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tribuna
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‘Locus horridus’: el sentido de la banalidad del mal en Gaza

Quien ordena matar de hambre a la población, ¿no sabe lo que está haciendo? Quien dispara a quien busca víveres, ¿es un cumplidor de la ley?

11 09 2025

Cuando Jean Améry escribió sobre su experiencia en los campos de concentración y describió las torturas a las que se vio sometido durante su encarcelamiento en Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia (1966), la polémica tesis sobre la banalidad del mal propuesta por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén (1963) ya contaba con cierta aceptación y se iba consolidando. Era duro aceptarlo. Con el paso del tiempo se ha convertido en uno de los mayores tópicos a la hora de explicar el mal en situaciones que no nos entran en la cabeza, aunque nos echemos las manos a ella. Se emplea muchas veces así como lugar común, como especie de locus amoenus horaciano transformado en locus horridus, es decir un lugar espantoso, sobrecogedor e inquietante, deshumanizado y atravesado de fuerzas indómitas, como se reformula en la literatura medieval. Aparece antes en la tradición hebrea, como en Deuteronomio 32:10, donde se asocia al páramo y al aullido de alimañas (yelel, en hebreo yəlêl). Efectivamente, es horrendo si pensamos que cualquiera puede hacer el mal, cualquiera puede ser un monstruo o una alimaña, cualquiera puede colaborar activamente o con su inacción a una matanza y tener al mismo tiempo la conciencia tranquila al no reflexionar sobre sus consecuencias.

Con el genocidio en la Franja de Gaza ha irrumpido con fuerza la formulación de Arendt. Estamos ante un ejemplo de banalidad del mal, aunque al sostener tal cosa podemos incurrir en un ejercicio de banalización del daño que, lejos de ayudarnos a entender, cierra la discusión al etiquetarla. Sin embargo, precisamente lo que quiso Arendt fue abrir la reflexión para favorecer la comprensión de las causas y consecuencias de ciertos fenómenos asociados a una ideología totalitaria cuando queda alterada la capacidad de juzgar moralmente.

Vayamos a la tesis de Arendt muy esquemáticamente. Sus reflexiones se centraron en dos elementos: la colaboración de los Judenräte con las SS y el papel del burócrata Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y responsable de la logística de transporte. Todas las descripciones de Eichmann coinciden: un hombre gris y mediocre, un cualquiera. En su defensa se presentó como “un ciudadano cumplidor de la ley”, como se titula el capítulo octavo del informe de Arendt. Nunca se consideró culpable porque “solo” seguía órdenes. Esto conduce a Arendt a enfocar el problema del mal en la capacidad de juzgar o, mejor dicho, en la incapacidad de reflexionar sobre las consecuencias de los propios actos. De ahí la noción de banalidad: el mal no es banal porque sea trivial sino porque, frente a la tesis kantiana del mal radical, el mal puede extenderse superficialmente en el momento en el que los seres humanos dejan de cultivar su reflexión. Dejan de ser personas para transformarse en seres sin conciencia. Nada más nihilista y peligroso. En una carta a Gershom Scholem de 1963 escribe: “Puede crecer desmesuradamente y reducir el mundo a escombros porque se extiende como un hongo por la superficie”. Cuando toleramos el mal o lo justificamos, lo perpetuamos y lo extendemos. Eichmann era un cualquiera. Cualquiera puede cometer un genocidio. Pero no, no cualquiera puede.

En 1999 fueron encontradas las cintas originales de la transcripción de la entrevista que Eichmann, en libertad, concedió en 1957 en Buenos Aires al periodista holandés nazi Willem Sassen y donde cuenta orgullosamente su labor. Esta transcripción, que apareció resumidamente en la revista Life, fue desestimada en el juicio de 1961 porque no se hallaron los audios. La imagen de Eichmann es otra, como muestra el documental de Yariv Mozer, La confesión del diablo: las cintas perdidas de Eichmann (2022). Fueron muchas las horas de grabación que fueron corregidas a su vez por Eichmann en las transcripciones. En ellas se oye: “Si hubiéramos asesinado a diez millones trescientos mil de estos enemigos entonces, diría con satisfacción, habríamos cumplido nuestra tarea”. Habla del orgullo de la raza a la que pertenece. No solo fue un burócrata, sino que creía en lo que hacía: “Cualquier cosa por el bien de mi raza. Esa es la ley sagrada”. Se lamentaba de la escasez de tiempo y de la falta de competencia de sus superiores a los que tuvo que desobedecer para ser más eficaz.

Volvamos a Gaza. Quien ordena matar de hambre a la población civil de Gaza, ¿no sabe lo que está haciendo? Quien dispara a quien busca víveres, ¿es un “fiel cumplidor de la ley”?, ¿de qué ley?, ¿hay banalidad aquí? Para Améry, “no existe la banalidad del mal, y Hannah Arendt, que se refirió a ello en su libro sobre Eichmann, conocía al enemigo del hombre sólo de oídas y lo observaba sólo a través de la jaula de cristal. Cuando un acontecimiento nos desafía de forma extrema, no se debería hablar de banalidad, pues en ese punto no hay posibilidad de abstracción ni la imaginación es capaz siquiera de aproximarse a la realidad”. Hay, por supuesto, quien sentado en el sofá de su casa ante el mal reacciona con una cortedad de miras que causa pasmo, que siente incluso indiferencia porque está demasiado lejos, pero allí, delante de cuerpos que sufren, no hay nada banal para quien causa este daño y para quien lo padece. Inquieta la persona indiferente sentada en su sofá, pero más lo hace quien, por intereses políticos o económicos, puede afirmar sentirse horrorizado y no hacer nada.

Resulta perturbador, incluso horridus, la facilidad que hemos tenido para juzgar a los ciudadanos alemanes del Tercer Reich y preguntarnos cómo fue posible semejante horror, y la dificultad, por no decir ceguera, para reconocer lo que sucede Gaza. La diferencia radica en que en Alemania se llevaba en secreto y aquí está todo bien claro. B’Tselem y Médicos por los Derechos Humanos han emitido un informe donde indican que existe una “aniquilación deliberada y sistemática de las condiciones necesarias para la vida de la población palestina”. ¿Cómo podemos aplicar la noción de banalidad a lo que nos está sucediendo con Gaza? Me gustaría mencionar una de las reflexiones de Arendt: el mal también se extiende allí donde aparece el hábito de tratar a los hechos como meras opiniones. El genocidio en Gaza no es una opinión. Es un hecho.

Por supuesto que tenemos un claro ejemplo de mal institucionalizado que se justifica a sí mismo, que hay burócratas grises y soldados obedientes, que hay decisiones administrativas que despojan de sus derechos a los gazatíes, que los extermina, que los expulsa del territorio, que causan su hambruna y su sufrimiento, pero también hemos de pensar que hay quien no solo sabe lo que está haciendo, sino que cree estar en el derecho de hacerlo. El locus horridus de la banalidad sigue vigente, aunque hemos de dislocarlo para desplazarlo y posicionarlo en otro lugar: sobre nosotros, sobre aquellos que lo vemos y negamos lo que pasa, los que lo justificamos, los que no queremos aplicar la capacidad de juzgar a nivel moral, los que somos cómplices. No solo hay banalidad del mal, sino banalización del daño. Deberíamos preguntarnos qué tipo de mecanismos están vigentes a nivel global como para haber anulado nuestra capacidad de pensar y no reconocer el mal moral cuando lo vemos. ¿Por qué se produce esta banalización? ¿Cómo se ha neutralizado la capacidad moral de juzgar? ¿Cómo es posible que esto suceda bajo el paraguas de una democracia parlamentaria? ¿Qué les pasa a nuestras democracias para fomentar esta incapacidad reflexiva? ¿Gaza es un mal menor en la geopolítica mundial? He mencionado antes el término hebreo yelel. Lo que no he dicho es que también significa sollozo o lamento. Gaza no es un tópico: es una tierra llena de sollozos, ira y sufrimiento.

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