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TintaLibre
Tribuna
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La Iglesia de Flavita y el amor por Bergoglio

‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de la ilustradora, que analiza su relación con el cristianismo, la Iglesia católica y la autoridad

Una persona sostiene una imagen del Papa Francisco en el día del funeral del Papa Francisco, en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires (Argentina), el pasado 26 de abril.
Flavita Banana

Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de diciembre. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptores deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.eso 914 400 135.

Una palabra que me encanta es bocachancla. Suena bien y es casi imposible de traducir al inglés ―que vendría a ser nuestra medida de las cosas auténticas―. Me defino además como bocachancla. Me río pensando en la palabra y luego me preocupan las consecuencias. Un ejemplo: voy a comer con mi jefe y le digo que AMO al Papa. Suena a confesión (mamá-papá-soy-gay) pero tiene su lógica: hablando de libros hablamos del más reciente de Javier Cercas, sobre la visita del Papa a Mongolia y las inquietudes ateas del escritor. Es entonces cuando declaro mi amor a Francisco Bergoglio, un amor tajante que me sirve para dejar claro que a los demás papas no los quise, un énfasis especial para desmarcarlo de esos viejos rancios. Mi jefe, que es catalán y aquí no se desperdicia nada, ve mi pasión enfermiza y propone: hacemos así, te hago llegar el libro de Cercas y tú luego me escribes un artículo. Hay un motivo por el que solo acepto propuestas de trabajo por email. Si me proponen algo de viva voz y en directo, ya sea en una llamada, Zoom o en persona, mi educación (un mix de judeocristianismo, peso patriarcal e ínfulas aristocráticas familiares) me impide rechazar una oferta. Como si mientras me ceban la boca arrodillada además anduviera asintiendo en un gesto de agradecimiento. Así que acepto porque debo ser muy afortunada ¿¿no?? y encima voy a leer (¡LEER!) un libro (¡GRATIS!) sobre el Papa (¡¡EL PAPA MISMO!!). Yo que solo tengo algo de simpatía por el argento ese. Eso es ser una bocachancla.

Dibujo 1

Me leo el libro. Tardo más de lo habitual porque durante su lectura he intercalado dos libros más, por ansiosa y por trabajo (Mon mari, de Maud Ventura, y Casas limpias, de María Agúndez, ambos excelentes). Hasta se ha muerto el Papa entretanto. Javier Cercas es un titán ―El Impostor me gustó mucho― y estoy segura de que este libro es bueno por su dimensión novedosa (informe encargado a un espía al que agasajan sinceramente). La premisa es golosa: el Vaticano invita al autor a acompañar al Papa en su visita a Mongolia (un país con cuatro creyentes) y que de ahí escriba el libro que le dé la gana, sin indicaciones. Pero resulta que el autor es súper ateo, y no le llama mucho la movida salvo porque su madre ―que sí cree― le pide que vaya y le pregunte una cosilla al jefe de la Iglesia: que si cuando ella se muera se va juntar allá arriba con su difunto marido. Tenemos misión, tenemos trama. Lo malo es que yo suelo consumir novela y no tengo la cabeza configurada para ensayos o crónicas: lo de visitar, revisitar, masticar y regurgitar un tema me impide centrarme, por muy contradictorio que parezca. Cercas usa la mitad del libro para prepararnos al viaje charlando con una docena de señores sobre los puntos principales de su viaje y su desasosiego: les pregunta a todos si el Papa es como parece, si ellos mismos son creyentes, qué es la fe y si creen que cuando nos morimos empezamos la vida buena junto a Dios. Luego se van de viaje y siguen las conversaciones con señores (y dos señoras) y aprendes algunos datos interesantísimos sobre Mongolia. Lo que yo esperaba (Papa) aparece poco rato, porque obviamente tiene la agenda apretadísima. Error mío, je suis une romantique. Cercas le transmite la duda de su madre y el otro le responde algo que solo sabemos al final del libro ―aviso para los nerviosos―. Supongo que yo soy más vaticanista que el Vaticano en esta ocasión, y esperaba una oda a Bergoglio detallando cada gestito que hiciera, aunque fuera desde lejos. Un mantra del autor sobrevuela constantemente la historia: la definición última de la fe cristiana es creer en la vida eterna (o resurrección de la carne o más allá o el cielo). Y le entiendo, yo también uso resúmenes o simplificaciones para comprender las cosas (y mostrar que las he comprendido) pero en este caso me sorprende lo poco que coincido. Creo que el cristianismo no va tanto de la fe mística y lo inexplicable, sino de tu comportamiento en vida. Y lo digo como atea, pero si esos célibes pueden hablar de las normas de pareja pues yo puedo hablar de lo que sea. Así que pienso que del libro puedo hablar poco, pero que puede que de el cristianismo y yo sí pueda escribir más. Quizá mientas escriba logre entender mi simpatía por ese hombre.

Dibujo 2

Antes de ponerme con mi versión de los hechos, quiero señalar el elefante en la habitación. Más bien dispararle y dejarlo expuesto como recordatorio ―es un elefante maligno, imagínatelo―. La Iglesia Católica (y seguramente las demás, pero esta es la que me asignaron) es culpable de encubrir los comportamientos abusadores, pederastas y maltratadores de sus representantes. Y como bien señala en el libro, es probable que sea la causante, al impedir un desarrollo del deseo en los curas y al favorecer el clericalismo, esa jerarquía mega rígida que convierte a los párrocos en una especie de jefes intocables y superiores a ojos de sus fieles. Otra entrega más del patriarcado (lo de la rigidez y las jerarquías es la firma de la casa). Esa dimensión de la Iglesia es una vergüenza, es injustificable y debe ser señalada y resuelta sin pausa. Ninguna virtud o buen propósito del cristianismo que yo pueda señalar atenúa la gravedad de los abusos sexuales (pedofilia, robo de bebés, terapias de conversión). Y que la gravedad de estos no haga empequeñecer la gravedad de otras prácticas cristianas presentes o pasadas, como la conversión forzosa, el fraude fiscal o directamente el robo.

Dibujo 3

Yo nací en el seno de una familia católica como la gran mayoría de quienes me leen. Me bautizaron, hice la comunión, estudié en una Escola Pía hasta los 16. No creo que creyera en Dios nunca, al menos no tengo ese recuerdo. En casa no nos hicieron creer en Papá Noel ni los Reyes Magos, así que ese fomento del pensamiento crítico y empírico dudo que ayudara en nuestra fe. Mi infancia y adolescencia temprana sucedieron en su mayoría junto a mi madre y mi hermana. Mi padre se fue cuando yo tenía seis, así que no aparece mucho en mis recuerdos. Esa pequeña unidad familiar hizo que hubiera pocos tironeos en cuanto a la educación correcta: mamá decidía, fin. La familia materna estaba en Francia y la paterna en León, así que lo nuestro la mayor parte del año era realmente sencillo. La educación que primó, como ya he dicho, era la culturalmente cristiana de manual, es decir: sé buena, obra bien, reflexiona para corregir y para agradecer. Todo esto al margen de Dios, claro. Este aparecía brevemente por las noches al acostarnos, cuando mamá venía a darnos las buenas noches y a veces caía una plegaria bastante laica, o los sábados por la tarde, cuando íbamos a misa en el pueblo de al lado, porque allí había una ermita bonita. Allí las dos hermanas teníamos que portarnos bien, pero no estábamos obligadas a sentir nada. No recuerdo ningún “reza” o “Jesús se va a enfadar” o “Dios lo sabe todo”. Debo recalcar que un rasgo común en casa es la intolerancia a la autoridad. Como si el mero hecho de que alguien mande (como un policía) ya nos pusiera en alerta. Debe tener alguna explicación freudiana, pero me parece absurdo buscar explicaciones a cosas que no son problemáticas. Creo que ese cuestionamiento a la autoridad pudo tener algo que ver con el fin de nuestra asistencia a las misas. No se puede ser rebelde y practicante de la fe, yo creo. O como dijo Stephen King: la incapacidad de creer es la maldición de la inteligencia.

Dibujo 4

El último bastión de la fe en mi familia es mi abuela materna, que además fue catequista. Cree a su manera, como todo el mundo supongo, y cada domingo ve la misa en la tele. Ella susurra las canciones en francés y al verla me doy cuenta de que yo las susurro también, pero en catalán. Como un karaoke de la ONU. Aunque ella sea creyente esa resistencia a los dogmas, normas o autoridades tajantes también la caracteriza (¿se pasará de madres a hijas como las mitocondrias?), porque no hay Semana Santa en la que apunte, con toda la razón del mundo, que cómo puede ser que resucitara al tercer día si se murió el viernes y volvió el domingo. Muy molesta hace las cuentas y nos demuestra que ahí algo falla, y no podemos más que darle la razón.

Podrían borrar de la faz de la Tierra todo rastro de religiones, que no quedara nada de eso en nuestras memorias, y yo seguiría recordando que charlaba con mamá en la cama acerca de cómo había ido el día y si me había portado bien, o que el sábado íbamos las tres juntas y medianamente guapas a un edificio fresco y bonito para que un señor nos leyera. Creo que hay infancias muchísimo peores.

Dibujo 5

Como contacto directo con la Iglesia también debo mencionar a la tía la monja. No es mi tía directa, sería como una prima-tía-segunda. Isabel. Fue misionera casi toda su vida (creo que en Senegal o Camerún) y trabajaba en hospitales allá, partos y demás. La vi muy pocas veces (sigue viva) pero me trastocaba cada vez. Era un huracán energético, una señora bajita, de pecho prominente y voz muy aguda con un carácter fortísimo. Nos reñía por minucias, como dejar comida en el plato. Ahora le veo todo el sentido del mundo, claro. Ella pasaba el año ayudando en lugares problemáticos y venía a la madre patria en Navidad ―la fiesta de su jefe― solo para ver a cuñados quejarse del tráfico, niños chutados de azúcar exigiendo más regalos, sobrinas tísicas por decisión propia, polvorones como decoración. Recuerdo incluso que, si nos portábamos mal, alguna vez caía un “a ver si te voy a tener que mandar con la tía la monja”. Ahora debo corregirme: he dicho que la tía Isabel ha sido mi único contacto con la Iglesia. Pero si alguien se desvinculaba de la Iglesia como institución, esa es ella. Creo, al igual que Cercas en el libro, que los y las misioneras son los únicos que practican lo que su ídolo legendario les enseñó. No me gusta la idea de que evangelicen, pero según los misioneros en Mongolia y China que hablan en el libro, eso ya no se hace.

Dibujo 6

Esto me lleva a pensar en los dejes cristianos de mi comportamiento. Ya no tanto mi conexión con la Iglesia (quién me iba a decir que un día escribiría esta frase) sino la aplicación de las normas cristianas en mi día a día. Porque sonará a locura, pero ocurre. Y seguramente a ti también. Pienso en conceptos básicos, como la solidaridad, la caridad. También se me ocurre la reflexión, que, aunque en el caso del cristianismo viene movida por el temor al cabreo divino, en mi realidad atea ha quedado como una forma de análisis y mejora continua. Mucha gente podría decir que esas cosas no son inherentes a una educación cristiana, y quizá tengan razón, pero quienes la hemos recibido ―algunos sufrido― hacemos las cosas de una cierta forma porque si no, habrá consecuencias: la idea de que alguien nos ve desde arriba y nos puede castigar es tan absurda como Papá Noel, pero caló en su día. Eso me lleva al mayor deje de mi educación: la culpa y penitencia. Algunos lo llaman karma, pero el sistema es sencillo: si hago algo mal, aunque no perjudique a otros, debo compensar haciendo algo bien o pasándolo mal yo. Ejemplo: si hoy no voy a nadar porque me dio pereza, paso el resto del día hablándome mal. Y sí, eso es herencia cristiana. Y todo eso porque nos repitieron que al final de la partida hay un juicio (herencia de tantas otras religiones) donde se decidirá si hay premio gordo o si se viene sufrimiento. Al menos yo, que solo creo en lo empírico y que creo que al morir se apaga la máquina y punto y menos mal, tengo inconscientemente miedo de que la declaración de la vida me salga a pagar.

Y luego la Iglesia como ente. Podría resumir mi visión de la Iglesia como una ONG (Cercas lo propone en el libro pero todos le dicen que nanai) con jefes corruptos enchufados y con poca calle. O poca memoria de calle. Las ONG hacen cosas buenas y tienen normas y un manifiesto o unos principios. Pero por otro lado las ONG acostumbran a tener juntas asamblearias o funcionan en democracia, cosa que la Iglesia rechaza. Siempre he pensado que el personaje de Jesús era comunista en sus ideales, pero que luego su sistema se convirtió en una dictadura soviética con sus chivatos y sus persecuciones y sus silencios y sus panfletos alegres. Comulgo (ja) con las enseñanzas humanas que me inculcaron, pero cuando la cosa ya se pone mandona se me enciende el pilotito rojo que me recuerda que no hay sistema que no busque recompensa. Así que me quedo con lo bueno y salgo por patas.

Dibujo 7

Creo que por eso este Papa en concreto me despertaba simpatía, por su enfoque. Por haber dado la vuelta al Vaticano como un calcetín, saneando cuentas y contratando a mujeres. Poniendo en duda y sacudiendo las normas costrosas que nadie había querido revisar. También por su bocachanclismo, que no sé si colocar en la columna de las cosas buenas o malas. No empezaré con todas las cosas claramente malas que hizo o no cambió, porque no tengo espacio, porque las sabemos de sobras y porque aquí vine a hablar de mi flechazo papal, para regocijo de mis enemigos y sorpresa de mis amigos.

En fin, si soy honesta, creo que es mi conflicto con la autoridad sumado a la ausencia paterna lo que hace que a menudo me agarre a figuras masculinas de poder como referentes vitales. Pero ya lo vemos otro día, si eso.

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Sobre la firma

Flavita Banana
Flavia Álvarez-Pedrosa es viñetista de Opinión desde 2021. Colaboró antes en SModa y el suplemento Ideas. Única mujer ganadora del Premio Mingote, autora de cinco libros y barcelonesa por convicción.
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