Los plutócratas han tomado el poder
La codicia ha sustituido al sentido de Estado que debía orientar a los antiguos gobernantes y diplomáticos


Al fin, gracias a los secretos tejemanejes de Steve Witkoff y Jared Kushner entre Moscú y Washington, siempre a espaldas de Bruselas y Kiev, todo queda meridianamente claro: los multimillonarios han tomado el poder. La élite del dinero ya prescinde de los profesionales de la diplomacia y de la política. A diferencia de sus antecesores, esta diplomacia plutocrática no actúa constreñida por las instituciones internacionales, los tratados, las constituciones o cualquiera de las reglas comúnmente aceptadas. De la paz y de la guerra solo les interesan las jugosas contrapartidas dinerarias que puedan extraer de las inversiones en armas y luego de la reconstrucción y la explotación de recursos.
La codicia ha sustituido al sentido de Estado que debía orientar a los antiguos gobernantes y diplomáticos. Las malas artes de la extorsión, el soborno y todo tipo de tratos mafiosos se imponen sin rebozo sobre el interés general y la buena educación que guiaba a los dirigentes de los viejos Estados-nación. Han quedado arrumbados los conceptos y las costumbres vigentes en la diplomacia, ya no desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sino propiamente desde los Tratados de Westfalia de 1648, cuando se configuró el sistema de relaciones internacionales entre Estados soberanos.
La paz y la guerra del siglo XXI están ahora en manos de unos personajes ávidos de comisiones, beneficios y acceso a mercados o a materias primas y dispuestos a saltarse los constreñimientos de las soberanías nacionales y de la legalidad internacional. Una notable ironía de nuestra época es que estas élites plutocráticas ascienden gracias al antielitismo populista y nacionalista, tal como proclama impúdicamente la nueva Estrategia de Seguridad Nacional publicada el pasado viernes por la Casa Blanca con su panfletaria convocatoria a las extremas derechas para que destruyan la Unión Europea.
Con el ascenso al poder político mundial de estos multimillonarios culmina la transición desde una era ilustrada y progresista, en la que la prosperidad debía conducir a la democracia, a otra oscura y autocrática en la que los oligarcas de todas las latitudes consideran a la democracia un estorbo para la prosperidad. Todo es monetizable en nuestro tiempo, y con mayor razón se aplica y explica el éxito de Trump, que retiene y mantiene en vilo la atención de la gente, la mercancía actualmente más apreciada. Así se ha ganado la presidencia, el poder casi absoluto del que goza, y el enriquecimiento personal que la acompaña. Es un rey Midas que cobra por todo, por sus viejos negocios turísticos y por los nuevos digitales, por los contratos de armas y por hacer la paz, por el perdón presidencial a los defraudadores o a los traficantes de droga y por retirar sus demandas milmillonarias.
Son de vértigo los cálculos sobre la evolución de su fortuna en el año transcurrido desde su segunda victoria presidencial. Reuters considera que multiplicó por 17 sus ingresos solo en los seis primeros meses, hasta 864 millones de dólares, una estimación modesta al lado de los 3.400 millones contabilizados por The New Yorker solo un mes más tarde, en un pormenorizado artículo con aires de auditoría que nadie ha contestado. Según los congresistas demócratas, se ha convertido en un criptomultimillonario a través de un sistema de corrupción y extorsión a gran escala sin precedente alguno con el que embolsa enormes sumas de dinero de “gobiernos extranjeros, grupos del crimen organizado, grandes corporaciones, delincuentes en busca de indulto y ciudadanos que quieren obtener contratos, nombramientos y otros favores presidenciales”.
Nunca hay conflicto de intereses donde los intereses privados se confunden con los del gobierno y del país. Con mayor razón cuando la división de poderes ha dejado de funcionar, las instituciones independientes han sido suspendidas y los controles parlamentarios, judiciales o periodísticos están neutralizados. La corrupción tampoco es un problema donde nadie la persigue, porque la democracia y el Estado de derecho no existen, como en Rusia, o están dejando de funcionar, como en Estados Unidos.
Trump ha descubierto el prometedor negocio de la paz, sin dejar de lucrarse con el viejo negocio de la guerra, acrecentado ahora por el virulento cuidado militar de su patio trasero caribeño. Que las guerras también terminen es la oportunidad para beneficiarse de la reconstrucción de los países destruidos, obtener ventajas comerciales, concesiones económicas y acceso a materias primas e incluso alimentar su narcisismo recibiendo honores de pacificador por sus falsas mediaciones entre contendientes.
Según el neocon Bill Kristoll, que apoyó a Bush en la guerra de Irak, es erróneo agrupar todos los personajes del trumpismo en una sola categoría, sino que hay tres distintas, con frecuencia solapadas, como es el caso de su patrón: “Los malhechores comunes (estafadores y corruptos), los delincuentes sexuales y los criminales de guerra”. ¿Alguien cree que puede salir algo bueno de esa gente? ¿No será capaz de espabilar Europa? ¡Pobre Palestina! ¡Y pobre Ucrania!
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