OTAN no, bases fuera
Pensar que la Alianza Atlántica es algo más que la sumisión a los intereses de EE UU es de una ingenuidad trasnochada


Debía tener ocho o nueve años. Andaba en casa de mis abuelos, ojeando un libro de texto de COU que había por allí, y en la contraportada encontré una pegatina que empezaba a amarillear: “OTAN no, bases fuera”, decía. Y, bajo las letras, un misil. Le pregunté a mi padre qué era aquello y, como bien pudo, me lo explicó.
Para los que nacimos en los noventa, ese lema es casi un eslogan pop, un lugar común de la nostalgia paterna, como la mili, la Bruja Avería, las canciones de El Último de la Fila o las familias de clase obrera con casa en propiedad. Pero hay algo aún más nostálgico que ese lema: seguir pensando, como hacían algunos en los ochenta, que la OTAN es algo distinto a una organización de vasallaje a Estados Unidos y sus intereses. Esa ingenuidad en la España que quería sacudirse la caspa a toda costa era, quizá, comprensible; después de más de 40 años, empieza a sonar cada vez más trasnochada y ridícula. Máxime cuando la OTAN está en muerte cerebral —y esto no lo dice un militante de IU con un pin de la bandera republicana en una solapa y el triangulito rojo en la otra, sino Emmanuel Macron—. Y cuando sus mecanismos e intereses se hacen cada vez más evidentes.
Para esos nostálgicos, defensores de las bondades de la OTAN, la limpieza de sable —por seguir con la retórica marcial, no me malinterpreten— de Mark Rutte a Donald Trump fue todo un choque. “Europa va a pagar a lo grande, como debería, y será tu victoria”, leímos que le escribió. Y saltó la sorpresa en Las Gaunas, el estupor, el desconcierto: ¿cómo era posible que el secretario general de una organización creada y estructurada para la sumisión a los intereses de Estados Unidos se mostrara sumiso con el presidente de Estados Unidos?
La cumbre de la OTAN de esta semana ha sido la demostración más clara y esperpéntica de lo que es la Alianza, con Trump en el papel de matón y el resto en el de convidados de piedra. No solo la aceptación del impuesto revolucionario que EE UU nos va a cobrar, so pena de guerra económica en caso de no transigir, ha sido vergonzosa: también es curiosa la conversión de la guerra de Ucrania, que hace un año justificaba la inversión en defensa y hace dos que pagáramos la luz a precio de oro, en nota a pie de página. O el silencio de Dinamarca, que no ha dicho ni mu ante las amenazas de Trump de invadir parte de su territorio, con la complicidad del resto de miembros de la Alianza.
La pregunta que deberíamos estar haciéndonos tras esta bochornosa cumbre es la que planteaba ayer mismo en este diario Najat El Hachmi: “¿Por qué formamos parte de una entidad que parece estar al servicio de la industria militar de EE UU más que del resto de Estados?”. Habría otra muy pertinente y es si la OTAN tiene entre sus planes proteger la frontera sur, el punto más flaco de España. ¿Qué ocurriría si la satrapía de Mohamed VI cumpliera con sus amenazas expansionistas y su narrativa del Gran Marruecos, que incluye Ceuta y Melilla? ¿Del lado de quién se pondría la OTAN? ¿Ocurriría como en 2002, cuando nos dejaron tirados con el conflicto de Perejil?
Pero como nuestro bipartidismo y sus secuaces (porque por mucho que quiera escenificar lo contrario, Vox no es más que el perro de presa del PP) nos tienen acostumbrados a los sainetes, esta semana ha tocado uno nuevo: el de Pedro Sánchez contándonos que no ha firmado lo que ha firmado, mientras que la derecha presuntamente patriota se pone del lado de quien amenaza a España. Así que, una vez más, en lugar de sobre la luna, nos pondremos a debatir sobre el dedo.
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