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tribuna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Huir a Andorra como nuevo ‘sueño’ aspiracional

El deterioro del ascensor social y de los servicios que reciben alejan a los jóvenes del vínculo con los impuestos y el Estado del bienestar

David Cánovas Martínez aka TheGrefg
Estefanía Molina

Reñir a nuestra juventud porque no se siente vinculada con el Estado del bienestar habla más de nuestra hipocresía que de su egoísmo. Cabría preguntarse qué les hemos ofrecido a esos muchachos, más allá de precariedad salarial y vivienda imposible, para que apoyen nuestro modelo. Luego lamentamos que algunos de sus ídolos sean streamers huidos a Andorra. Quizás, aquellos que dan la patada a un sistema que a muchos no les ha permitido autorrealizarse, ni ser felices, sean vistos como los listos, a modo de nuevo ideal escapista.

Esa desconexión generacional se aprecia en los datos: un 42,4% de ciudadanos entre 24 y 35 años piensa en 2025 que “los impuestos son algo que el Estado nos obliga a pagar, sin saber muy bien a cambio de qué”, según el estudio de Opinión Pública y Política Fiscal elaborado por el CIS. En 1993 solo lo creía un 23,4% de la juventud de entonces. Asimismo, según el Instituto de Estudios Fiscales —dependiente del Ministerio de Hacienda— un 31,6% de nuestros jóvenes actuales entre los 18 y los 24 años cree que “si no se pagara ningún impuesto, todos viviríamos mejor”. Algunos dirán que estos muchachos son unos “desagradecidos”. Incluso, lamentarán que sean poco conscientes de que el transporte, la sanidad o la educación de que disfrutan no caen del cielo, sino que salen del dinero que pagamos entre todos a Hacienda. Creeremos, tal vez, que les falta pedagogía, pero su realidad probablemente sea distinta.

Primero, la juventud actual está menos dispuesta a transigir con la sensación de depauperación de los servicios públicos o de la mengua en las posibilidades que estos ofrecen. A diferencia de la generación de los baby boomers, nuestros jóvenes no se sienten emocionalmente vinculados con un sistema que no construyeron. Por eso pueden ser más críticos. “¿Para qué me ha servido estudiar una carrera o tener un título, si tampoco puedo emanciparme?” Son pensamientos sutiles, pero que se dan a menudo.

Segundo, los impuestos no solo sirven para financiar servicios: en el ideal socialdemócrata también servían para alcanzar cierta justicia social. Eso también está en quiebra. Un informe con datos de la OCDE alerta del auge de la desigualdad de oportunidades en nuestro país: el ascensor social se ha averiado. Factores como el género, el lugar de nacimiento de los padres o el origen socioeconómico suponen hoy más de un 35% de las diferencias de ingresos. No cabe idealizar un pasado meritocrático —sabemos que el esfuerzo individual nunca ha sido todo en esta vida—, pero los datos demuestran que el parón en la movilidad social es creciente en las generaciones más jóvenes, y una tendencia general para las que nacieron después de los años setenta. Es decir, las que llegaron después de la generación del baby boom. Es más, tampoco es que las familias más pudientes busquen agravar esas desigualdades activamente. Simplemente, la política ha dejado en manos de los padres o abuelos el suplir los vacíos de gestión pública. En 2024, por ejemplo, se dispararon las donaciones a hijos. Es decir, en un momento donde el acceso a la vivienda está abriendo una brecha entre aquellos jóvenes que reciben ayuda de sus progenitores —dándoles la entrada de un piso o cediéndoles un inmueble—, frente a los que no podrán heredar nada para paliar su situación mísera, perpetuando con ello su empobrecimiento como inquilinos.

Tercero, todo ello deja en evidencia a los partidos de la izquierda en España. Tanto el PSOE como Sumar o Podemos asumen ya la precariedad como algo estructural, que solo se puede ir parcheando. Es más fácil reconocer sus políticas de salario mínimo o ingreso mínimo vital que sus acciones por reflotar a la vieja clase media de antaño. Esa mentalidad asistencialista bebe mucho del punto de inflexión que supuso la crisis de austeridad y su plasmación generacional en el 15-M. Ahora bien, las promesas de la socialdemocracia clásica nunca fueron de mínimos. Hace décadas se hablaba de la emancipación del individuo, de cómo podía trascender a su situación de partida. También se ha fallado en eso: la clase media lleva dos décadas estancada. Tener un trabajo —por más que el Gobierno celebre los datos de empleo— ya no garantiza poder materializar ciertos proyectos vitales. En consecuencia, asistimos a la quiebra del ideal de la clase media de lograr prosperar en la vida gracias a las oportunidades del Estado del bienestar —justicia social, servicios públicos— sumado al propio esfuerzo.

Si España es incapaz de prometerle a nuestros chavales algún aliciente por conquistar un mañana mejor, ellos lo buscarán en otros sitios. Es muy humano no resistirse a la inevitabilidad de lo fatídico, aún más, entre la Generación Z. Ni siquiera hace falta que los criptobros o los streamers huidos a Andorra les susurren ideas antiimpuestos. Si pertenecer a una comunidad no es garantía de autorrealización, o de sentido, el individualismo solo hará que ir en ascenso. Frente al paradigma de ir paliando una precariedad cierta —que hoy ofrece clamorosamente la izquierda—, algunos siempre elegirán la esperanza de que sea reversible —véase su tentación por el liberalismo—, o peor todavía: el canto de sirena del “sálvese quien pueda”.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y en el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER. Presenta el podcast 'Selfi a los 30' (SER Podcast).
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