Antiguos becarios
Muchos profesores, ingenieros o científicos decisivos en el progreso de España en el último medio siglo han llegado a serlo gracias a las ayudas públicas. Pero hoy peligra el ascensor social


Bastaba una beca para cambiarnos la vida. Hasta muy poco antes, nuestro destino habría más o menos idéntico al de nuestros padres, niños de la guerra que habían abandonado la escuela antes de los 10 años: una escuela, a veces, de las que en mi tierra llamaban “de perra gorda”, porque estaban situadas en portales o camarachones de casas particulares, las de los maestros o maestras sin titulación pero con una buena voluntad de enseñar que podía ser compatible con la palmeta y los castigos en un trastero a oscuras. En la primera escuela a la que yo asistí, y en la que aprendí a leer, a escribir y hacer cuentas, no había pupitres, y las sillas bajas infantiles las había llevado cada uno de su casa. Escribíamos con pizarrín en una pizarra que apoyábamos sobre las rodillas. La maestra fumigaba los asientos para eliminar las pulgas y chinches que se alojaban fácilmente en el trenzado de anea. Para la mayoría de los que llenábamos aquellas aulas de una mezcla de olor a tiza y a sudor infantil, la escuela acabaría al cabo de cinco o seis años como máximo, antes aun en el caso de las niñas. Al cumplir 11 o 12, los varones se iban a ayudar a sus padres en el campo, o a ganar un jornal pobre y necesario como aprendices en talleres o tiendas.
La infancia se acababa muy pronto, y la adolescencia no existía. Casi nadie podía permitírsela. Los chicos se ponían pantalón largo, y en vez del flequillo recto escolar se peinaban con raya, y el mechón hacia atrás les descubría la frente, como a adultos precoces. Algunos empezaban a fumar. Ahora tenían algo de dinero, para frecuentar billares y futbolines, y para comprar cigarros sueltos. Los domingos por la tarde, salían a la calle con zapatos de personas mayores bien lustrados y hacían sonar con algo de jactancia las monedas que llevaban en el bolsillo, y los llaveros innecesarios que se colgaban de la hebilla del cinturón. La vida estaba encaminada de antemano: progresarían de aprendices a oficiales, algunos de los que trabajaban en el campo encontrarían empleos más seguros en alguna pequeña industria, muchos de ellos emigrarían con sus padres a Cataluña, o a Alemania, donde su falta de formación los limitaría siempre a tareas secundarias, aunque mucho mejor pagadas de las que habrían hecho en su tierra. Se echarían novia al cabo de no muchos años, irían al ejército, del que volverían para casarse, establecerse algo mejor, tener hijos. El porvenir de las que fueron niñas y no llegaron a terminar ni la escuela primaria sería aún más estrecho, aunque ellas pugnaran interiormente para no quedarse atrapadas.
Unos pocos, en esa generación, fuimos más afortunados. Algún profesor alentó a nuestros padres para que no nos sacaran tan pronto de la escuela, les informó de que había becas, y de que si sacábamos buenas notas podríamos obtenerlas, y así seguir estudiando sin ser una carga para la familia: el Bachillerato, primero, que entonces empezaba a los 11 años, y quizás tal vez la universidad. En nuestra ciudad se había abierto un instituto público, así que no tendríamos que irnos lejos, a una pensión o un internado. Ahora salíamos por las tardes del instituto y nos encontrábamos con los antiguos amigos de la calle y la escuela, algunos con monos azules de trabajo, con la ropa empolvada de los peones de albañil. Con un sentimiento de deslealtad nos estábamos alejando de ellos.
Y nos alejamos más todavía cuando por fin nos fuimos a la universidad, poniendo tierra por medio, tierra y formas de hablar y de vivir, y de estar en el mundo. Nuestros padres no habían terminado la escuela: nosotros íbamos a tener lo que hasta entonces solo había estado al alcance de los privilegiados, una carrera universitaria. Las becas eran casi siempre escasas, y uno, solo por primera vez en una capital, tenía que ser frugal en su cuarto de pensión, y recurrir de vez en cuando a los paquetes salvadores de embutidos y conservas que nos mandaban nuestras madres. En el alma del becario la necesidad de ser frugal se combinaba con la de estudiar mucho para no bajar la nota, y si tenía inquietudes antifranquistas, con el miedo a ser detenido y a sufrir represalias políticas que podrían costarle la beca, y por lo tanto el frágil porvenir, sobre el que otros socialmente mejor situados no sufrían la menor incertidumbre. Éramos, a la fuerza, estudiosos y apocados, y bastante inseguros. Un mal paso, un golpe de mala suerte, podía devolvernos a las vidas y a los lugares que apenas estábamos dejando atrás.
Fuimos unos pocos, en los años finales de la dictadura y en la Transición: con la democracia, con los primeros gobiernos progresistas, ya vinieron muchos más, y muchas más, sobre todo. El otro día, en una entrevista del periódico, hablaba de nosotros alguien que por su edad también pertenece a aquella oleada, Eva Alcón, presidenta de los rectores de las universidades españolas: “¿Cuánta gente conocemos que fue la primera generación de universitarios de su familia, y gracias a poder ir a una universidad con precios públicos pudo transformarse en médicos, abogados, periodistas?”.
Nos reconocemos sin dificultad, los unos a los otros, hombres y mujeres. Solo gracias a un sistema público de enseñanza y apoyo social tuvimos la oportunidad de desarrollar con suficiente plenitud nuestras mejores facultades, y quizás por eso hay en muchos de nosotros un sentido poderoso del valor de la educación como conquista democrática y de la justicia social. La superstición americana del éxito personal con su grosera división entre ganadores y perdedores —ya hay hasta quien deleita en decir losers— es un contagio reciente al que la mayor parte de nosotros nos sentimos inmunes. Nuestros posibles méritos no habrían cuajado sin un entorno favorable, y sin la ayuda de quienes nos alentaron cuando más falta nos hacía. Y el logro de cada uno es más pleno en la medida en que contribuye al bien común: cuántos profesores, ingenieros, científicos, han llegado a serlo gracias a las becas, y han sido decisivos en el progreso del país en el último medio siglo.
Ahora predominan las cabezas canosas y las jubilaciones inquietas y muy atareadas, y también una cierta melancolía política, que no tiene solo que ver con la edad, ni con los variados espantos que nos trae a todos cada día, sino con el retroceso de aquel empuje igualitario que cambió al mismo tiempo nuestro país y nuestras vidas personales. La profesora Eva Alcón, que sabe de lo que habla, lo explica con toda claridad: “El ascensor social se está perdiendo. Uno tiene beca y no puede seguir estudiando”. En los años setenta, con becas siempre escasas, en Madrid o en Granada, yo podía compartir una habitación en un piso de estudiantes, o en una pensión aseada y austera, en la que gracias a un pequeño suplemento hasta podía ducharme los domingos. Y terminada la carrera no necesitaba otra acreditación que mi título para buscar un trabajo o presentarme a unas oposiciones: nunca habría podido pagarme uno de esos másteres o cursos en el extranjero que ahora acumulan con desesperación los recién licenciados. El dinero vuelve a trazar una tajante frontera social. “Con 3.000 euros de beca, ¿quién estudia en Madrid o Barcelona con una habitación en un piso digna?“, dice Eva Alcón. Es mentira que baste el esfuerzo personal para conseguir la vida que se desea. Sin un grado suficiente de justicia social, la meritocracia es una farsa tan descarada como los privilegios de nacimiento que disfrutan muchos de quienes con más ardor la defienden. Y tan triste como el talento malogrado es aquel que ni siquiera ha tenido la oportunidad de revelarse.
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