Pequeños experimentos cotidianos
Cerremos un pacto que diga: “Haré ‘x’ cosa durante ‘y’ tiempo”. El plazo debe ser corto, de hasta tres meses; y el objetivo tiene que provocarnos curiosidad


Adoro septiembre y adoro enero porque con ellos llegan los nuevos propósitos. Me gusta incluso el fallo que viene después porque forma parte del proceso: si la ciencia se ha construido sobre millones de hipótesis erróneas, por qué no vas tú a abandonar enseguida las clases de cerámica. En mi caso, el espíritu experimentador tiende a alargarse más allá de la época de las buenas intenciones. Depende de cuándo me preguntes, puedo estar aprendiendo lectura rápida, intentando mejorar la calidad de mi sueño o lanzando algún proyecto en internet. Este año la cosa se me fue un poco de las manos y acabé como voluntaria en un ensayo clínico organizado por una universidad solo porque siempre he querido saber cómo funcionaban. Afortunadamente, fue una experiencia muy interesante que no implicó probar fármacos radiactivos: durante dos meses dediqué un par de horas semanales a reunirme con un grupo de desconocidos y probar juntos la docena de técnicas con más evidencia acumulada por su influencia en el bienestar (a excepción de la meditación, asignada a otro grupo). Evaluamos su efectividad a través de un diario donde apuntábamos las situaciones estresantes, con sus causas y sus efectos, y el simple hecho de ser consciente de ellas fue para mí la gran revelación del experimento.
Dejar que la curiosidad nos guíe, tomar buena nota de nuestros intereses en cada momento, no terminar necesariamente lo que empezamos y plantearnos la vida como una serie de pequeños experimentos cotidianos es, precisamente, lo que defiende Anne-Laure Le Cunff en su libro Microexperimentos, que será publicado en octubre por Conecta. No he podido sentirme más identificada con esa filosofía. La autora, francoargelina, inició una carrera prometedora trabajando para Google, pero al poco tiempo descubrió que se aburría soberanamente. Dio un volantazo y volvió a la universidad para estudiar neurociencia. En ese momento de incertidumbre laboral, se propuso el reto de escribir cien textos en internet durante cien días sobre todo aquello que merecía su atención, y solo después, ver qué pasaba. Ese acabó siendo el germen de su nueva vida laboral como autora e investigadora. Le Cunff defiende todo lo contrario al consenso popular, que dice que para conseguir el éxito es necesario centrarse en un objetivo grandioso y dirigirse hacia él sin distracciones. Ese camino lineal, dice, favorece la presión social, el burnout, la competición y sorpresas como la que se encontró ella: un destino que la hacía infeliz. Por eso es mejor ir fijándonos en aquello que nos ilumina la mirada y probarlo realizando pruebas controladas y poco arriesgadas. Para conseguirlo, propone realizar pactos con nosotros mismos bajo el siguiente esquema: “Haré x durante y tiempo”, donde x es algo que nos provoque interés e y una temporada corta, de hasta tres meses. Es decir, menos “a ver si voy al gimnasio” y más “iré a clases de baile dos veces a la semana durante el mes de septiembre”. Y cuando ese tiempo termine, como pequeños científicos, evaluaremos la situación. La gracia, claro, consiste en elegir los experimentos adecuados.
Una vez entendido el método, la lógica de la neurocientífica es aplastante. Una meta demasiado clara nos impide ver las posibilidades que se van desplegando ante nosotros. Y, ya que vamos a tratarnos como sujetos de prueba, tiene más sentido ir construyendo el camino poco a poco, disfrutándolo, que empecinarse en alcanzar una promesa final que quizá ni siquiera exista.
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