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Tribuna
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Cuatro mil muertos en Badajoz

En el sótano de un palacio de congresos reside, escondida e incompleta, la memoria de la masacre perpetrada por el general Yagüe en agosto de 1936

'Fusilamientos en la plaza de toros de Badajoz', de Martí Blas, en el Museo Nacional de Arte de Catalunya.

Si viviéramos en Badajoz y estuviéramos en 1936, este fin de semana irrumpiría en nuestra tierra una horda de hombres salvajes, como la que vimos en Torre Pacheco hace días blandiendo machetes, y les abrirían las carnes a nuestros padres, horadarían las frentes de nuestros hermanos pequeños y desaparecerían a nuestros amigos. Los amontonarían en el ruedo de la plaza de toros y los fusilarían, y llenarían la calle del Obispo de sangre y el río Guadiana, que se tintaría de encarnado desde las Tablas de Daimiel hasta el Atlántico. Los extranjeros hospedados en la ciudad huirían con el estómago plegado y ya no podrían ingerir sólido alguno, y sus testimonios sobre la barbarie serían puestos en duda por los descendientes de un luengo Estado fascista, testimonios como el siguiente de Jay Allen:

“Esta es la historia más dolorosa que me ha tocado escribir. La escribo a las cuatro de la madrugada, enfermo de cuerpo y alma. […] Vengo de Badajoz. […] Subí a la azotea para mirar atrás. Vi fuego. Están quemando cuerpos. Cuatro mil hombres y mujeres han muerto. […] A la plaza de toros fui. […] Filas de hombres, brazos en aire. Eran jóvenes, en su mayoría campesinos, mecánicos con monos. Hay ametralladoras esperándolos. Después de la primera noche se creía que la sangre llegaba a un palmo por encima del suelo. Hay más sangre de la que uno pueda imaginar…”.

Estos idus de agosto se acaban de cumplir 89 años de la masacre de Badajoz, pintada magníficamente por Martí Blas tan solo unos meses después, quien demostró un gran arrojo al atreverse a inmortalizar estos sucesos en mitad de la guerra, como también hizo Chaves Nogales con A sangre y fuego. Muchos dicen que la obra de Blas es tan importante como el Gernika, o incluso más, pues el número de víctimas extremeñas fue tres veces mayor. Yo les doy el mismo valor.

Juan Yagüe Blanco, que hoy bien podría presentarse a encabezar Vox y ganaría, cargó con el siguiente apodo: el Carnicerito de Badajoz. Quizás porque fue él quien dirigió aquella columna de la muerte, formada por hombres salvajes de bocas espumosas que graznaban un supuesto amor hacia la patria mientras rasgaban carne con las manos. Juan Yagüe, cuyo apellido da nombre todavía a un barrio de Logroño, para vergüenza de sus habitantes. Yagüe, el autor de estas palabras: “Naturalmente que los hemos fusilado. ¿Qué se podía esperar? ¿Pensaban que me llevaría conmigo a cuatro mil rojos mientras mi columna avanzaba luchando contrarreloj? ¿Debería dejarlos en libertad a mis espaldas, permitiéndoles que hicieran nuevamente de Badajoz una ciudad roja?”.

Pese a la poca duda que levantan estas palabras acerca de lo ocurrido, o los testimonios de los periodistas portugueses que fueron testigos de la masacre, todavía hay quienes niegan lo que sucedió allí y afirman que solo fueron asesinadas un centenar de personas y no 4.000, como si las cifras dieran o restaran valor a lo sucedido. Niegan lo innegable y acaban creyéndose su propia mentira. Por ello, hace años, antes de rematar La península de las casas vacías, me hospedé en Badajoz varios días para aclarar esta confusión. Mi primera visita no podía ser otra: la plaza de toros. Recuerdo que los guardias de seguridad del palacio de congresos —donde antiguamente estaba la plaza, antes de que la derribaran, no fuera a ser que el pueblo recordara lo acontecido— no me dejaron acceder al rincón de memoria histórica que hay en el subsuelo del edificio, pero yo estaba dispuesto a colarme si no me permitían la entrada. Lo intenté tres veces sin éxito, hasta que una encargada me coló, encendió las luces de la sala y, como quien enseña algo prohibido, me dijo: tienes solo cinco minutos.

Apenas me dio tiempo a nada; sí a comprobar que el material era insuficiente y que, en cualquier caso, debía estar menos oculto, así como señalizado su acceso desde el exterior. Necesitaba ampliar la información y aclarar si hubo o no hubo masacre. Así que salí impaciente a buscar a los pacenses más viejos de la ciudad, aquellos con las orejas más largas, para preguntarles por lo sucedido. Charlé con una decena de ellos; por ejemplo, con E., un hombre de 100 años que se echó a llorar nada más sacarle el tema, apoyado en su andador junto a la catedral de la ciudad. “Recuerdo a mi padre volver a casa temblando. Estaba completamente ido. Había presenciado lo ocurrido en la plaza. Fue la noche más horrible de nuestra vida. Nunca se recuperó de eso y tampoco lo volvió a mentar. Aquello era el infierno, nos dijo. Y nada más”.

Gracias a Dios que existe algo que algunos, por más que lo deseen, no pueden demoler: la memoria. Esta es difícil de extirpar, porque se ha de hacer de raíz, y, si no se ejecuta de forma integral, suele brotar una y otra vez hasta que se hace justicia. Porque cualquier trocito de raíz cercenada brota, incluso cuarenta años después, y con la misma fuerza. Aunque no sin esfuerzo, amenazas y miedo. Pero miedo no hemos que tener y hemos de alzar la voz y señalar las conductas racistas, desmemorialistas, fascistas, violentas y segregadoras. ¡Lo digo sin que me tiemble el pulso!

Si el país entrara en un período de inestabilidad política y cayera en un estatus sin protección legislativa fuera de los signos democráticos, las hordas xenófobas que hace unos días quisieron matar en Torre Pacheco se habrían terminado de envalentonar. Habrían tenido que volver a afilar las hojas de sus machetes al día siguiente; habrían cortado veta y hueso, y no palabras huecas.

El último Gobierno legítimo de la II República no actuó a tiempo: no consideró posible que parte del pueblo pudiera llegar a sembrar las tripas del vecino en su propio campo y no ejecutó las medidas disponibles para pararle los pies a aquellos primeros sanguinarios golpistas que dibujaron con bilis sobre nuestro país los escaques de un enorme tablero de ajedrez. Como consecuencia directa, la bestia fascista se fue alimentando de cuerpos eviscerados y haciéndose más grande, como el estómago del volcán en mi novela, y acabó provocando, muy astutamente, una guerra entre nosotros —que evolucionaría a un estado opresivo, dictatorial y autofagocitante—. El fascismo estrujó la tierra de esta Península (Portugal tampoco se libró de sus garras) para sacarle el poco jugo que le quedaba y construir sobre la era baldía pueblos de casas vacías, amnesia y silencio.

Animo a todos los lectores a que acudan a ese punto de información de memoria histórica de Badajoz, situado en la planta baja del Palacio de Congresos Manuel Rojas, y a que busquen a los viejos de orejas largas y charlen con ellos, antes de que el tiempo deshaga los lazos memorísticos que nos unen todavía a aquella generación mutilada.

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