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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Maniobras de EE UU en Venezuela

Las amenazas militares a Caracas son un paso más de una política errática de Washington que refuerza al régimen de Maduro

Donald Trump y Nicolás Maduro.
El País

El reciente despliegue de tres destructores de Estados Unidos cerca de las costas venezolanas constituye una nueva escalada en la relación bilateral, una demostración de fuerza de Washington que parece carecer de un propósito claro más allá de agravar las tensiones. Estados Unidos esgrime acusaciones vagas, sin evidencias públicas sólidas, sobre narcotráfico y vínculos de Maduro con el venezolano Cartel de los Soles, al tiempo que ofrece una recompensa para su captura de 50 millones de dólares. En respuesta, Nicolás Maduro ha movilizado a 4,5 millones de milicianos, presentando la medida como una defensa de la soberanía. Sin embargo, es un instrumento más de propaganda autoritaria, respaldando al aparato militar a costa de desmantelar espacios políticos. Este paso se da en un contexto donde la narrativa institucional se rearticula en torno a la supervivencia del régimen, elevando su discurso de amenaza y conspiración frente al “imperialismo” estadounidense.

La actitud del Gobierno de Donald Trump es, cuanto menos, desconcertante. No solo por el tono beligerante, sino por la contradicción flagrante de su política. Mientras el Departamento de Justicia pone precio a la cabeza de Maduro y lo presenta como un narcotraficante, la Casa Blanca autoriza simultáneamente el regreso de Chevron a la explotación petrolera en Venezuela y abre el camino a una normalización selectiva de las relaciones económicas.

Esta doble narrativa no solo erosiona la credibilidad de Washington, sino que ofrece al régimen un salvavidas. Al endurecer el discurso político y a la vez flexibilizar el acceso a los negocios petroleros, Trump transmite la idea de que el poder en Venezuela puede seguir intacto siempre que garantice dividendos. Más que debilitar a Maduro, potencia el carácter opaco del régimen, que encuentra en esas fisuras internacionales la justificación para sobrevivir y fortalecerse. La amenaza de intervención militar de EE UU sin fundamento claro termina dando alas al régimen dentro del país, reforzando su narrativa de resistencia heroica.

Paralelamente, la política migratoria estadounidense ahoga las esperanzas de miles de venezolanos. Se les impide emigrar legalmente, se revoca el Estatus de Protección Temporal (TPS) y se cierran puertas sin justificación, alimentando una crisis humanitaria invisible. Es una política que castiga a quienes huyen de la represión, sin ofrecer una alternativa digna y legal, y que, por otro lado, refuerza indirectamente la maquinaria de control del régimen.

Este clima tenso y tramposo conduce a un estancamiento sin salida, donde el régimen gana legitimidad interna a través del miedo, mientras la comunidad internacional reacciona con advertencias aguadas y sanciones simbólicas. No hay estrategia clara, solo una política errática que resulta en victorias simbólicas del autoritarismo frente a víctimas reales a las que se les cierran las rutas de escape.

La oposición, atrapada entre la agresividad del régimen y la indiferencia de las democracias, debe repensar su estrategia. No solo se trata de resistir, sino de construir puentes de protección real para los venezolanos —dentro o fuera del país—, exigiendo un enfoque humanitario que no se preste a juegos geopolíticos. Venezuela necesita que el mundo actúe con firmeza democrática, coherencia y humanidad, no exhibiciones de poder que fortalecen al verdugo. La defensa del Estado de derecho no admite atajos: la democracia no se restablece a través de amenazas militares ni recompensas presidenciales, sino mediante un compromiso internacional serio, con apertura política genuina y respeto a la dignidad de los ciudadanos.

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