Confluencia de imaginarios supremacistas
Estados Unidos, Israel e India convergen en construir al islam y a los musulmanes como una amenaza existencial


En la base de muchos de los relatos de conquista y colonización en la Edad Moderna subyace la noción del “pueblo elegido” con un supuesto derecho divino a someter —o incluso eliminar— a razas y pueblos considerados por su naturaleza inferiores. La presencia de estos pueblos se percibe como un obstáculo, primero, para la expansión territorial y, más adelante, para la consolidación de naciones étnicamente “puras”. No fue hasta mediados del siglo XX cuando empezó a utilizarse la palabra supremacista, apareciendo por primera vez en 1946 en las páginas del Chicago Defender, uno de los periódicos afroamericanos más influyentes de la época. Europa acababa de salir de la experiencia traumática de la ocupación nazi, justificada por el Tercer Reich en nombre del “espacio vital” de la nación alemana, y profundamente tocada por el exterminio de la población judía y otras minorías consideradas “subhumanas”. Asociada inicialmente al supremacismo blanco, la palabra supremacismo se utiliza hoy para describir un movimiento o “ideología que defiende la preeminencia de un sector social sobre el resto, generalmente por razones de raza, sexo, origen o nacionalidad”, según la definición de la RAE, que incorporó el término a su Diccionario en 2021.
En la construcción de los imaginarios supremacistas, el cine ha jugado un papel importante. Pienso, en primer lugar, en El nacimiento de una nación. Estrenada en 1915, la película marcó el nacimiento de Hollywood como industria y contribuyó decisivamente a la construcción del mito fundacional de Estados Unidos desde la perspectiva de los esclavistas del Sur.
Dirigida por D. W. Griffith y basada en una novela de Thomas Dixon, en sus más de tres horas esta superproducción narra la historia de dos familias, una del Norte y otra del Sur, durante la guerra de Secesión estadounidense y la posterior reconstrucción.
En una secuencia, dos niños blancos corren jugando con una sábana. De pronto, se sientan y se cubren con ella. Aparecen entonces cuatro niños negros, vestidos más humildemente. Se acercan, ríen al ver el juego, pero cuando los primeros empiezan a agitar la sábana, como si fuera un fantasma, se asustan y huyen. Desde la distancia, Ben Cameron, un militar confederado, observa la escena y gesticula entusiasmado. Un intertítulo aparece en la pantalla: “La inspiración”. Le sigue otro: “El resultado. El Ku Klux Klan, la organización que salvó al Sur de la anarquía del gobierno negro”.
Griffith glorifica abiertamente la creación del KKK, exaltándolo como una fuerza redentora de la sociedad blanca sureña frente a la “amenaza” de los afroamericanos emancipados. Interpretados en su mayoría por actores blancos con la cara pintada de negro, los personajes negros se expresan en un lenguaje corporal histriónico y grotesco que refuerza la imagen caricaturesca, violenta y peligrosa que la película busca proyectar. Los pocos actores afroamericanos reales que aparecen lo hacen en papeles marginales, generalmente para bailar o tocar instrumentos.
La película fue pionera por la escala de su producción, las innovadoras técnicas de montaje utilizadas por Griffith y la estrategia de comercialización empleada, que incluía una inversión publicitaria desconocida hasta ese momento. Arte e ideología se daban la mano en un relato inaugural de la nación estadounidense tan icónico como violento. Ya entonces, la cinta suscitó el rechazo de grupos antirracistas, que se manifestaron contra su proyección. Pese a ello, la película fue un éxito rotundo y continuó proyectándose durante décadas.
Aunque en 1915 el término aún no existía, el supremacismo racial que sustenta El nacimiento de una nación ha estado presente en numerosas producciones de Hollywood desde entonces. Junto a la deshumanización de los afroamericanos, hallamos la vejación de las poblaciones originarias norteamericanas en las películas sobre la conquista del Oeste, con las que Hollywood colonizó durante décadas las pantallas del mundo.
El supremacismo asoma hoy en los discursos y políticas que vinculan a distintas fuerzas en contextos históricos, religiosos y políticos distintos: desde los herederos de los puritanos ingleses y los colonizadores de la frontera del Oeste estadounidense —partidarios de las medidas xenófobas de Donald Trump— y ciertos sectores del sionismo que, dentro y fuera de Israel, apoyan la limpieza étnica de Gaza defendida por Benjamín Netanyahu, pasando por aquellos grupos que, en nuestro propio entorno, agitan el fantasma del cristiano viejo, hasta los representantes del ultranacionalismo hindú, el cual, por razones geopolíticas y por el papel del cine en su difusión, no debemos perder de vista.
El movimiento hindutva que gobierna hoy la India a través del Baharatiya Janata Party (BJP), liderado por Narendra Modi, promueve la hegemonía cultural, política y social de los hindúes sobre otras minorías, en particular la musulmana, la más numerosa del país. Junto a organizaciones civiles históricas como el Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), fundado en 1925, el Gobierno aspira a hinduizar la sociedad india. Además de impulsar leyes que discriminan a las minorías, busca reescribir la historia nacional. En esta labor, el BJP ha encontrado un poderoso aliado en la multimillonaria industria cinematográfica india con sede en Bombay. Diversos estudios señalan cómo, desde hace al menos dos décadas, Bollywood produce numerosas películas que demonizan abiertamente a los musulmanes o siembran sutiles estereotipos sobre esta comunidad que alimentan una islamofobia cada vez más normalizada. Algunos de estos relatos se basan en hechos recientes y utilizan el conflicto en Cachemira o los atentados yihadistas ocurridos en suelo indio para reforzar la imagen del musulmán como terrorista. Otros regresan en el tiempo para revisitar la ocupación mogola y afianzar la idea de que los musulmanes siguen siendo cuerpos extraños dentro de la nación india. Hay también narrativas que, bajo el pretexto de una crítica al patriarcado islámico, abordan de forma caricaturesca la situación de la mujer en la comunidad musulmana, como ocurre en las controvertidas películas The Kerala Story (2023) o Hamare Baarah (2024). La primera recibió el apoyo explícito del Gobierno federal en la forma de exenciones fiscales.
En el escenario geopolítico actual, además de la persistencia del supremacismo blanco, resulta significativo observar cómo tres potencias alejadas geográfica y culturalmente entre sí —Estados Unidos, con el apoyo implícito de numerosos gobiernos europeos, Israel y la India—, convergen en la construcción del islam y los musulmanes como amenaza existencial. Más allá de sus contextos internos, estas potencias comparten intereses estratégicos en Oriente Próximo y Medio, como el Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa. Comparten, simultáneamente, una retórica que apunta a la comunidad musulmana como un otro desestabilizador, culturalmente incompatible o intrínsecamente violento, tanto a nivel internacional como en el interior de sus respectivas sociedades.
Urge reconocer esta confluencia de aspiraciones supremacistas islamófobas como parte de las dinámicas geopolíticas globales, junto con el papel de determinados medios e industrias culturales en la consolidación de sus imaginarios. Sin embargo —y esto es clave—, asumir este análisis no implica ignorar que el fundamentalismo islámico, en sus distintas expresiones, representa también un desafío real para las concepciones de la sociedad pluralistas, democráticas e igualitarias en género y orientación sexual. No se debe confundir la crítica legítima al integrismo con la estigmatización sistemática de una comunidad diversa, normalizando así la lógica supremacista bajo el pretexto de combatir el extremismo religioso de otro signo.
Frente al auge y la confluencia de viejos y nuevos supremacismos conviene evocar las palabras de Mrs. Pell en Arde Mississippi: “Nadie nace odiando. El odio se enseña”. El mismo cine que contribuye a sembrarlo también sabe en ocasiones, como en el clásico de Alan Parker sobre los disturbios raciales de los sesenta, advertirnos de sus brutales consecuencias.
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