León XIV: cien días de un estilo
El Papa se está mostrando parsimonioso a la hora de dar sustancia a su pontificado, pero pronto han de llegar posicionamientos claros


Juan XXIII usaba la silla gestatoria y el papa Francisco llegó a utilizar un Cinquecento, pero —de unos pontificados a otros— son más las cosas que no cambian. Por ejemplo, ese extra de legitimidad terrena que da el ganarse los afectos del pueblo de Roma. Quizá el propio Juan XXIII los gozó más que nadie, al menos desde aquella noche de otoño del 62 en que, con ayuda de la RAI, conmovió hasta a las almas más volterianas de Italia con su “discurso de la luna”: “Al volver a casa, dad un abrazo a vuestros niños y decid: ‘Este es el abrazo del Papa”. Por eso hay todavía alguna hostería romana donde cuelga su retrato. De Pablo VI, sin embargo, en vano buscaremos merchandising, aunque sus sucesores lo hayan admirado primero y canonizado después. En cuanto a Juan Pablo I, algo así como el Román Escolano de los papas, no tuvo tiempo ni de causar una primera impresión, mientras que Juan Pablo II conectó con la plaza de San Pedro como hubiera conectado con la explanada de Woodstock: las mismas masas que sonrieron con el italiano de su alocución inicial intentarían proclamarlo santo subito a su muerte. Por su parte, las faldas de la sotana del cardenal Ratzinger iban a ser bien conocidas entre los gatos de Roma, pero en las tiendas de souvenirs los imanes de nevera con la imagen de Benedicto son ya raros como cuerno de narval. No, algunas cosas no cambian: tras la elección de Prevost, los libros de Francisco —amigo de Borges— están al 50% de descuento. Y en la ciudad quedan ya pocas iglesias que no hayan quitado el escudo de Francisco para poner el de León.
Parece casi chocante analizar los primeros cien días de un pontífice cuando la Iglesia, quizá por haberlo implantado, parece tomarse el calendario con cierta parsimonia: ahora la preocupación es celebrar el 1.700º aniversario del Concilio de Nicea, lo que solo sub specie aeternitatis se puede calificar de oportunismo. En estos tres meses largos, sin embargo, ya parece que el Papa pasó esa prueba romana de los afectos, cuestión que no era obvia: desde 1978, las televisiones del país reciben la proclamación de un papa extranjero como si Italia acabara de perder en los penaltis. Con León, los números del Jubileo se han encauzado. Las audiencias vuelven a llenarse. Y tanto la vieja nobleza como el castizo romanesco celebran los gestos del nuevo papa —los retiros en Castel Gandolfo, el regreso a los apartamentos papales— como un refrendo de romanidad orgullosa. En cien días, lo que León XIV ha cuajado es un estilo.
No es menor la gracia de un buen aterrizaje: recordemos que Wojtyla era un polaco del que nadie sabía nada; a Ratzinger se le llamaba el Panzer-Kardinal y, a ojos de un cierto tradicionalismo, Bergoglio se las traía ahí ahí con Belcebú. Por el contrario, Prevost ha sido recibido como un hombre que comprende el mundo en varias lenguas, al que pueden sentir suyos los americanos más ricos del Norte y los americanos más pobres del Sur, a la vez misionero y curial, general de su orden y obispo de una diócesis. Es alguien, en definitiva, cuyas experiencias resuenan en muchas otras experiencias en la Iglesia, sea en el centro o en las periferias. La propia elección de su nombre remite a un papa —León XIII— con un legado que alaban progresistas y conservadores en la Iglesia, sin olvidar que el discípulo favorito de Francisco de Asís fue precisamente el hermano León.
Nadie le va a acusar de escasez de pretensiones: puede postularse que, entre el Concilio de Trento y el Vaticano II, hay pocos papas de la trascendencia de León XIII. El propio Prevost, desde el principio, ha admitido buscar una doctrina social, como la de su predecesor, para la cultura digital y, más en concreto, para una inteligencia artificial sobre la que la Iglesia aún debe producir literatura. Quizá no se pondría referentes y fines tan ambiciosos de no esperar un pontificado largo, pero al cabo de cien días, León XIV también se está mostrando parsimonioso a la hora de dar sustancia a su estilo. A no tardar han de llegar posicionamientos claros: encíclicas, designaciones de peso para prefectos y cardenales. De momento, se escrutan sus nombramientos y se analizan cada una de sus rúbricas para discernir cuánto tiene de conservador y cuánto de progresista. No deja de provocar una cierta hilaridad ver cómo cada quien quiere contabilizarlo para su bando. A la vez, se diría que esa “bien considerada inacción” está pensada para atender la primera urgencia de este pontificado: calmar ánimos y aportar tranquilidad donde había escepticismo. Sería sensacionalista decir que, por primera vez en mucho tiempo, hay un papa de todos. Pero sí puede decirse que, por primera vez en mucho tiempo, este papa no es un cilicio para nadie. Por eso lo ha recibido bien una Iglesia deseosa de buenas noticias. Si la izquierda de Wir sind Kirche ha sido invitada al Vaticano, la derecha de la Fraternidad San Pío X está en la agenda oficial del Jubileo.
Quizá ocurra que, desde los tiempos del Concilio, es el primer papa que —por pura edad— no está dramáticamente marcado por las dialécticas desencadenadas entonces. Una división que ha amenazado —véase Alemania— con reproducir en el catolicismo el esquema de “iglesia alta” e “iglesia baja” de los anglicanos: unos obispos y parroquias que siguen a Roma y otros que, sin necesidad de cisma visible, viven ajenos. Curiosamente, aquí la turbulencia de los tiempos ayuda a quitar importancia a las guerras culturales: el hecho de que no esté claro cuál es el futuro de las ideas liberales y progresistas en el mundo, escribe Dan Hitchens, aleja del catolicismo el viejo debate de cómo resistirse o adaptarse a ellas.
De puertas adentro, León se encuentra con una Iglesia europea con elites más progresistas que sus fieles y con un clero nuevo intelectualmente moldeado por Juan Pablo y Benedicto: un rebaño más pequeño pero quizá más comprometido. También se encuentra con una Iglesia africana y asiática que gana no solo peso demográfico sino moral: bien lo supo Francisco tras la declaración Fiducia supplicans. En sus Estados Unidos es donde León deberá afilar el perfil mediador: el enfoque eclesial interno no se puede separar de su proyección geopolítica. Allí hay que sanar las relaciones con Roma de una jerarquía mayoritariamente pro-Trump que convive con una minoría muy encendida de obispos progresistas. Es una cuestión de dinero: la falta de confianza en Francisco desalentó a grandes donantes y, en un momento de agonía financiera, el Vaticano necesita unos fondos que tampoco vendrán sin ahondar en su estatalización. Sin embargo, es ante todo una cuestión, como decíamos, geopolítica. A raíz de sus palabras ya pronunciadas sobre asuntos como Gaza, la paz “desarmada y desarmante”, migraciones o tráfico de armas, puede intuirse ya una música del pontificado. León va a combinar unas posiciones doctrinales más templadas y previsibles que las de Francisco con unos posicionamientos en la esfera internacional que ahondarán en su línea. No es algo que deba entusiasmar a Trump, si bien nadie mejor que un papa americano para suavizar los roces, y más cuando —con Vance a la cabeza—, el propio Trump está rodeado de católicos. Por volver al inicio, los católicos verán que las cosas en su parroquia no cambian tanto. Pero en el escenario internacional, León puede tener un ascendiente moral: en un mundo donde la globalización se cierra, su mismo lema (“ser uno en el Uno”) apela a la unidad. Y en un mundo donde las instituciones de cooperación van a menos y muchos quieren ser “grandes otra vez”, su mensaje puede honrar esa catolicidad que significaba “universalidad” en su etimología.
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