Lola Índigo y las visitas
La cosa es poner a parir a las mujeres, por tomarse la libertad de querer ser madres o por no quererlo


De críos, los domingos por la tarde, mis padres nos vestían de bonito y nos arrastraban a sus cuatro lechones de visita a casa de familiares y amigos. Recuerdo con horror el aburrimiento mortal de aquellas excursiones a las que iba una como quien va al matadero, con los ojos en blanco, el morro torcido y la única esperanza de que los anfitriones tuvieran tebeos y me quitaran el ojo de encima el tiempo suficiente para birlar un pastelito de la bandeja que siempre llevábamos y teníamos prohibido tocar sin permiso. Una de aquellas visitas, sin embargo, me mantuvo más intrigada que la mejor historieta de Esther y su mundo. Esa tarde, además de los dulces, mi madre había llevado unos patucos tejidos por ella misma como obsequio a la dueña de la casa. Una señora que entonces me pareció mayorcísima, aunque no debía de haber cumplido los 35, con el pelo rapado, gafas de pasta de culo de vaso y un bebé recién nacido en brazos. Ni rastro de marido ni padre de la criatura. Al irnos, a pesar de mi insistencia de tuneladora, mi madre no soltó prenda sobre el asunto, hasta que un día, harta de oírme, me dijo que el padre misterioso era un autobusero que se había aprovechado de su amiga y la había dejado sola a la pobre, sic, con el bombo. Tuvieron que pasar muchos años para que yo misma, atando cabos y preguntando hasta a las piedras, supiera que aquella madre coraje era, espero que aún sea, una mujer lesbiana que había perseguido el embarazo hasta lograrlo por el ansia viva de ser madre sola en una época sin niños probetas que valieran.
Evoqué a esa mujer, de cuyo nombre sí me acuerdo, pero reservo para mi panteón de heroínas, al asistir estos días a la lapidación que ha sufrido la cantante Lola Índigo, de 33 añitos, o añazos, según para quién y para qué cosas, por decir que no desea ser madre porque valora su vida por encima de todo. La cosa es poner a parir a las mujeres, por tomarse la libertad de querer procrear o por no quererlo. Medio siglo después de aquel domingo por la tarde, seguimos en las mismas. Por no hablar de que, ahora, las visitas a familia y amigos hay que agendarlas a semanas vista como si fueran cumbres de Estado por la vida perra que llevamos. Viva el progreso.
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