María Pombo tiene razón
Los libros enriquecen, acompañan, incluso salvan vidas. Su poder es casi mágico, pero no siempre nos hacen mejores


Escribo estas líneas tras una semana de mudanza. Sólo me falta colocar los libros, o como dice María Pombo, decorar las estanterías. Para quienes no la conozcan, María Pombo es la más célebre de entre las influencers patrias, una chica rubia, guapa y auténtica, porque es una pija madrileña que no quiere aparentar ser algo distinto a una pija madrileña.
María Pombo es un producto de nuestro tiempo, ese en el que se ha materializado la idea de Pasolini de que los bienes superfluos generan vidas superfluas. Su trabajo consiste en enseñarle a sus millones de seguidores su ropa y la de sus hijos, las obras de la casa que se ha hecho en Cantabria y los postres del restaurante de su padre. Esta semana, mostró en Instagram una estantería que había comprado y un seguidor le comentó que era muy bonita, pero que lo sería aún más si albergara libros en lugar de elementos decorativos. Entonces María respondió con un vídeo en el que confesaba que no le gusta mucho leer y que no pasa nada, que leer “no te hace mejor persona”. Y se armó el belén.
Un montón de intelectuales de teclado que, como ella, se pasan la vida en las redes sociales, corrieron a hacer mofa y befa. Los youtubers de divulgación tiraron de papers para demostrarle los beneficios a nivel neurolingüístico de la lectura —como si la pobre Pombo los hubiera negado—, Twitter libritos se le echó encima porque para ellos la identidad se reduce al número de ejemplares de Anagrama sobre sábanas arrugadas que uno suba a sus redes —algo, por cierto, muy similar a lo que hace María Pombo con la ropa y el maquillaje, porque una cosa es leer y otra consumir libros— y hubo incluso quien corrió a insultarla, demostrando que su tesis es del todo cierta: leer no te hace mejor persona. Netanyahu es un ávido lector; Hitler tenía una biblioteca de más de 16.000 volúmenes; los apóstoles Pedro y Juan, sin embargo, eran “hombres sin letras y del vulgo”.
Hace un par de años, en la verbena de Campo de Criptana, una anciana se acercó a mí, me cogió del brazo y me dijo: “Hermosa, nunca me había leído un libro entero hasta que me regalaron el tuyo”. Nada me ha hecho más ilusión de publicar que ese gesto, e intento tener presente a esa mujer cuando pienso en para qué o para quién escribo. Pero si me dijeran que se ha convertido en alguien mejor después de leer mis ocurrencias me echaría a reír, sobre todo porque soy una persona bastante regulera. Mis ocurrencias e incluso las de cualquier escritor que sí merezca que se refieran a él con ese nombre.
Que un país cuyo estandarte literario es el Quijote ande discutiendo si leer te hace o no mejor persona —¿quién tiene mejor corazón, Sancho o Quijote?; ¿quién es más apto para la vida, incluso más sabio?— demuestra poca comprensión lectora. Eso, o que hay más fotos de libros en Instagram que lectores.
Negar el valor de la lectura sería una necedad —en la que, por cierto, María Pombo no ha caído—. Los libros preservan, enriquecen, acompañan, ayudan e incluso salvan vidas. Su poder es casi mágico; nadie lo ha explicado mejor en las últimas décadas que Irene Vallejo. Pero no nos hacen mejores, o no siempre. Incluso, como han hecho patente decenas de presuntos lectores estos días, pueden servir para alimentar algunas de nuestras miserias, como la soberbia. Porque la que se ha demostrado humilde en toda esta historia ha sido la Pombo, que además de reconocer sus limitaciones se ha propuesto dedicarle más tiempo a la lectura. Ojalá se enganche.
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