El ‘late night’ americano, especie amenazada
Un pilar de la democracia estadounidense, la posibilidad de cuestionar, ridiculizar y desnudar al poder sin miedo a represalias, está siendo erosionado en la era Trump

El mes pasado, el comediante estadounidense Jimmy Kimmel cedió por unos días la conducción de su programa nocturno en la cadena ABC al actor mexicano Diego Luna. Al final de su semana al frente, Luna agradeció la oportunidad recordando el privilegio que supone ejercer libremente la sátira política, noche tras noche, en televisión. Su observación, tan natural para quienes conocen de cerca los riesgos de cuestionar al poder, probablemente resultó ajena para buena parte de la audiencia estadounidense. Después de todo, la sátira política televisiva es un elemento histórico de la cultura popular en Estados Unidos.
En los años sesenta, figuras como Dick Gregory y, más tarde, George Carlin y Lenny Bruce moldearon un humor político que desafiaba convenciones y ponía incómodos a presidentes, jueces y congresistas. Desde hace medio siglo, el programa cómico Saturday Night Live ha hecho de la burla al poder un ritual semanal: de la torpeza física de Gerald Ford encarnada por Chevy Chase a las divagaciones delirantes del Donald Trump interpretado por James Austin Johnson. En uno de sus momentos más icónicos, la imitación de Sarah Palin por Tina Fey en 2008 moldeó la percepción pública de la entonces candidata. Según encuestas de ese año, un porcentaje significativo de votantes reconoció que la imitación de Fey reforzó su impresión de que Palin no estaba preparada para la vicepresidencia.
En los late-night talk shows, como el de Kimmel, la historia es aún más rica. Johnny Carson, quizá el gran pionero del género, imitaba a Ronald Reagan con precisión despiadada. En las últimas décadas, el tono se ha agudizado: Bill Clinton fue objeto de burlas feroces por sus escándalos personales y George W. Bush, por sus dislates y su política exterior. La era de internet y YouTube amplificó el alcance de esas críticas, que ya no se quedaban en el chiste de medianoche, sino que se volvían virales al día siguiente. Como era natural, Donald Trump se convirtió en un blanco inagotable para la imitación y la sátira, desde The Daily Show hasta Last Week Tonight. Lo que a ninguno de estos políticos debió gustarles —y a Trump menos que a nadie— ha sido, sin embargo, un pilar de la democracia estadounidense: la posibilidad de cuestionar, ridiculizar y desnudar al poder sin miedo a represalias.
Esa libertad de décadas está súbitamente en riesgo. El 20 de julio, la cadena CBS anunció el despido de Stephen Colbert, el comediante que ha encabezado el talk show de la cadena durante diez años. Colbert, un hombre de inteligencia singular —capaz de recitar a Shakespeare o Tolkien de memoria y, acto seguido, improvisar un chiste exquisito— había convertido The Late Show en el líder de su franja horaria. Su humor, muchas veces cargado de crítica política, representaba la evolución moderna del género: incisivo, claramente enfrentado a los abusos de poder.
Oficialmente, CBS justificó su cancelación por “costos”, en un contexto de crisis para la televisión lineal, que en la última década ha visto caer sus audiencias frente al streaming. Pero la versión resulta sospechosa: apenas dos días antes, Colbert había criticado con dureza un acuerdo entre Paramount (dueña del canal) y el presidente Trump, calificándolo de “extorsión mafiosa”.
Poco después del anuncio, Trump celebró la salida de Colbert e insinuó que circulaban misteriosos rumores sobre el despido de Jimmy Fallon, el anfitrión del programa nocturno de la NBC, y de su colega Kimmel. “Se irán”, escribió en su red social. “Es muy bueno verlos irse, y espero haber tenido un papel importante en ello”. El tono triunfal de la declaración y su aparente injerencia directa en las decisiones de cadenas privadas recuerdan a prácticas de otros gobiernos que buscan disciplinar a la prensa y a los comediantes incómodos, algo que en Estados Unidos parecía impensable.
La historia ofrece suficientes ejemplos de lo que ocurre cuando el poder político logra domesticar o silenciar a la sátira. En Rusia, programas televisivos que en los noventa se atrevían a parodiar a Borís Yeltsin o a un joven Vladímir Putin fueron cancelados o relegados a horarios marginales a medida que el Kremlin consolidaba su control sobre los medios. Uno de los casos más emblemáticos fue Kukly, un programa de marionetas que caricaturizaba a la élite política rusa. Su popularidad fue enorme, pero a medida que Putin fortalecía su poder, Kukly fue objeto de presiones crecientes, censura encubierta y finalmente cancelación. En Turquía, comediantes y caricaturistas han enfrentado procesos judiciales por “insultar al presidente” Recep Tayyip Erdogan, en una campaña que ha reducido drásticamente la crítica humorística. En la Hungría de Víktor Orbán, la concentración mediática en manos cercanas al gobierno ha arrinconado la sátira hasta casi extinguirla. El patrón es claro.
En Estados Unidos sobreviven aún reductos de crítica como South Park, que ha desafiado sin reparos a presidentes, corporaciones y religiones. Los otros programas nocturnos siguen transmitiéndose, sin modificar, por ahora, su vocación. Pero la advertencia es inocultable. Si las voces más influyentes de la comedia televisiva comienzan a pagar un precio por incomodar al poder, el “privilegio” que Diego Luna invitaba a valorar podría dejar de ser tan normal como parece.
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