El abuelo enterrado en el jardín
A medida que Putin necesite a Stalin como héroe de la Segunda Guerra Mundial, irán apareciendo más estatuas suyas


Hay una película georgiana de tiempos de la perestroika, donde un abuelo con los mismos bigotes y casaca de Stalin es enterrado por sus nietos en el jardín y vuelve siempre a resucitar después de la lluvia. La he rastreado en las redes sin fortuna, pero la recuerdo como una comedia punzante e irreverente, toda una parodia de la persistente sombra histórica de una figura siniestra, que ha vuelto a mi memoria cuando he conocido la noticia de que en la estación Taganskaya, una de las más concurridas del metro de Moscú, el padrecito Stalin ha resucitado una vez más.
En 1950 Stalin reinaba como soberano absoluto en la Unión Soviética. Proliferaban entonces las calles, plazas, universidades, escuelas, teatros, y aun ciudades enteras que llevaban su nombre, y lo mismo sus bustos y estatuas en bronce, granito, mármol, y aun en vil cemento. Ese año el vestíbulo de la estación Taganskaya fue adornado con una escultura mural titulada Gratitud del pueblo al líder y comandante, donde el adalid supremo aparecía de pie en la plaza Roja, al centro de una multitud proletaria que lo rodeaba con admiración, sin que faltaran los niños. En el conjunto de mármol, al mejor estilo del realismo socialista, las figuras de un hombre y una mujer que flanqueaban a Stalin elevaban sobre su cabeza ramilletes de flores, como si fueran antorchas.
Stalin murió a consecuencia de un derrame cerebral en su dacha de Kúntsevo en 1953, y tres años después, el 25 de febrero de 1956, Nikita Jruschov pronunció el “discurso secreto” en el pleno del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) que daría pie a la desestalinización, al denunciar como “ajeno al espíritu del marxismo-leninismo elevar a una persona hasta transformarla en superhombre, dotado de características sobrenaturales semejantes a las de un dios. A un hombre de esta naturaleza se le supone dotado de un conocimiento inagotable, de una visión extraordinaria, de un poder de pensamiento que le permite prever todo, y, también, de un comportamiento infalible”.
El cadáver de Stalin había sido embalsamado, como correspondía a una deidad en envoltura corporal, y expuesto al lado de Lenin en el mausoleo de granito levantado junto a la muralla del Kremlin, que remeda la pirámide de Zoser y la tumba de Ciro el Grande. Pero un nuevo congreso del PCUS celebrado en 1961, siempre bajo la tutela de Jruschov, resolvió que usurpaba un lugar que no le correspondía, nada menos que lado a lado con Lenin en catafalcos gemelos en el santuario supremo, y fue sacado a medianoche, en una operación secreta ejecutada por agentes del KGB, para ser enterrado bajo una losa de concreto al pie de la muralla, pero antes despojado de todas las condecoraciones que adornaba su guerrera de mariscal, y hasta de las charreteras y botones dorados.
El conjunto escultórico de la estación de Taganskaya resistió algunos años la limpieza que se hacía por todas partes de la figura de Stalin, hasta que fue retirada sin mayor alboroto en 1966. Ahora se ha instalado en el mismo lugar una réplica exacta, un gesto oficial de voluntad política en un país donde nada ocurre si no es gracias al ucase del Kremlin donde hoy, en lugar de Stalin, reina Vladímir Putin, con los mismos poderes absolutos.
En la medida en que Putin necesite de Stalin como encarnación de la figura heroica que condujo a la victoria en la Segunda Guerra Mundial, de la que precisamente se cumplen ahora 80 años, irán apareciendo más estatuas suyas. En 2017, en una de las cuatro entrevistas para la televisión grabadas con Oliver Stone, Putin declara que “la excesiva demonización de Stalin ha sido una de las formas de atacar a la Unión Soviética y a Rusia”.
Como nuevo zar de todas las Rusias, Putin echa mano de Stalin para alentar la campaña bélica contra Ucrania, el pequeño país vecino al que decidió someter a una “operación especial” que ya cuesta más de un millón de muertos, y por tanto hay que presentarlo como un demonio sobre el que no se debe exagerar. La maldad de Estado, más que banal, se vuelve una maldad necesaria, y el diablo debe ser apreciado en su justa medida, más allá de las cuentas, siempre tan molestas, de la historia:
Millones perecieron en los Gulags a consecuencia de las purgas masivas, de los desplazamientos forzosos de campesinos, de las hambrunas y de las limpiezas étnicas, y sólo el periodo de represión sanguinaria conocido como El Gran Terror, entre 1936 y 1938, dejó 700.000 asesinados.
Mientras tanto, los pasajeros del metro se habitúan a contemplar la figura bonachona que avanza hacia el provenir con la mano metida en la casaca, se detienen a hacerse selfis, y otros hasta depositan flores al pie.
Por eso la certeza de la parodia que queda en mis recuerdos en forma de una película. El viejo de bigote frondoso y casaca bien planchada enterrado en el jardín, que vuelve cada tanto a resucitar.
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