Los grises
La ficción es tan enorme y tan fundamental para entender al ser humano que a la persona que escribe, se expone y se radiografía en público


Considero que la cancelación de la obra de un artista por sus defectos morales es algo muy problemático de aceptar. Carezco de fe purificadora en las hogueras de libros, y quizá por ello hace poco volví a leer a Alice Munro. Confieso que aplazaba volver a leerla desde que supe del asunto de los abusos a su hija, un turbio episodio que salió a la luz pública tras morir la escritora canadiense. Ni ella ni el padre de la chica parecían haberse comportado con el mínimo rigor para afrontar el daño padecido por su hija cuando era niña, pero en lo que concierne a Munro, que los abusos los protagonizara el que era su pareja, y que siguió siendo su pareja hasta la muerte, aún lo empeoraba todo. Basta asomarse levemente para estremecerse de horror. Y, sin embargo, he vuelto a leer a Alice Munro. Entre otras cosas porque ya desde el origen me resultó equivocada esa reivindicación de su obra basada en una lectura superficial almibarada o en interpretaciones de militancia extraliteraria. Munro fue una escritora de la crueldad, de la frialdad, del distanciamiento. Y si sus cuentos son turbios, desasosegantes y ajenos a la idea de redención, ya estaban hablando de su perspectiva sobre la vida.
Tras algunas investigaciones periodísticas de gran interés, el caso de la hija de Alice Munro se transformó en una novela paralela. Los cuentos de Munro, en el recuerdo, se reforzaron con una parcela de dolor tan insoportable que daba miedo volver a abrir sus libros. Pero hay que hacerlo y vaya si conviene hacerlo. No gozamos en el final de siglo pasado de una autora tan potente, se la compare con quien se la compare. Entre esos acuerdos un poco a deshora, hay un cuento que ha sido destacado como una especie de explícita exposición de la propia culpa de su autora. Siempre con una precaución absoluta, porque no procede jamás interpretar la ficción como tan solo una variante de lo autobiográfico. A veces es una proyección, una traslación, un juego de espejos, una reinterpretación, un obligado esfuerzo por meterse en los zapatos de otro.
La ficción es tan enorme y tan fundamental para entender al ser humano que a la persona que escribe, se expone y se radiografía en público, pero permitiendo, siempre, un grado de ambigüedad tan extenso que la actitud del lector ha de ser la del implicado, pues añade a la mezcla su propia sensibilidad y experiencia, y jamás la del detective o, peor aún, la del terapeuta o el inquisidor. Nada hay tan nefasto en nuestro tiempo como la literalidad, que ha convertido el arte en una especie de manifiesto, de panfleto, de memorial de agravios, de pura medianía existencial a la búsqueda desesperada del agrado ajeno. La literatura incomoda, si ha de hacerlo, y esa incomodidad nos esponja como seres humanos, nos concede kilómetros y kilómetros de experiencia nueva, inabarcable y enriquecedora. Ese cuento de Munro se llama Vándalos (Hooligans, en el original inglés) y está situado como colofón de una colección que lleva el título, nada menos, de Secretos a voces (en inglés Open secrets suena un poco menos gritón). Si uno quiere jugar al entretenimiento de los espejos entre vida real y vida ficcionada, nada mejor que leerse este cuento para regresar a Munro. Porque merece la pena volver a Munro y mancharse con ella, contaminarse de su miseria, de su culpa, de su desolación, pero sobre todo de su gran talento. Son líneas que brotan de la fría nieve de la duda como un humo gris indescifrable.
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