Los ruidos
Los destinos se escriben en las plantas corrientes de los hospitales públicos bajo la mirada aturdida de familiares que no saben, nunca, si reír o llorar


A mi abuelo lo dejó un ictus en el vestíbulo de la muerte, todavía con hierbas en las manos y tierra entre las uñas del trabajo en la finca, el día 1 de agosto de 2012, y pasó una semana dormido sin morir y sin posibilidad ya de vivir, ese estado absurdo en que Dios deja a sus criaturas quietas para observarlas sin misericordia. El 4 de agosto de ese año nació mi hijo, el 9 de agosto murió mi abuelo después del coma; hay quien cree que las grandes decisiones se toman en despachos de muchas alturas, pero generalmente los destinos se escriben en las plantas corrientes de los hospitales públicos bajo la mirada aturdida de familiares que no saben, nunca, si reír o llorar. Cuando hubo que darle la noticia a mi abuela, ella dijo que ya sabía: “Esta noche me despertaron unos ruidos y lo vi ordenando las cosas en la habitación, dejando su cama hecha, xa entendín que morrera”. La idea era tan creíble que nadie dudó. Mi abuelo fregaba, cocinaba, ordenaba y limpiaba desde siempre, así que nos pareció normal que fuese lo primero que hiciese después de muerto. De él heredé la compasión y la ternura. De mi abuela, la desconfianza y la manipulación, y el germen maldito de lo que terminará llevándome por delante: una misantropía destructiva a la que ella se abandonó fingiéndose paralítica para no salir de casa, y yo aún combato con mis últimas fuerzas saliendo a la calle como si huyese del infierno y dibujándole ojos a las almohadas las noches que duermo solo. Muchas veces me he preguntado qué ocurrió en la cabeza viva de mi abuelo mientras nacía su bisnieto y todos íbamos a la cama a darle la noticia y despedirnos sin saber si nos escuchaba o no. Hoy hace 47 años nací en el mismo lugar en el que estoy, cerca del mar y acechado en mi cabeza por fantasmas de los que intento huir, esos que pasan la vida ordenando los trastos para cuando hayan muerto. Y me acuerdo del chiste en el que un atracador asalta a un ciudadano inocente: “¡La bolsa o la vida!”. Y el otro, deshecho en llanto: “¡Qué bolsa! ¡Qué vida!”.
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