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tribuna
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Cesarismo y discrepancia en los partidos políticos

La presunta democracia directa en las formaciones ha devenido en una especie de culto al líder, con lo que desaparece de manera inmediata todo cuestionamiento

Manuel Cruz

Acertar a la hora de señalar un problema en modo alguno garantiza el acierto a la hora de proponer una solución al mismo. Esta obviedad, de carácter prácticamente universal, resulta de especial provecho cuando se aplica al análisis de las formaciones políticas. Probablemente de las más tradicionales se pueda sostener que han llegado a nuestros días prácticamente exhaustas, necesitadas de un importante revulsivo que sirviera para hacer limpieza de aquellos elementos negativos y aquellas prácticas viciadas que perjudicaban su buen funcionamiento. Pero, aplicando la conocida instrucción de Chesterton según la cual no habría que encargar la reforma de una institución u organismo a alguien que nunca terminó de entender el sentido del mismo, conviene no perder de vista que la complejidad de dichas organizaciones no era un mero capricho burocrático o la excusa para convertir en funcionarios del partido a los afiliados más disciplinados u otros tópicos de parecida naturaleza, no por reiterados más ciertos. Los diferentes niveles de dichas formaciones cumplían una función de mediación entre las bases y la dirección, constituían los espacios en los que las demandas y reivindicaciones que venían de abajo iban tomando forma y donde las directrices de actuación para dar respuesta a aquellas eran debatidas antes de convertirlas en argumentarios y consignas. Que —ley de hierro de la oligarquía mediante— llegara un momento en el que no cumplían de manera adecuada esa función no hace buena automáticamente la opción de prescindir por completo de las mismas.

En todo caso, en tales instancias intermedias cabía —aunque a menudo fuera una rareza— el debate interno, la discrepancia enriquecedora. Sabemos en nombre de qué han sido eliminadas prácticamente todas. Ninguna ha resistido el ataque desatado la década pasada por una alternativa que utilizaba como munición un orden de consignas prácticamente imbatible del tipo “devolver la voz a la militancia”, “recuperar la democracia directa” y similares, que colocaban a quien osara cuestionarlas en una posición francamente incómoda. También hemos tenido sobrada ocasión de comprobar a qué funcionamiento real daba lugar el triunfo de quienes defendían estas consignas. La presunta democracia directa ha devenido cesarismo, cuando no culto al líder, desapareciendo de manera inmediata prácticamente toda discrepancia.

Tenemos derecho a sospechar que ello no ha ocurrido por casualidad, sino que ha resultado ser el efecto poco menos que inevitable de las nuevas premisas, aparentemente regeneradoras. Es cierto que incluso en formaciones que han visto devaluado de manera notable el debate interno todavía se conserva el tópico de que la discusión se ha de desarrollar dentro de los órganos del partido, y que a la hora de salir a la calle lo que debe primar es la imagen de unidad. Al margen de que tenga serias dudas respecto a la validez de dicho tópico (reconozco que me suscitan una mayor simpatía, porque me transmiten la sensación de una mayor fortaleza teórico-política, las organizaciones en las que las voces discrepantes no se ven automáticamente descalificadas por desleales), lo cierto es que si nos atenemos a la realidad de los hechos no parece ser el caso que en las formaciones reestructuradas bajo el señuelo de la democracia directa, la democracia interna esté efectivamente más presente que antaño. Más bien parece exactamente lo contrario.

Valdría la pena plantearse en qué medida ambos aspectos se encuentran íntimamente ligados. Tal vez el viejo argumento según el cual hacer públicas las diferencias debilita a la organización, además de no describir la realidad, ha pasado a ser un argumento completamente farisaico. Porque da la impresión de que el problema es otro. Acaso el problema sea que, en una organización debilitada precisamente por quienes se presentaban como sus regeneradores, para quien representa un peligro la discrepancia no es para el conjunto del partido sino para quien se ha alzado con el santo y la limosna, esto es, para quien tiene en sus manos el completo control de la dirección política.

En el fondo, la lógica que rige estas situaciones es muy sencilla. Cuando una decisión es colectiva, el error recae sobre la totalidad del grupo mientras que si es unipersonal la rendición de cuentas de quien ha asumido todo el poder deviene rigurosamente inexcusable. Nos encontramos, en ese sentido, ante un arma de doble filo. Los éxitos, sin duda, resultan en semejante contexto extremadamente gratificantes para el líder, en la medida en que se presentan como la prueba palpable de su genialidad, intuición, arrojo, capacidad de resiliencia o de la cualidad que los turiferarios de turno determinen en cada momento. La otra cara de la moneda, en cambio, ya no resulta tan gratificante. Porque ser el único responsable implica que, en el caso de los errores que pueda cometer la formación política que dirige, sobre el líder recae toda la responsabilidad. Lo que es como decir, resumiendo, que quien tiene el poder absoluto tiene la responsabilidad absoluta.

Es en este marco en el que se debe entender la creciente resistencia a la menor discrepancia en el seno de las organizaciones políticas. Dicha resistencia es, en el fondo, síntoma de una profunda debilidad, la del líder que teme que la menor crítica termine virando en dirección al cuestionamiento de su poder omnímodo. Obviamente, ese temor nunca se reconoce como tal sino que se oculta tras argumentos de diverso tipo, pero que poseen el común denominador de su debilidad. Está, por ejemplo, el de carácter pragmático según el cual un partido no debe mostrar sus vergüenzas en público porque las discrepancias de cualquier tipo desagradan a los electores, que terminan por penalizar, a la hora de ir a las urnas, a las formaciones que las exhiben. Otro disfraz de ese mismo miedo lo constituye el argumento, más débil si cabe, de que cualquier crítica puede ser utilizada como munición por el rival electoral, por lo que discrepar no deja de ser en última instancia una forma de hacerle el juego precisamente a quienes más deberían ser atacados. Por último, estaría el argumento con mayor carga política, y es el que pasa por confundir discrepancia con disidencia, como si el más mínimo desacuerdo, pongamos por caso, con una iniciativa particular del gobierno o del partido, equivaliera al completo cuestionamiento de su estrategia, cuando no de sus principios fundacionales.

Probablemente, llegados a estas alturas, sea tensar un poco la cuerda de la argumentación evocar a La Boétie y su servidumbre voluntaria (aunque la tentación de hacerlo sea grande). Tal vez bastaría plantear la cosa en términos de una paradoja, la que parece constituir al, vamos a llamarlo así, cesarismo democrático. Porque, efectivamente, el nuevo orden interno de la organización tiene como momento fundacional una decisión colectiva, con las bases tomando la palabra, la militancia recuperando su propia voz, o cualquier imbatible formulación parecida. La paradoja viene en el momento en el que se constatan los efectos de aquella decisión, con todas las voces discrepantes silenciadas y las palabras críticas marginadas, cuando no directamente canceladas. Las bases han aupado al líder, pero esa relación no tiene camino de vuelta. De ahí que la paradoja bien podría quedar formulada en estos términos: siendo plenamente conscientes o no, quienes habían promovido una relación directa de los militantes con la dirección de la organización terminaron por transferirle a esta toda la capacidad de decisión. Con lo que, en la práctica, lo que acabaron decidiendo fue dejar de decidir, eligieron dejar de elegir, votaron no votar hasta el momento en que el jefe aclamado lo determine. Decidieron, en definitiva, no pensar por cuenta propia y esperar a que, en cada nueva situación, sea la dirección de la formación la que les diga lo que tienen que pensar. Poco nos pasa.

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