El debate | ¿Hay más polarización política en España que en otros países?
La política española vive una época marcada por la acritud del debate y el enfrentamiento desmesurado por cualquier tema. Pero la sensación de estar siempre al borde de la ruptura del sistema es común a muchas democracias

En los últimos años, una sucesión de crisis globales y un aumento de las desigualdades, así como la consolidación de las redes sociales como vía de comunicación, en las que se premia el conflicto, han dado paso a un aumento de la polarización política en las principales democracias del mundo. En lugar de buscar consensos, los actores políticos han explotado estas divisiones.
España no escapa de esta tendencia. El catedrático Mariano Toral Loriente alerta de la creciente polarización afectiva que percibe en España, donde el adversario político se percibe como un enemigo a eliminar. El historiador Pablo Batalla rechaza, sin embargo, la excepcionalidad española y sostiene que es simplemente imposible el sueño de una sociedad orgánica, carente de separaciones y enfrentamientos.
Convertir al adversario en un enemigo moral
Mariano Torcal Loriente
El fenómeno de la polarización no es nuevo, ni tampoco los estudios que lo abordan. Incluso su ausencia ha sido objeto de análisis, cuando en los años ochenta se hablaba sobre lo problemático de que no existiera. Entonces, ¿qué ha cambiado para que se hable tanto de ella?
Hay dos razones fundamentales: la creciente crispación que se observa en los discursos y talantes de líderes políticos y medios, y la posibilidad a que esto se refleje en la polarización afectiva. Esta última es el resultado de la diferencia entre los sentimientos positivos hacia el propio grupo partidista y la animosidad hacia los “otros”. A diferencia de la polarización ideológica, que se basa en el debate de ideas, la afectiva es un fenómeno emocional, incluso tribal. No se trata de estar en desacuerdo con una propuesta, sino de sentir un rechazo visceral hacia quienes la proponen, simplemente por pertenecer a un “bando” diferente. Esta dinámica es corrosiva, ya que transforma al adversario político en un enemigo personal y moral.
En España son visibles ambos fenómenos. Diversos estudios demuestran que la polarización ha aumentado notablemente en la última década y media. Aunque todavía no somos los “campeones” y hay países con niveles más elevados, como Estados Unidos, es un problema creciente. Cierto es que los niveles en España se han estancado a partir de 2021, lo que podría sugerir una especie de resistencia de ciertos sectores a polarizarse más, pese a la enorme crispación que se vive, especialmente tras las elecciones de julio de 2023 y la consecuente formación de gobierno.
El problema no es solo el grado de polarización, sino su naturaleza. La polarización afectiva se distingue de la ideológica, que surge de discrepancias sustantivas sobre problemas y sus soluciones. El problema de la afectiva es que se basa en sentimientos que activan identidades colectivas y etiquetas. Estas generan una fuerte identidad de grupo y, al mismo tiempo, una enorme hostilidad hacia los otros. La identidad más fuerte y con mayores consecuencias hoy en día se mueve en torno a partidos y sus líderes.
Pero, ¿por qué esto constituye un problema? Algunos estudiosos argumentan que la polarización puede aumentar la atención hacia la campaña y motivar la participación electoral. A primera vista, la idea de un elector apasionado y comprometido parece beneficiosa para la democracia. Sin embargo, la evidencia empírica muestra que esto no es realmente así. La polarización afectiva sí favorece la probabilidad de ir a votar, pero no la movilización reflexiva. Los votantes hooligans ya han decidido su voto meses antes de las elecciones. No muestran mayor interés en la campaña ni en sus propuestas, y su conocimiento político no mejora. Simplemente ven el proceso electoral como una oportunidad para expresar sus sentimientos y lealtades, no para evaluar la labor del Gobierno o sus propuestas, que a menudo desconocen. No están interesados en un debate basado en hechos, sino en expresar su fervor partidista.
Hay otro aspecto adicional muy negativo. Entre los más polarizados se observa la creciente tendencia a cuestionar el propio proceso electoral y la legitimidad de los gobiernos. Este cuestionamiento sistemático erosiona las bases del sistema democrático, convirtiendo cada elección en una batalla existencial. El adversario político se percibe como un enemigo a eliminar, y las elecciones se transforman en pruebas de “resistencia” para la democracia. Los ejemplos de EE UU y Brasil son claros. En este clima, la derrota electoral no se acepta como parte del juego democrático, sino como un fraude. Una realidad ya presente en parte de la opinión pública española.
Esta desconfianza además se extiende a las instituciones. Los ciudadanos polarizados desconfían de todo lo que no valida su visión del mundo: los medios de comunicación, los jueces, los expertos. La verdad se convierte en una cuestión de lealtad partidista, y la capacidad de la sociedad para resolver problemas de forma conjunta se atrofia. Esto siembra las semillas de un futuro inestable, donde la transición pacífica de poder no puede darse por sentada y la cooperación es casi imposible.
El cainismo español es un mito reaccionario
Pablo Batalla Cueto
Goya no pretendía equiparar a las dos Españas en Duelo a garrotazos. Lo razona Carlos Foradada en Goya recuperado, cotejando fotografías anteriores a la extracción de los murales de la Quinta del Sordo. La torpeza del traslado y de la restauración posterior estropeó las obras y borró detalles cruciales de vestimenta y expresión. Con ellos se apreciaba que uno de los dos supuestos gañanes era en realidad un urbanita, personificación de la España liberal, y que Goya tomaba partido por él frente al otro, una figura rural, representación de la reacción y que además iba perdiendo, aunque se resistiera con fiereza.
La pintura así deturpada devino icono de una supuesta excepción española: el cainismo; la pulsión fratricida que nos distinguiría del resto de europeos. Una idea de orígenes anteriores, pero cuya forma actual es creación del segundo franquismo. Cuando a la dictadura dejó de convenirle legitimarse —ante los españoles y el mundo— con el mito de la cruzada antiliberal, aprestó este otro. La democracia estaba muy bien y otros países de habitantes prudentes podían permitírsela, pero no este, vivero desgraciado de navajeros de sangre efervescente, capaz de grandes gestas y 25 años de paz si un hombre de mano dura la encauzaba con palo largo, pero abocada a la masacre entre hermanos si la mano se abría. La matraca se usó después para templar la Transición, y hoy para oponerse al republicanismo.
Dato nunca mató relato. Y por eso dio siempre igual que ese mito se compadeciera tan mal con un vistazo rápido a la historia del resto del continente. No solo en España hubo guerras carlistas, ni republiquetas efímeras, ni semanas trágicas, ni conciudadanos tiroteándose en las trincheras de los años treinta. Se suele idealizar el contramodelo de Francia, un país cuyo siglo XIX es la alternancia febril, de revolución en revolución, de tres dinastías, tres repúblicas, la Comuna de París y su salvaje represión y el borde de la guerra civil con el caso Dreyfus. La Francia dreyfusard y la antidreyfusard no se mataron entonces, pero acabarían haciéndolo en la Segunda Guerra Mundial: un conflicto internacional, que por ello pudo envolver su memoria de épica patriótica y hacer olvidar su componente fratricida. Toda guerra internacional es además un rosario de guerras civiles. España simplemente libró —sola y abandonada— la guerra mundial con unos años de antelación, pero los resistentes franceses no serían más piadosos con los colabos que nuestros milicianos con nuestros falangistas. Las Trece Rosas no se sentían hermanas de Juan Yagüe, porque no lo eran. Las naciones están hechas de ciudadanos, no de hermanos. Y si algunas familias literales sí se dividieron (algo menos frecuente de lo que se cree, que afectó sobre todo a clases medias que luego proyectaron su experiencia a las trabajadoras y acomodadas), España tampoco fue insólita en eso. También allende los Pirineos hubo nazis hermanos de antinazis. Nuestra guerra de 1936-1939 debería ser, no una vergüenza nacional, sino incluso un orgullo: aquí tardó tres años en triunfar la misma tiranía a la que Italia y Alemania se entregaron sin pelear, y que tomó Francia en mes y medio. Lo decía el gran historiador antifranquista Tuñón de Lara: “Nunca te avergüences de España…”.
Ha habido y hay dos Españas como hay dos Alemanias, dos Italias, dos Polonias, dos Estados Unidos aún irreconciliados centuria y media después de la Guerra de Secesión. ¿Qué otra cosa ha sido la modernidad que una pugna constante entre grandes bloques: liberales y absolutistas, monárquicos y republicanos, capitalistas y socialistas, fascistas y antifascistas? España siempre ha sido normal, para bien y para mal, y lo sigue siendo en 2025. Su polarización es la de Francia, Brasil, India, Portugal, Japón, Reino Unido. Aquí como en todos esos allás, el sueño de una sociedad orgánica, carente de grandes separaciones ni enfrentamientos, compuesta de hermanos que se aman y no de individuos libres con derecho a detestarse, es reaccionario; variantes y rebrandings sucesivos del anhelo ultramontano de recuperación de la unidad mística de la iglesia triunfante, del cuerpo de Cristo. Y como decía el torero, además es imposible.
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