Las clases de cerámica
Lo que me separa de la felicidad debe ser, sin duda, no ser capaz de construir mi propia vajilla


Yo también he pensado en apuntarme a clases de cerámica. Cuando paso por delante de los pequeños talleres que parecen estar por toda la ciudad, tan bonitos, y veo dentro a esos grupos de mujeres concentradas, con las manos llenas de barro, me dan ganas de ser una de ellas a cambio de una pequeña cuota mensual. Admiro las obras ya terminadas que exponen cerca de las ventanas, para que los viandantes las veamos, y me imagino a mí misma pero en una versión más creativa, más concentrada, más relajada. Lo que me separa de la felicidad debe ser, sin duda, no ser capaz de construir mi propia vajilla. Guardo el pensamiento en la parte de mi cerebro, siempre activa, que se tortura en busca de la mejora continua, junto a la tabla de ejercicio ideal y la técnica de productividad definitiva. Ya sabemos de qué va la trampa. La mujer ideal, escribió Jia Tolentino en Falso espejo en 2019, cree que perfeccionarse y optimizar su relación con el mundo es “tanto una obligación como un placer; un estilo de vida”. El presentador Marc Giró lo explicó de otra manera en televisión: en lugar de estar encerradas en la cocina las mujeres ahora estamos atrincheradas en el baño, probando rutinas cosméticas de diez pasos que vemos en redes. El tiempo libre, las actividades realizadas en teoría por placer, también siguen esa lógica.
Me alegro de que TikTok haya terminado con mi fantasía de alcanzar la excelencia a través de la cerámica. Me he reído mucho y muy alto, en las últimas semanas, con las decenas de chicas que han decidido compartir en público sus peores fallos alfareros. Sus vídeos llevan sobreimpresa la frase “me apunté a clases de cerámica para relajarme”, y después, desarrollan una serie de catástrofes sublimes, con las vasijas como principales víctimas de sus instintos creativos. Mi vídeo favorito es el de la chica que enseña una bonita taza con orejitas de gato que moldeó en el taller, pero al acercarla a su boca esas mismas orejas puntiagudas apuntan justo a sus ojos: mala idea. Los errores tomando medidas consiguen grandes efectos cómicos: el portarrollos en el que no caben rollos, el platito con forma de tostada donde no cabe la tostada por muy poco. Creo que ya se entiende la idea.
Me caen simpáticas estas jóvenes que enseñan con humor sus meteduras de pata y reconocen que, cuando una se impone el deber de desconectar mejor, de perfeccionarse a través del hobby, puede suceder lo contrario. Como dijo la hija pequeña de una amiga sobre sus clases de bordado, “esto es entre estresante y relajante”. En un momento en el que la cultura de internet es pura obsesión por la auto optimización, cuando parece que ya no quedan amateurs y que la creación de contenidos solo es una excusa para vender productos y servicios, cuando cada usuario parece poseer unas habilidades audiovisuales extraordinarias, es liberador sentir que aún quedan personas sin interés alguno en monetizar sus videos torcidos, borrosos y graciosos. Es cierto que cada vez hay más profesionales: la empresa 2btube calculó que en 2024 existían, en España, 13.600 influencers que podían vivir de ello, un 13% más que el año anterior. Tanto su número como el del presupuesto publicitario que se les dedica (80 millones de euros en 2023, según Infoadex), está en alza.
En mitad de este gran negocio que finge espontaneidad e informalidad para vender más, me gusta que las redes aún sirvan para reírse de una misma y celebrar la estupidez compartida de forma sincera. Eso sí que relaja.
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