidades a un juicio de la ciudadanía, confiando en la lealtad partidista como su más eficaz elemento exculpatorio. Es obvio que más tarde o más temprano la ciudadanía se pronunciará, pero acudir a ella sin haber rendido cuentas es un riesgo difícil de asumir para su partido y no es lo más edificante para nuestra democracia, ansiosa de ver gestos que vayan más allá de las habituales incriminaciones mutuas o harta de que la indignación por los escándalos se distribuya de forma partidista.
El gesto que reclama esta situación es la dimisión del presidente del Gobierno, aunque la incertidumbre sobre su apoyo parlamentario hace que su posible sustituto se acabe enfrentando a una investidura endiablada y pueda verse obligado a una nueva convocatoria de elecciones. Pero el gesto sirve al menos para promover una reflexión interna en el PSOE, que cumpliría así con el ejercicio de responsabilidad que la situación reclama. Probablemente su candidato volvería a ser Pedro Sánchez, fortalecido ahora en su credibilidad por el gesto mencionado. Es política ficción, desde luego, porque dicha dimisión no se producirá, pero dejar que todo siga su curso es la mejor garantía para seguir hundiéndonos en el fango.
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