Los soles del rojo verano
En mi infancia de los pueblos blancos de la meseta cafetalera, el mundo de las vacaciones escolares se centraba en Masaya


El verano dura en Nicaragua la mitad del año, porque verano llamamos al tiempo en que no llueve, pero se hace más intenso en su inclemencia entre los meses de marzo y abril, que coincide con la temporada de cuaresma. Es cuando los ríos se agostan hasta mostrar su lecho de piedras, el pasto se seca en los potreros y las recuas de reses emigran hacia las zonas de montaña en busca de verdor; y en medio del bochorno que enciende los cielos sollamados y agrieta la tierra, se escucha incesante el coro de las chicharras. Soles rojos —“los soles del rojo verano”, dice Darío en la Marcha Triunfal— velados por el humo de las quemas porque desde milenios atrás los pueblos aborígenes prendían fuego a los rastrojos, y en las noches sin viento es posible ver las caudas de fuego que serpentean en los llanos y asciende por los cerros.
La estación contraria, la otra mitad del año, es la de las lluvias que nunca son mansas, sino que despeñan en torrentes y los ríos salidos de madre descuajan troncos de árboles y arrastran en su corriente reses muertas, lluvias sin tregua que caen por días y hasta semanas revolviendo el paisaje. Una naturaleza siempre exagerada y dañina tanto en sus carencias como en su abundancia.
En mi infancia de los pueblos blancos de la meseta cafetalera, el mar era la lejanía y las excursiones a las playas eran como un viaje al extranjero, o una migración temporal en la que se cargaba con camas y trastos de cocina. El mundo del verano de las vacaciones escolares, la semana santa siempre de por medio, se centraba entonces en la laguna de Masaya, un antiguo cráter volcánico al que le había llovido desde tiempos prehistóricos hasta llenar el cuenco, al lado el volcán Santiago, ese sí activo, y desde cuyo cráter es posible ver la fragua luciferina en el fondo. Un ambicioso fraile dominico, fray Blas del Castillo, creyó que era oro en combustión y en 1538 se hizo bajar por medio de poleas en una canasta para sacar un cucharón de muestra. Resultó ser lo que era, escoria.
La laguna de Masaya se halla rodeada de pueblos chorotegas y nahuas de nombres musicales, Nindirí, Nandasmo, Monimbó, Masaya, Jalata, Masatepe, donde yo nací. Para hacer posible el acceso a la laguna, el general José María Moncada, coterráneo mío, en los años en que ejerció la presidencia de Nicaragua hizo despejar con cargas de dinamita los peñascos de una ladera del cráter, abrió una exigua carretera que bordeaba el abismo, y en recuerdo de la hazaña, hizo colocar en lo alto del desfiladero una placa de bronce con la leyenda lo que vale la voluntad del hombre dirigida hacia el bien. Luego construyó en la costa un chalet al que llamó Venecia, que cuando Managua fue destruida por un terremoto en 1931, sirvió de casa presidencial.
En ese chalet ofrecía ágapes y recepciones a la gente prominente de Masatepe, y al cabo de una de esas fiestas, el doctor Octaviano Sánchez, farmacéutico del pueblo, se despeñó en su Ford modelo T mientras ascendía la ladera, y aunque sobrevivió al accidente junto con su esposa, murieron dos hijas suyas gemelas.
A Moncada le había tocado ser presidente bajo la ocupación militar de Estados Unidos, mientras las tropas de la infantería de Marina combatían al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional encabezado por Sandino. Los marines mandaban en las ciudades del Pacífico y Sandino en las montañas del norte. Al asumir la presidencia, Moncada había querido tener una milicia propia, organizada bajo el mando del general Manuel Escamilla, un mexicano lugarteniente suyo, pero la jefatura de los marines le ordenó desarmarla. Escamilla y sus veteranos se dedicaron entonces a las obras públicas, como esa de abrir con dinamita el bajadero hacia la laguna de Masaya.
La más estricta prohibición de escaparse a la laguna había sido decretada por mis padres por lo peligroso de sus aguas, ya que la playa era muy somera, y a escasos metros se precipitaba hacia el abismo formando un embudo, con lo que eran frecuentes los ahogados; pero no solo violentábamos mis hermanos y yo la advertencia emprendiendo excursiones clandestinas, sino que bajábamos al cráter agarrados al tubo de agua potable que descendía casi perpendicular entre las rocas. El general Moncada, emprendedor como era, también había fundado una compañía aguadora, propiedad suya, que abastecía al pueblo.
E igualmente, de manera clandestina, íbamos por los caminos vecinales y atravesábamos cercos de fincas hasta llegar a la ladera del volcán Santiago, hundiendo los pies en la cascada de arena negra hasta alcanzar el cráter, mientras nos envolvía la intensa humareda que olía a azufre. Y cuando en las noches escuchaba desde mi cama los retumbos acompasados del volcán, como un lejano cañoneo, hasta entonces me sobrecogía el miedo que no había sentido mientras escalaba la ladera y la vaharada sulfurosa me ardía en la garganta.
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