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Columna
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Clausuras

En José Luis Cienfuegos ardía la llama de la pasión por el cine, una pasión necesaria en tiempos de ‘streaming’ en manos de fuerzas oligopolísticas

David Trueba

La oferta de compra por parte de Netflix de la casi centenaria compañía Warner ofrece una limpia estampa de los tiempos que corren. Esta adquisición ejemplifica el proceso de concentración general en casi todos los sectores. Unos pocos triunfadores se hacen con volúmenes de mercado inauditos en un territorio, el de los negocios, en el que el dicho de que “el ganador se lo lleva todo” no puede ser más actual. La eliminación de otro de los grandes estudios del tradicional Hollywood señala en la ruta de los enormes nuevos gigantes que, como en los territorios tecnológicos, están adquiriendo volumen de empresa sistémica.

Parece claro que los barones de Silicon Valley han decidido reformar la política mundial por el tejado. Para ellos, la gran guerra ideológica consiste en reducir a la mínima expresión las regulaciones estatales y así poder expandir su dominio sin ataduras ni reproches morales o laborales. Por ahora, la jugada les ha salido a la perfección y, apoyados en una rara mezcla de vasallaje y patriotismo, han conseguido que opciones políticas desregulatorias y con un barniz de libertarias que favorecen a empresas de los Estados Unidos seduzcan a ciudadanos y partidos nacionalistas por todo el mundo.

Para el cine, nada es más peligroso que borrar la distinción entre la proyección en salas y la explotación posterior en canales de televisión. Esa individualización de la película en un recorrido por cines es su única esperanza de vida frente a la conversión en mero contenido audiovisual. Por ahora, el efecto riada ya complica la identificación de cada título, bajo un magma arrollador donde apenas nada se personaliza. Como en toda inundación, lo primero que falta es el agua potable. Por eso, los festivales de cine se han convertido en un escaparate complementario. A ratos invadidos por un deseo de significarse que roza el ridículo, oscilando entre las alfombras rojas abiertas al famoseo grotesco o la propuesta tan hermética que resulta más chulería altanera que exploración del lenguaje, sigue siendo necesario su servicio para acercar al cine a su esplendor, cuando es lugar de reflexión, provocación, compañía y escuela de vida.

Entre los grandes programadores de festivales en España destacaba José Luis Cienfuegos. Fallecido hace unos días por un aneurisma que segó su vida a los 60 años, Cienfuegos había logrado algo bien difícil. Estuvo al mando del festival de Gijón y lo convirtió en una cita cinéfila de las que completan los agujeros negros de nuestra cartelera. Durante dos décadas programó una delicia para los ojos hambrientos de tantos que no se conforman con lo que le ofertan las plataformas y buscan películas fuera del radar. Después le quitaron la silla y se fue a Sevilla, donde dirigió el festival de cine de esa ciudad antes de recalar, hace tres años, en el certamen de Valladolid. La Seminci cumplió este otoño su 70ª edición, y Cienfuegos me invitó a proyectar mi última película en la clausura del festival, ya acabado el concurso. La noticia de su muerte recordaba aquello que escribió el poeta, eso de que la vida es el relámpago entre dos oscuridades. A Cienfuegos le hacía yo bromas con su apellido y su llegada a Valladolid, que había coincidido con la peor temporada de incendios que se recuerda en Castilla y León, fracturada la política de prevención ecológica. Pero sus cien fuegos fueron todos cinematográficos. Ardía en él la llama que brota del proyector cuando enciende la pantalla blanca de la sala. Fue un león en defensa del cine. Su recompensa fue vivir para su pasión.

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